viernes, 30 de septiembre de 2011

Técnicas de escalada.

(Nota del 20 de Julio). Son ahora los días del "Tour" y precisamente etapas de montaña. A diario Josefa T, una mujer de unos ochenta años, de buena mañana, hoy eran las ocho y cinco, para que conste (como es de rigor decir en los libros de actas), suele pasar camino de su casa, después de haber dormido en la del hijo.
Le ha tocado en suerte que ambas casas estén en sendas puntas del pueblo. En su travesía no suele hacer altos, sino que aumenta o disminuye el ritmo según sean los repechos, y va marcando el compás con cierto tonillo de queja:
–¡Ay...ah, ay...ah, ay...ah!
Esta mujer habla sola, como casi todo el mundo, sólo que ella lo hace en tono un poco más alto. En general, cuando habla con uno u otro, su tono es también destemplado y desabrido, y, según le venga , puede decir verdades como puños o dejar a cualquiera con la palabra en la boca, sin ningún miramiento, como si tuviera la cabeza en otra cosa.
Lleva gafas, cuadradotas, el pelo ceniciento, las ropas negras y el riñón un poco doblado. Los parrafillos que suelta según viene caminando no suelen entendérsele , los entremezcla con sus: "ay...ah" con los que puntea todo el trazado. Uno piensa que irá despotricando de las cosas que no le gusten. Pero no, hoy, al pie de mi ventana, la he oído decirse:
–Ya nos queda menos… Ay,ah. De tres partes una…Ay,ah. Esto está hecho… Ay,ah.
Por eso me ha acordado del Tour y de los ciclistas. A esta mujer le quedaba todo un puerto de montaña, ya que de aquí hasta su casa todo son cuestas, repechos y falsos llanos. Un puerto al que no sabré buscar la equivalencia, pero bastante duro. Lo hace todos los días, y en el trayecto tiene pocas distracciones.Me ha hecho acordarme de aquel ciclista al que un periodista bucólico le preguntaba si le gustaban más las etapas de montaña, por aquello de poder ir disfrutando del paisaje. El ciclista, todo venas marcadas y ojos enrojecidos por el sobreesfuerzo, contestaba:
–Yo en las etapas de montaña no veo nada, voy dentro de mi respiración.
Josefa T, tiene una profesionalidad más decantada, lleva la respiración siempre a su lado y en el caso de que le falte fuelle le lanza unas palabritas de ánimo. Unas palabras que, si estuviese en el Tour, no pasarían la prueba antidoping.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Suerte de espadas.

Estábamos reunidos en el patio de R, bajo la parra, un poco después de que atardeciese. Y como eran las fiestas consistoriales yo había presentado, debidamente pormenorizado, mi parte de guerra. Tengo las orquestas nocturnas con toda la artillería orientada hacia las paredes de mi casa, estoy en su línea de tiro, a unos sesenta metros de distancia. Es lógico pues que en estas sesiones de charla vespertina, tarde o temprano salga el tema y tenga que hablar sobre la calidad de los zambombazos y, sin recrearme, relatar mi experiencia en la trinchera.
A veces cuando tengo que dar la característica específica de un armamento, calibre de cañón o tipo de barco, me quedo en blanco, por supino desconocimiento, y he de mirar a E que, desde su cuidado bigote de teniente coronel (no sé si acierto con el escalafón), me ayuda a describir la maquinaria militar. Ayer mismo, ante mis dudas, e interpretando la mala imitación que yo hacía del ruido de la orquesta, dijo con precisión: "eso es un destructor". Con lo cual estuve completamente de acuerdo.
Procuro no dar demasiada pena en las descripciones que hago de estos asedios para no despertar la hilaridad del sector juvenil (son treintañeros, no vayan a creerse) de la tertulia, que suele estar presente en estas fechas y que han vivido la fiesta desde dentro, en la pista de baile. Soy consciente de que les divierte mi debilidad, ya que aquellas explosiones que a mí me aturden, a ellos, a unos metros de donde se genera el sonido, les hace mover rítmicamente las caderas y la onda les atraviesa sin romperles ninguna membrana. Que se sepa.
A pesar de que pueda parecer distante respecto a estas celebraciones, mi afición por la antropología me hace tener un gran interés por el desarrollo de estos extraños rituales festivos experimentados desde dentro.
M y S, allí presentes, explicaban la verbena de ayer con gran desenfado, como si la estuviesen viviendo de nuevo y, claro, con más fruición si cabe, como ocurre siempre que un creyente hace exhibición de sus gustos frente a un escéptico.
Hablaron del garrafón que despachaban en la verbena, un matarratas que despellejaba el intestino. Ellos no lo bebieron. Fueron a abrevar a otro sitio. Y, luego, hablaron del baile.
A S, que es un individuo discursivo, es decir que se divierte viendo el curso que siguen las ideas, como si fuesen los engranajes de un reloj, el baile no le divierte en absoluto. Aprecia más la contemplación del contoneo, imaginando un ir y venir de mecanismos contumaces. A M, en cambio, el baile le hace sentir que le han conectado un cable directamente al ombligo.
Esta discordancia en los gustos, que por lo visto se produce en más de una pareja (ellas danzan mientras ellos pastorean), queda solventada, con gran contento de todos, gracias a un amigo de S, que es un gran bailón y que baila con todas hasta extenuarlas. Dándose el caso de que a todas les parece encantador este amigo, y que también es muy del gusto de S (y nos imaginamos que de todos los sustituidos), por una característica muy tranquilizadora que le hace especialmente adecuado para oficiar de entretenedor y es que, según palabras del mismo S, su amigo "no remata".
Con buen humor S nos estuvo haciendo una descripción de las dotes del amigo en términos taurinos:
–Se adorna mucho con el capote, con la capa, y todas ellas quedan maravilladas, pero luego le falla la espada.
Se reía y nos reíamos.
–Con el estoque hace agua.
Se requiere un gran conocimiento de causa para hablar de un amigo con aquella confianza.
No sé por qué se me vino a la cabeza, por una asociación de ideas supongo un poco canalla, que acaso el amigo estuviese mal armado, pero que (la maldita experiencia de tantas lecturas estrafalarias) los traidores suelen matar con pequeñas puñaladas, con "puñaladitas" incluso. Y lo dije:
–Muchos que no matan, luego descabellan.
La butaca de mi derecha, en la que estaba sentada R, comenzó a dar saltos como si hubiese allí un epicentro, y ella a retorcerse de la risa.
Yo, con un gran sentido del deber, quise probar si estaba totalmente restablecida de su hernia, y le hice un pequeño torniquete a la situación.
–Cualquier día se descubre el pastel y resulta que están todas descabelladas.
R empezó a decir: "¡ay mis riñones!", que es lo que dice cuando le falta el aire para reír, y nos reímos todos hasta hartarnos. Sólo a S se le veía un punto menos suelto en las carcajadas, quizá porque no acabase de ver claro que pudiese hacernos tanta gracia que M estuviese entre las descabelladas. A la hora de reírse, un detalle sin importancia.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El vuelo de la H.

He telefoneado a mi hermana. ¡Qué voz más clarita tiene por teléfono! Las mujeres en su gran mayoría, se lo oí decir en una tertulia al gran Arturo Reverter (Ars Canendi. Radio Clásica), tienen muy pocos problemas con su voz, él hablaba de las cantantes de ópera, los hombres en cambio al menor descuido "engolan" o se les ensucia la dicción por no saber colocar la voz en su sitio. En ellas el habla es natural, dicho esto sin doble sentido. Desde que se lo oí decir, presto mucha atención a este hecho, y todas están muy bien afinadas. Donde mejor se nota es cuando se les graba la voz o hablando por teléfono. Es una maravilla oírlas.
He llamado para decirle que uno de los días de las fiestas pasadas (fiestas que, aparte de esa alegría inusitada de la población, consisten también en represaliar a unos cuantos vecinos metiéndoles el ferial en sus casas), harto de experimentar los impactos de las orquestas, o de sentirme, en fin, como el conejo que cuelgan en la cucaña –ahora, me informan, es un jamón lo que cuelgan. También como jamón yo valdría– , fui a guarecerme a su casa de aquí, y me acosté en su cama.
R me había dicho que era una poca vergüenza no haberle cambiado las sábanas. Mi llamada era para preguntárselo. "¿Es una poca vergüenza o no?" Ella ha mostrado altura de miras. Se ha reído a carcajadas diciendo que aquello era una bobada, y hasta una ruindad preguntarlo. Yo, para hacer más cómica la situación, le decía que había seguido la orden estricta de aquel cartel que tenían clavado en un árbol en los jardines del Prado, en Talavera, que decía:" No deje rastro de su paso por estos jardines". ¡Inconmensurable! Creo que ya lo han quitado. Lástima no haber tenido una cámara para fotografiarlo.
Ella, aunque vendría de Madrid esa misma tarde, ha aprovechado para decirme que me había mandado un correo indicándome que en la entrada de las avionetas (papando moscas) de este blog, se me había volado una "H". Ya lo he corregido, pero sonaba como un microrelato. ¿A qué sí? Y, ademas, la H, que tiene la figura de un planeador.
Les digo que este blog está bendecido, hasta las erratas se convierten en literatura.
Sin alcanzar la altura de las obras maestras del genero, como aquella que reseñaba Francisco Rico, donde habiendo querido escribir: "la marquesa frunció el ceño", habían escrito: "la marquesa frunció el coño". Pero todo se andará.

Pasadizos tres.

Las crisis contemplativas de mi amigo Belmonte adquieren un cierto paroxismo hipnótico que a veces le juegan muy malas pasadas.
Hoy, nos ha contado, ha estado absorto sentado en el pretil de un puentecillo, contemplando una hermosa vista durante más de dos horas.
–Era una pequeña línea de tierra, manchas ocres y rojizas, con pequeñas sombras de vegetación, sobre las que crecía una inmensa porción de cielo.
Un cielo, nos ha dicho él, después de agotar otros muchos matices, "velazqueño".
Se lo estaba aprendiendo, estaba, como quien dice, dándole ya los últimos retoques, cuando inopinadamente…
–Ha aparecido por un confín –es su manera de hablar– un hombrecillo paseando que lucía unos calzones sicalípticos. No me preguntéis de qué traza pues he retirado la vista cuanto antes.
No lo suficientemente rápido, por lo que nos ha hecho entender, ya que aquel cielo "velazqueño", ha tomado de pronto un abigarrado tono color "Torremolinos".
Estaba cabreado. O, como dijera el clásico, tenía en la cara el sabor de la lanzada. Pero como es un hombre piadoso, ha dicho:
–¡Con qué facilidad le hacen viajar a uno a donde no quiere!


sábado, 24 de septiembre de 2011

Piel de elefante.

(Nota del 9 de Junio). La dependienta no esperaba encontrarme hoy de nuevo. Tampoco tenía por qué acordarse de mí. Mi aspecto es demasiado rural. Una complexión un tanto basta para ser diferenciado a simple vista como un buen aficionado a la lectura. Aunque también podría ser que su cerebro no se rigiese por esos estereotipos, y ni siquiera se haya molestado en valorar mi aspecto, el de un cincuentón un poco abotagado, de color atezada y manos recias. Quizá sólo esperase que hoy volviese a comprarle otros cuatro o cinco libros.
Ayer deposité en su caja ochenta euros. Ella me premió con un vale descuento para gasolina. "En cualquier gasolinera Repsol". Me dijo. No creo que ese vale descuento significase nada, pero mi aspecto de hombre que se relaciona con maquinaria pesada se resintió.
Había estado recorriendo los estantes durante más de dos horas y creía haber hecho una selección lo suficientemente buena para que ella se apercibiese de que no era un simple aficionado, sino un lector afinadísimo. Creo que eso hubiera debido influir en el modo de ser mirado.
Debo confesar que yo a ella también la he mirado con cierto aire de superioridad mientras esperaba en el mostradorcillo, junto a la caja registradora. Ella hablaba con unas amigas de aspecto un tanto desconcertante, cada una de las cuales parecía haber querido imitar el maquillaje y peinado de alguna diva y haberse cansado antes de completarlo. La dependienta les contaba que iba todos los días a hacer un circuito en bicicleta. Les explicaba con gran detalle el recorrido, incluso especificaba algunas partes del itinerario que podían resultar peligrosas. El cuerpo de la dependienta era bastante proporcionado con su tamaño, pero tenía dos poderosas ancas dignas de una auténtica velocista.
Antes de hacer pasar mis libros por la lucecita roja para descifrarlos, le he dicho que aún había otro libro que teníamos que encontrar. Ella se ha puesto tras la pantalla y ha tecleado: "Asuntos Propios. Rafael Chirves".
–¿Eso qué es? –Ha dicho.
–Son artículos, ensayos… –le he dicho yo–.
Ha buscado por los estantes poniéndose un dedo en los labios.
–Desde luego ahí me sale que tengo uno.
–Debe haberlo, porque lo tengo encargado.
–¿Encargado? –Me ha mirado–. Acabáramos, si lo tienes encargado estará aquí.
Se ha dirigido a unos cajones que tenía a ras de suelo tras el mostrador.
–¿Recuerdas cómo era la chica que te atendió?
La pregunta me ha dejado patidifuso. Y, desguarnecido, me he puesto a contarle mi vida.
–Bueno, en realidad, de esto hace treinta o cuarenta días. No soy de aquí y suelo venir una vez al mes…
–¿Pelirroja o morena?
La he mirado a su pelo, bastante grasiento por cierto, quizá a causa del tinte. No hubiera sabido decirle tampoco de qué color tenía ella el pelo.
El objeto de la pregunta era hacer más fácil la búsqueda. Por lo visto cada una de ellas tenía asignado un cajón para las reservas. No había muchos encargos y lo ha encontrado rápido.
–Pelirroja–. Ha dicho sonriendo de un modo tan seductor que yo he tenido que apartar la vista.
Me ha dado el cambio y el vale descuento sin dejar de sonreír de manera muy pícara.
Hoy, como ya he dicho, he vuelto. Cuando he ido a pagar, para evitar equívocos, he dado una explicación absurda que nadie me había pedido. Así somos la gente de los pueblos.
–He tenido que venir a traer a mi hija al examen de selectividad.
La dependienta ha hecho un gesto de no entender.
–Claro, no vas a haber venido a verme a mí.
–Claro, claro. –He dicho yo.
No he querido recordarle que yo era ese del que ella estuvo enamorada ayer durante un instante. Total, lo mismo no se dio ni cuenta.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Labor de camuflaje.

Las manos de esos artistas sofisticados con todas las uñas pintadas de negro, lacadas y relucientes, nos hacen recordar aquellos otros tiempos en que las herramientas poseían suficiente entidad y corpórea presencia para que, en pleno proceso creativo, un descuido, un golpe desviado, un martillazo torcido, le dejase al artista la uña ennegrecida y el artejo dolorido.
Y para llevar la divagación un poco más allá, y hacernos de paso la ilusión de que aquel dolor les serviría de algo a los artistas de antaño, aparte de adquirir un manejo mejor del martillo, me gustaría pensar que todos los golpes malos se los llevarían ellos en las uñas. Y que al ser de verdad los golpes también sería más claro el empeño. De esos otros artistas de uñas barnizadas tal vez puedan decir algo más los peluqueros.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Pompas culturales.

El ocio veraniego cae sobre los pueblos como una nube de langosta. Cualquier cosa que invente un edil "imaginativo", ya sea mercadillo medieval, feria de artesanía, verbena, día de la tapa, ginkana, o concurso de gazpachos; cualquier concurso, por insólito que parezca, será devorado sin distinción por la plaga.
Los movimientos de masas son muy interesantes, y conviene echarles una miradita de vez en cuando, no porque uno sea un lince en esta clase de análisis, ni porque crea que conducen a ningún sitio, sino por curiosidad malsana.
Así pues, me he detenido a echar una ojeada a este batiburrillo de actividades lúdicas veraniegas y he podido ver que en la mayoría de ellas no había más que un nombre al que se le habían insertado cuatro ocurrencias. De hecho, básicamente, consiste en eso, en agregarle un nombre a una cosa cualquiera. Resulta curioso ver hasta qué punto algo que nadie haría ni muerto, basta con que se le dé un nombre, con la palabra "jornada", "demostración", o "fiesta" delante, para tener compuesto un sabroso acto cultural con un buen montón de gente involucrada. Es un viejo truco que por lo visto sigue funcionando incluso en sociedades tan maceradas publicitariamente como la nuestra. La palabra, el título, a través de la cual lo banal e irrelevante adquiere un rango de mayor jerarquía y nos impide ver su burda procedencia.

Por si alguien duda de esto que digo, o no lo hubiese expresado bien, haré yo mismo una demostración de cómo puede fabricarse una actividad cultural de las que se usan en nuestros pueblos. Ni que decir tiene que, siguiendo estos pasos, cualquiera puede inventar las suyas con un mínimo esfuerzo.
Para empezar obsérvense los tres o cuatro objetos que se tengan a la vista y tómese nota. En mi caso: "huevo duro", "pelo suelto", "sorbo de gaseosa" y "colillas apagadas". Insisto, no hay que pensarlo, ni hacer selección alguna, tan sólo anotar lo primero que nos venga a los ojos.
A continuación elaboresé la lista, aleatoriamente también, (no hay que olvidar que estos actos suelen ser promovidos y aventados por los ayuntamientos, que no se distinguen por estar nutridos de gentes muy despiertas –"espabilados" si, pero eso es otra cosa–, ni grandes amigos del trabajo elaborado). Así pues, aquí va la mía.
–Día del huevo duro.
–Jornada del pelo suelto.
–Fiesta de la colilla apagada.
–Demostración del sorbo de gaseosa.
Y ahora, desarrollemos las actividades correspondientes a uno de estos temas. Por ejemplo, y para que no digan que andamos eligiendo, el primero: Programa de actos del Día del Huevo Duro.
Uno.– Se harán recetas con huevos duros en los bares. Se ofrecerán en forma de tapa y se premiará la mejor. Un premio meramente simbólico, puesto que el premio real ya lo habrían obtenido todos los bares haciendo que la gente entrase en ellos.
Dos.– Concurso nocturno de aplastamiento de tartas con los huevos. Se exigiría el uso de tanga y, para no caer en el sexismo se ofrecería al género femenino la posibilidad de la degustación de las tartas chafadas. Se entregarían dos premios, uno al mejor aplastador, y otro al más seductor, este último sería el pastel que más bocados hubiese recibido.
Consustancial con este tipo de actividades es el empleo en los juegos de los excedentes agrícolas, que pueden conseguirse a buen precio e incluso regalados. Este año, por ejemplo, ha habido una gran producción de sandías (si fuesen ecológicas la actividad ganaría muchos enteros). Por tanto nuestra próxima actividad sería:
Tres.– Refrescante juego de lanzamiento de sandías pintadas de blanco. En tres modalidades. Primero, un concurso para niños: una simple competición para ver quién la lanza más lejos. Segundo, un concurso para adultos: arrojar sandías pintadas de blanco a los viandantes desde terrazas, ventanas y balcones. Y tercero, con la sandías que sobren, ya que acabará no habiendo viandantes, y para no discriminar a ningún sector de la población, se jugaría en el asilo a hacerlas rodar por los pasillos, ganaría el concurso el anciano que más sandías esquivase.
Cuatro.– Otras actividades que podrían llevarse a cabo dependiendo de los horarios serían, el concurso Luke Jackson al mayor comedor de huevos cocidos, en homenaje al protagonista de "La leyenda del indomable". O bien, construcciones de pirámides con huevos duros. O ejercicios de equilibrio, carreras o saltos, con un huevo en la frente etc. etc.
Con idéntica facilidad podrían inventarse innumerables actividades para el resto de los temas, lo que no haremos para no cansar.

Más o menos nos hemos hecho una idea de lo que contiene el plato: cualquier cosa guisada de cualquier manera. Averiguar las causas para que estos comistrajos despierten tanta glotonería es mucho más difícil. Podríamos enumerar algunas que, por tontas, tal vez no sean las acertadas, pero que dejaremos aquí como meras ocurrencias. En primer lugar estaría la gratuidad, es decir que los gastos del evento corran por parte de un organismo público. En segundo lugar el ánimo exhibicionista, ver y dejarse ver, connatural con la especie humana, pero incrementado en estos últimos tiempos por los ardides de lo virtual. En tercer lugar el tedio consuntivo, esa extraña dificultad que parece tener el individuo contemporáneo para entretenerse. En cuarto lugar y derivado del anterior, creer que puede ser divertido cambiar de sitio, algunos llegan a considerar que incluso lanzarse al vacío puede ser fascinante. Y quinto y fundamental, que se presente el acontecimiento desde un principio como una "actividad colectiva"; la entrega acrítica por parte de la muchedumbre exige que antes de que nadie se haya planteado la pregunta: "¿A qué vamos?", tenga ya la respuesta: "Va todo el mundo".

No obstante, no tengo nada que objetar a que las gentes se reúnan y se diviertan como buenamente quieran, y sea el que fuere el motivo de partida. Egoístamente, además, puedo decir que los acontecimientos multitudinarios me resultan muy agradables, siempre que yo no me halle en ellos. La gente reunida y percibida de lejos hace un ruido muy bonito.

El problema estaría en el modo en que los poderes públicos (los cocineros, según nuestra didáctica metáfora) se relacionan (e incluso dirigen y fomentan) con esta clase de eventos. Uno diría, viendo el incremento de actos públicos de esta naturaleza (en poco más de una década hemos pasado de una tímida semana cultural en el verano a tener un verano cultural completo con sus correspondientes Navidades y Semana Santa culturales, eso sin contar una innumera cantidad de jaimitadas interpuestas), que a nuestros pobres dirigentes les ha caído una maldición. Una multitud ansiosa de ser entretenida, como una bestia hambrienta, clamaría a sus puertas pidiendo ser nutrida, del mismo modo que reclamaría un servicio primario, una escuela o un hospital.
Esa es la idea que intentan trasladarnos cuando se les pregunta por los recursos públicos empleados en esto. Pero no. Que el común esté aburrido no implica que pida que nadie le entretenga. Jamás he visto, como no sea por parte de los entretenedores oficiales (actores y artistas), ninguna reclamación de este tipo. Existe una industria del entretenimiento, pero surge, no porque haya sido reclamada, sino para aprovechar esa brecha de abulia colectiva e implantar allí sus artículos de consumo. Crear necesidades es la función primordial de esa industria. Para luego vender, claro. Ahora bien, ¿qué querrán vendernos nuestras autoridades públicas para necesitar esa gigantesca envoltura de celofán? Suponemos que querrán venderse ellos, su fatuidad y fantochería. Aunque uno mira dentro del envoltorio y no ve sino sus tristes espectros de gentes necesitadas de acatamiento y reverencia. Si no fuera por lo que gastan y lo que enredan uno diría que lo que pretenden es dar pena. Y, francamente, para eso no hacía falta tanta pompa de jabón.

lunes, 19 de septiembre de 2011

AVISO PARA CONCUPISCENTES.





Teníamos que ir a cargar estiércol al día siguiente. Había que llevar los dos tractores, uno con la pala y otro con el remolque. R tenía que llevar uno de los vehículos en el primer viaje, e ir a por él cuando hubiese que traer el último, al final de la mañana. Una actividad que a ella le complace mucho ejercer.
Nuestra mentalidad utilitarista, tan arraigada entre los campesinos, nos ha llevado a desarrollar la idea de que a los sitios hay que ir a hacer algo, con una tarea programada. Ir por ir, tiene esa cosa de gentes inoperantes y vacuas que buscan entretenimientos artificiales. Lo ideal, por tanto, es ir y tener que hacer poco. Eso le convierte a uno en un contemplativo justificado. La manera perfecta de hacer turismo.
El año pasado cargamos el estiércol al final de la primavera y había muchas pulgas. Un insecto que, comparado físicamente con nosotros, tiene las facultades de un superhéroe. A propósito, no sé cómo aún no han creado al hombre-pulga, que dejaría en pañales al hombre-araña.

Hacíamos la tertulia vespertina hablando humorísticamente de esto. Estaba en la reunión P, la hermana de R, una mujer que desde pequeña ha llevado bastones, acostumbrada a la lentitud y a la premiosidad en sus labores, buena observadora y de humor bien templado.
R suele decir de ella, cuando le da por ahí, y con este hablar libre que utilizamos entre nosotros, que su hermana es como una monja. Y sí, tiene ese ampo que dá la dulce sombra de la clausura.
R lo dice también por ver si yo descargo alguna tremolina jacarandosa de esas que tanto le hacen reír. Se puede uno imaginar de qué clase si me ha dado esta carnaza. En el caso de que no tenga la dosis suficiente de disparate, lanza otro cebo más jugoso. Por ejemplo, y replicando a lo que yo le haya dicho:
–¿Pero qué dices, muchacho? Si mi hermana es la única virgen que queda en el mundo.
Tratándose de seres queridos más vale quebrarse de sutiles que no cargar las tintas. Así, verbigracia, yo podría contestarle (todo en hipótesis):
–Mucho ojo con tu hermana que, con lo lenta que es, podría acabar con cualquier picha brava por agotamiento.
Esto, desde luego, no sale de nuestras conversaciones particulares.
Hoy, en broma, le decíamos a P que mañana le traeríamos unas pocas pulgas de las de "aquí", por ver si le parecían mejores o peores que las de su tierra. Ella dice que todo lo de su pueblo es mejor.
Se ha reído diciendo que no, que no quería probarlas, que ella era muy sensible a esos bichos. Y, para explicarnos hasta qué punto podían desquiciarla, nos ha contado que, en su pueblo, una de sus vecinas tiene animales en el corral de la casa, y cuando viene a visitarla le deja a ella las pulgas.
–Que, mira, –decía– a mí me devoran.
Se acordaba de una vez, nos ha dicho, que nada más irse la vecina, comenzó a sentir una picazón en un pecho, que le ardía, y por más que intentó buscarlas, y rascándose, no hubo manera de desalojarlas.
Le entró tal desazón y nerviosismo que fue al cuarto de baño, donde tenía el insecticida, y allí:
–Me puse con ellas, mira…, no digo más que gasté el bote entero. Puse el suelo que se resbalaba, todo llenecito. ¡Madre mía, aquel día yo creí que me daba algo! ¡Qué putas y que jodías!
R se quedó acongojada con la descripción. A mí la palabra virginidad me incendió las meninges. Pero P se reía. Y yo también me reí. Y también R. Todos en cascada.
R no quería ni mirarme, se le salía el aire por las comisuras.
–¿Todo el bote, Pepi?–Le decía a su hermana.
–El bote enterito, hija mía.
La mujer que le asiste, cuando pasó el suelo del cuarto de baño, se encontró, no uno, sino tres cadáveres.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Papando moscas.


Sobrevuelan las avionetas sobre nuestras cabezas sin descanso. Tienen un ruido hondo para provenir del cielo, con algún componente orgánico, de abejorro o moscardón, que puede llevarnos fácilmente al amodorramiento o bien despertarnos la infantil ilusión de que volamos dentro de ellas, tal y como puede vérselas a lo lejos, con aquel lento planear tan distinguido, como si no les costase el menor esfuerzo.
Vistas de cerca son otra cosa, son unos avioncitos muy elementales, con un potente motor que brama. Un bramido que es furioso cuando despegan entre remolinos de polvo y chinitas arrancadas del suelo. Tienen mucha chapa recosida con remaches y mecanismos consistentes en tirar de un cable.
Entre aquellos elementos de gran simpleza llega a sorprender la cachaza con que acometen su faena los aviadores. Hacen su trabajo muy pegaditos al suelo, y en un terreno muy abrupto y poblado de olivares, donde les sería difícil improvisar un aterrizaje si algo les fallase. Pero ellos entran y salen de la áspera pista con la confianza de un jinete sobre un caballo bien domado.
Las avionetas suelen estar pintadas de colores muy llamativos, este año de amarillo chillón, y se diría que vuelan por fantasía, tendiendo líneas iguales para animar un poco la polvorienta fisonomía del paisaje abrasado por la luz y la sequedad a estas alturas del verano. Si bien tienen por oficio pacificar a la mosca del olivo, la "Dacus Oleae". Pacificar, que es tanto como decir, en un insecto que propende a convertirse en plaga, hacerle la guerra.
La Dacus tiene ahora a sus hijos metidos en nuestras aceitunas, allí puso su huevo y lo abandonó a su suerte, que es nuestra desgracia si prospera. La larva come la exquisita carne del fruto y al mismo tiempo labra su confortable residencia, una galería silenciosa, fresca y oscura.
La mosca, su larva, un gusano de color marfil, vive allí dentro sus mejores días. Digamos que es su paraíso, y en su vida en el exterior, lacónica, azarosa y aburrida, no hace otra cosa que soñar con regresar a él. Una obsesión que hemos de combatir si queremos sobrevivir en este negocio de la agricultura, de suyo tan azaroso.
De cualquier modo, cuando suenan las avionetas, no pienso que aquellas bandas paralelas que dibujan en el cielo, con las elegantes curvas que trazan al final de la línea, estén tejiendo un velo de sutil veneno para aminorar la plaga de mosca, lo que convendría más a mi edad y condición. Tan sólo pienso que vuelan, una idea estúpida en un hombre de cincuenta años.
Me fascina y me alegra el simple hecho de que estén en el aire. Como si fuese el primer avión que despega del suelo. Lejos de toda ciencia o conveniencia, como si fuese un niño alelado sosteniendo del hilo una cometa. Absurdo, sin duda, pero qué le vamos a hacer. El volar ha enloquecido a tantos hombres, que por uno que se haya idiotizado tampoco pasará nada.
Tal vez, ahora que lo pienso, yo tenga la misma obsesión que la mosca y, en este modo de mirar las avionetas, esté soñando con regresar al paraiso, no de carne y hueso como el suyo, sino de ingrávida banalidad aérea. Un paraíso que quizá ni siquiera necesite ser fumigado.

jueves, 15 de septiembre de 2011

El campeón eclipsado.

La gran calva rutilante, la voz cavernosa, su pierna encasquillada, la garrota que lo apuntala. Hay un concurso de petanca en la plaza de correos. Le pilla lejos. "Las bolas" como él lo llama. Hace un alto en las idas y en las vueltas, se sienta aquí, en uno de estos escalones, para dar un respiro a las cuestas que le esperan, y para que le pregunten. A la mínima insinuación él contesta. Explica su circunstancia. Hoy le toca jugar. Ayer no le tocaba. Antes de que el interrogador pierda el interés ha intentado decírselo, pero el interrogador, interesado ante todo en sus propios chistes, ya le había preguntado:
–¿Vas para arriba o para abajo?
El ha tenido que contestar de mala gana que "para abajo". A lo que el otro ha replicado que "para abajo era peor que para arriba".
El se ha desentendido rapidísimamente de esa bagatela y, antes de no poderselo decir a nadie, le ha dicho que iba el primero.
–Voy el primero–. Mientras su interlocutor casi había desaparecido dentro de la puerta de su casa.
Ahora viene de vuelta. De ganar otra vez. Se ha sentado medio rengo a esperar. Ha estado un buen rato, hasta que se ha cansado de sufrir aquella clandestinidad y se ha ido sin que nadie le pregunte.
Lleva quince días de campeonato y no ha podido decirlo más que tres veces, de refilón, a empujones, a hurtadillas, como fuere.
–Voy el primero.
Ser campeón en la orfandad.
Esas victorias tardías. Carne magra que los viejos apenas pueden mascar.

domingo, 11 de septiembre de 2011

IN TABERNA QUANDO SUMUS.

Se me ha acabado el tabaco a deshora. Cinco de la tarde. En el bar más cercano quedaban dos o tres grupos de rezagados que habían pasado de la cerveza a la copa, dándose por bien comidos con los aperitivos, y quizá, para tener clara noción del cambio de tercio, poniendo un café de por medio.
Nos conocemos todos. Tres mil habitantes es la población justa para saber las vidas ajenas. No obstante sabemos poco. Exudaciones confusas.
He pedido el tabaco en la barra, la máquina estaba rota. La mirada del camarero, recelosa, discriminatoria, de los que se toman como una ofensa que no visites el establecimiento más a menudo. Todo lo contrario que el entusiasmo mostrado por uno de los componentes de un corrillo. Gritaba con un brío desatado mi nombre y mis dos apellidos levantando una mano por encima de la cabeza, como si estuviese arengando a las masas. Me hacía gestos para que me acercase. Le he dicho que no con un dedito. Una negativa muy floja. Ha venido a por mí para llevarme del brazo. En el corrillo había gran parsimonia. Él quería a toda costa que me tomase algo, por lo visto teníamos mucho de lo que hablar. Uno de los acompañantes se ha quedado fijo mirando el paquete recién comprado.
–¿Fumas rubio?
Les he dicho que no tomaba nada, y que si, que fumaba rubio.
–¿Desde cuándo fumas rubio?
–No llevo la cuenta, pero desde hace bastante tiempo.
–Tú siempre has fumado negro.
–Hasta la última vez que tú me viste fumar –le he dicho– fumaba negro, luego después siempre rubio.
Cuando han visto que era tan fácil de convencer me han dejado ir sin insistir. Llevarían ellos allí más de tres horas dándose la razón y que viniese otro de fuera a hacer lo mismo les habrá parecido una tomadura de pelo. No sé por qué se creen tan superiores. Yo podía haber ido bebido de casa.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El descaste.







(Nota del nueve de Julio). El conocimiento tiene maneras caprichosas de llegar a nosotros. Tres hechos aislados me han hecho saber que estamos en tiempo del "descaste" del conejo. Primero, el coche que viene a buscar a primera hora de la mañana a mi vecino cazador y a su perro bigotudo. Segundo, los conejos de campo desnudos y enroscados en el plato que he encontrado en el frigorífico, en mi casa. Y tercero, el conejo al ajillo que vi cenar hace dos días a un amigo.
Por lo visto, todo el mundo a mi alrededor estaba enterado de esto y a mí no se me había ocurrido preguntarlo, hasta que esa suma de hechos me ha traído la respuesta a la pregunta que yo no había hecho: "el descaste".
La palabra no suena bien y he querido ver su significado literal. A veces palabras así suelen guardar alguna sorpresa. Esta la tenía, pero terrible. De sus dos acepciones, la segunda es "aniquilar", la primera: "destruir una casta de animales, sobre todo cuando son dañinos para el hombre". La experiencia nos dice que el hombre ha hecho uso dañino y frecuente de esta palabra contra todo lo que se mueve, y ha descastado también mucho entre sus semejantes.
No sé para qué quiero éstos conocimientos sobrevenidos, pero, esta tarde, cuando he ido a regar a la nave y ha salido a estar conmigo nuestro conejo residente, que ha resultado ser un sibarita aficionado a comer hoja y tallo de melón, he tenido la intuición de que podría utililazarlos.
Dos días atrás, para que supiera que en este paraíso también hay fruto prohibido, le lancé unas piedras con intención de hacer yo aquí mi descaste particular, sin saber todavía que estábamos en temporada.
El conejo, que tiene una vida exenta de emociones, cosa que suele ocurrir en los paraísos, se emboscaba entre las hierbas, sin huir del todo, aunque lo tenía fácil para buscar un sitio más seguro, y esperaba los proyectiles con espíritu deportivo. Él es mucho más rápido que las piedras y las esquivaba con un par de saltitos y una ligera carrerita. Me pareció que se burlaba, aunque mi intención era la de acertarle.
Quizá hoy venía a mi encuentro por ver si jugábamos otro rato a lo del tiro al blanco. Creerá que tengo obligación de entretenerlo.
Su mayor entretenimiento era antes escuchar conversaciones, pues en cuanto veía que había plática acudía él a tenderse allí al lado para ver de qué iba la cosa. Deduzco por tanto que algo entenderá. Y aquí es donde mi conocimiento inservible ha encontrado utilidad.
He ido a por una hoja de melón y, combinando mímica y lenguaje, me la he llevado a la boca cuando él estaba más atento y le he dicho muy serio: "descaste", así tres o cuatro veces. Espero que no haya creído que era una nueva actividad recreativa, y que esta noche pregunte a los que están por fuera de la valla, viviendo en la incertidumbre, el feo significado que tiene esa palabra, y las terribles consecuencias que puede tener no dejar tranquilo al hermano melón.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Pasadizos 2.

Mi amigo Belmonte suele decir sin sorna que en lo evidente pueden encontrarse emboscadas grandes verdades. Él es amigo de subrayar evidencias, lo que a veces le hace parecer un poco corto de luces. Anteayer mismo le oí decir:
–Han hecho tan silenciosos los motores de los coches que ahora lo que suenan son las ruedas.
Son pensamientos muy sugerentes que, de no oírselos a él, pasarían desapercibidos.
Ésa frase de anteayer a mí me llevó al lado de otro amigo, el doctor Acevedo, compañero de partidas de ajedrez, quien, entre toses y carraspeos, solía decirme:
–Si algún día dejó de fumar, me oiré los pasos.
El no sabía que, oído desde fuera, tenía un caminar muy sigiloso.

Recobrar la color.

Lo peor de las campañas electorales no es el fragor con que corren las mentiras por todos lados, ni ver en qué bajo concepto tienen a sus electores quienes esperan gobernarles: esos números circenses que organizan, en los que si enseñan un león se ve que es perro disfrazado, y si es un payaso, es de los chocarreros y zafios. Y eso, además, no porque ellos disfruten, ni les gusten aquellas cosas, sino porque piensan que sus votantes entienden mejor esos mensajes.
Lo peor, como antes decía, son esos carteles de los que quedan sembradas viejas puertas y paredes al final de las campañas con las caras de los candidatos, y a los que la luz del sol, gran justiciera, va poco a poco calcinando.
Resulta tan llamativo este efecto, que no se sabe si irá incluido en el diseño fotográfico. Y es que, mientras todos los colores, rojos, verdes, amarillos, van desapareciendo devorados por la luz, sólo queda en aquellos rostros una palidez mortal y un azulear difuso de cadáveres que esperasen bajo el foco la llegada del forense. Tal y como se ven en la televisión en esas series sobre autopsias que ahora tanto proliferan. O como si fuesen anuncios de la campaña antitabaco.
Quizá no sean nada más que eso, campañas subliminales en estos tiempos de crisis, en las que nos estén diciendo: "no les votéis, daos cuenta cómo se descomponen", o, siendo un poco más sutiles, quizá lo que digan sea: "no os presentéis, mirad lo que os ocurriría". Difícil, no obstante, saber siempre cuáles son los mensajes subliminales.
Afortunadamente llega septiembre, días festivos en estos territorios y, no todo iba a ser malo, por un lado todas aquellas caras que los candidatos dejaron repartidas por los pueblos (con notable impudicia y no poca desconsideración pública) quedan sepultadas debajo de carteles de toros y anuncios de discotecas, y por el otro, estos que creíamos cenicientos y medio amortajados, nuestros ediles, nos los traen a nuestras casas, muy bien retratados, en el programa de fiestas, en magnífico papel, orondos, satisfechos, reverdecidos, en definitiva, como ellos son: " magnificentes".
Y el gran descanso que da afrontar unas fiestas sabiendo que nuestros elegidos no estaban muertos, que estaban tomando cañas.

martes, 6 de septiembre de 2011

Aproximadamente un haikú.

Tiembla el alambre de espino
cuando el jilguero canta.

Afinaciones.

L. pasa por la calle y le habla a la persiana, tiene voz de falsete, de viejecita de cuento. La ventana está abierta y la persiana bajada. También lo hace M. cuando el aroma es de café: "Que olorcito tan bueno" suele decir, con su voz cultivada y llena de rincones. A veces dentro no esta R. , pero cuando está, el diálogo inocuo, trivial, cotidiano va pasando de un lado a otro por las finas rendijas de la persiana, y queda tamizado, fluido, perfecto, sin un solo grumo. Como si los seres humanos estuviésemos hechos sólo de entendimiento.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Resucitar ranas.

Hay un borracho en la plaza voceando todo el rato. Está con otros a los que no se les oye, sin embargo él se desgañita y va de un lado a otro con un vaso en la mano. A su alrededor trotan unos cuantos niños, ignoro si son sus hijos, que juegan a desafiar sus feroces amenazas.
–Me cago en Dios, Paquito, no me mojes que te ahogo, te lo juro.
Él corre de medio lado tras ellos en torno a la fuente. Unas veces giran para un lado y otras para el otro, según se le vean las intenciones al borracho.
Luego la diatriba surge a causa de una rana. Una rana que debe de estar dentro del pilón.
–No toquéis esa rana, no toquéis la rana que os mato, os ahogo aquí mismo a todos.
Los niños no cesan de dar vueltas, y el borracho, inextinguible, durante más de dos horas arrojando amenazas tridimensionales que rebotan en las paredes.
Al final se ha quedado él solo, sentado en el muro del pilón, jugando con la rana que flotaba en el agua boca arriba, con las ancas extendidas y asomando su gran panza blanca. En su delirio, el borracho, le ha dado a beber a la rana de su vaso y, al no querer resucitar esta, le ha dado la espalda y no ha vuelto a dirigirle la palabra.
De haber sido rana, yo habría hecho lo mismo.
Se apetecía un poco de silencio.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Prendidos de un hilo.

(Nota del 10 de Agosto). Acudo a la nave sin voluntad de hacer. Un manto de ardiente calima nos envuelve. Un calor punzante, abrasivo. Me refugio en las tres rutinas a que hay que hacer frente. Lleno el bidón de agua y efectuo un riego de mantenimiento. Luego, como desobedeciendo a otro que me lo ordenase, displicentemente, me siento a mirar la imagen que se me ofrece. Una cualquiera y todas, como si tampoco tuviera voluntad para mirar algo concreto. Hay días en que, allí sentado, traficando con mi mala conciencia, miro todo lo que he pensado hacer y me digo: "otro día, a mejor hora, empezaré". Cuarenta días de contemplativo le ponen a uno en situación de no querer inmiscuirse. Ante los ruidos del laborar ajeno me siento empequeñecido, mostrenco, débil. Los golpes cantarines, artísticos, de la paleta del albañil añadiendo un ladrillo a su pared. El ruido agrio de la amoladora del metalúrgico. El rumor del tráfico. Las voces calmadas, atenuadas por la distancia, que hasta aquí llegan.
Como un resto de algo hecho de una materia muy ligera, una hoja seca, un papel, nuestra voluntad es arrastrada a la insipiencia, a la vaguedad más absoluta. Esos ruidos nos atan, nos condenan a sufrir leves colisiones, instintivos desórdenes, con un aturdimiento que nos impide adormecernos y caer por entero en el vaho de nuestras flaquezas.