miércoles, 28 de septiembre de 2011

Suerte de espadas.

Estábamos reunidos en el patio de R, bajo la parra, un poco después de que atardeciese. Y como eran las fiestas consistoriales yo había presentado, debidamente pormenorizado, mi parte de guerra. Tengo las orquestas nocturnas con toda la artillería orientada hacia las paredes de mi casa, estoy en su línea de tiro, a unos sesenta metros de distancia. Es lógico pues que en estas sesiones de charla vespertina, tarde o temprano salga el tema y tenga que hablar sobre la calidad de los zambombazos y, sin recrearme, relatar mi experiencia en la trinchera.
A veces cuando tengo que dar la característica específica de un armamento, calibre de cañón o tipo de barco, me quedo en blanco, por supino desconocimiento, y he de mirar a E que, desde su cuidado bigote de teniente coronel (no sé si acierto con el escalafón), me ayuda a describir la maquinaria militar. Ayer mismo, ante mis dudas, e interpretando la mala imitación que yo hacía del ruido de la orquesta, dijo con precisión: "eso es un destructor". Con lo cual estuve completamente de acuerdo.
Procuro no dar demasiada pena en las descripciones que hago de estos asedios para no despertar la hilaridad del sector juvenil (son treintañeros, no vayan a creerse) de la tertulia, que suele estar presente en estas fechas y que han vivido la fiesta desde dentro, en la pista de baile. Soy consciente de que les divierte mi debilidad, ya que aquellas explosiones que a mí me aturden, a ellos, a unos metros de donde se genera el sonido, les hace mover rítmicamente las caderas y la onda les atraviesa sin romperles ninguna membrana. Que se sepa.
A pesar de que pueda parecer distante respecto a estas celebraciones, mi afición por la antropología me hace tener un gran interés por el desarrollo de estos extraños rituales festivos experimentados desde dentro.
M y S, allí presentes, explicaban la verbena de ayer con gran desenfado, como si la estuviesen viviendo de nuevo y, claro, con más fruición si cabe, como ocurre siempre que un creyente hace exhibición de sus gustos frente a un escéptico.
Hablaron del garrafón que despachaban en la verbena, un matarratas que despellejaba el intestino. Ellos no lo bebieron. Fueron a abrevar a otro sitio. Y, luego, hablaron del baile.
A S, que es un individuo discursivo, es decir que se divierte viendo el curso que siguen las ideas, como si fuesen los engranajes de un reloj, el baile no le divierte en absoluto. Aprecia más la contemplación del contoneo, imaginando un ir y venir de mecanismos contumaces. A M, en cambio, el baile le hace sentir que le han conectado un cable directamente al ombligo.
Esta discordancia en los gustos, que por lo visto se produce en más de una pareja (ellas danzan mientras ellos pastorean), queda solventada, con gran contento de todos, gracias a un amigo de S, que es un gran bailón y que baila con todas hasta extenuarlas. Dándose el caso de que a todas les parece encantador este amigo, y que también es muy del gusto de S (y nos imaginamos que de todos los sustituidos), por una característica muy tranquilizadora que le hace especialmente adecuado para oficiar de entretenedor y es que, según palabras del mismo S, su amigo "no remata".
Con buen humor S nos estuvo haciendo una descripción de las dotes del amigo en términos taurinos:
–Se adorna mucho con el capote, con la capa, y todas ellas quedan maravilladas, pero luego le falla la espada.
Se reía y nos reíamos.
–Con el estoque hace agua.
Se requiere un gran conocimiento de causa para hablar de un amigo con aquella confianza.
No sé por qué se me vino a la cabeza, por una asociación de ideas supongo un poco canalla, que acaso el amigo estuviese mal armado, pero que (la maldita experiencia de tantas lecturas estrafalarias) los traidores suelen matar con pequeñas puñaladas, con "puñaladitas" incluso. Y lo dije:
–Muchos que no matan, luego descabellan.
La butaca de mi derecha, en la que estaba sentada R, comenzó a dar saltos como si hubiese allí un epicentro, y ella a retorcerse de la risa.
Yo, con un gran sentido del deber, quise probar si estaba totalmente restablecida de su hernia, y le hice un pequeño torniquete a la situación.
–Cualquier día se descubre el pastel y resulta que están todas descabelladas.
R empezó a decir: "¡ay mis riñones!", que es lo que dice cuando le falta el aire para reír, y nos reímos todos hasta hartarnos. Sólo a S se le veía un punto menos suelto en las carcajadas, quizá porque no acabase de ver claro que pudiese hacernos tanta gracia que M estuviese entre las descabelladas. A la hora de reírse, un detalle sin importancia.

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