miércoles, 15 de agosto de 2012

Fauna de mercadillo.


El mercadillo, los días de canícula intensa, tiene una dilatación cuya primera consecuencia es que la pesada nube grasienta que desprende el asador de pollos se quede flotando como una enorme boina ácida sobre la ya de por sí compleja atmósfera de solicitaciones, preguntas indiscretas, sugestivas ofertas y exhibición de caprichos que suele tener lugar en todo espacio habilitado para la transacción comercial. El calor y este magma picante tienen la facultad de ralentizar los movimientos y hacer más comprensibles acciones que por su fugacidad nos resultaría imposible de captar. Son estos días, precisamente, los más indicados para que, quienes somos aficionados a la antropología, salgamos a hacer nuestro trabajo de campo.
Hay en estos mercadillos veraniegos dos prototipos humanos que se complementan. Uno es la jaquetona que ha llevado al límite su vocación por sugerir formas y adopta unos aires bravucones para contrarrestar su atractivo. (El ser humano es una paradoja con dos piernas). Y otro es el  jubilado algo prostático que, confundido con el mobiliario, suele constituir corrillos en los que no se habla de nada. Su verbo inexpresivo viene a ser como esa superficie cenagosa bajo la que gusta de emboscarse el cocodrilo junto a los lugares de paso. (Hay otra especie de mirón abusivo e histriónico, que vendría a tener el mismo papel en esta representación que una víscera en una película de intriga, al que no me referiré por ser su sintomatología tan evidente que le hacen carecer de interés como objeto de estudio). El éxito de estos acechadores esta basado en la inmovilidad.
 El efecto que suele producirse cuando una de estas jaquetonas y el grupo de aligátores se encuentran es bastante coherente, cuanto más ampulosas y significativas son las muestras de autosatisfacción proyectadas por la mujer, mayor es la petrificación de los ancianos. Una petrificación un tanto engañosa, pues, dado que el gañote lo tienen ya bastante reseco, utilizan la telepatía para hacer sus degluciones. Por tanto lo normal es que ni la presa se entere de que esta siendo devorada.
Baste este simple detalle para que se vea lo dificultosa que puede resultar la observación antropológica aun en días poseídos por la lentitud canicular. Hasta el punto de que sólo un elemento disfuncional, un imprevisto, una circunstancia fortuita es capaz, al descomponer la estabilidad o perfecto ensamblaje de estos prototipos complementarios, de descubrirnos lo que ocurre donde parece no estar ocurriendo nada. 
Así ha venido a suceder hoy, cuando una de estas mujeres, embutida en lycras,  se ha dado de bruces con el punto de mayor profusión odorífera del puesto de los pollos, y volviendo la cabeza a la parte contraria de donde se encontraba el infernal  artefacto giratorio y también el pollero, a su cuidado, ha dicho:
- ¡Qué olor a pollazo!
El comentario ha resquebrajado el rigor mortis de los aligátores, que tenían allí mismo su punto de observación.
La mujer ha debido de detectar de repente su actitud acechante y los ha encarado, y ha dicho, retándoles con la bolsa que llevaba en la mano:
- ¿Qué miráis, asquerosos?
Los jubilados han resuelto la parte que les tocaba en el conflicto regresando a la inmovilidad. Y todo hubiera seguido su curso si un melonero que estaba tres pasos más allá y al que en otro apartado de mi investigación le llevaba anotadas cincuenta y dos formas diferentes de referirse a sus clientas (reina, princesa, emperadora, sol, chavalota, duquesa, risueña, bendita, gloria, bonita, guapetona, preciosa, corazón, amanecer, pimpollo, estrella, flor, cielo…etc, etc), no hubiera querido probar sus mieles dialécticas con la jaquetona, diciéndole:
- ¿Qué van a mirar, divinidad? ¿No es evidente? Ven que te regale un melón y así ya tienes tres.
La mujer, ni lo ha mirado, pero ha dicho con la barbilla un poco en alto:
- Regálaselo a tu puta madre y así ya tendrá dos en la familia.
La realidad, perturbadora de todo, tiene estas cosas. Sale uno de casa con el espíritu de un Levi-Strauss y regresa con documentación que no serviría ni para componer un sainete. Pero la observación rigurosa ha de anteponerse a cualquier otro propósito.

jueves, 9 de agosto de 2012

Relatividades.

Llevo el reloj al relojero N para que le cambie la pila. Es un reloj que no me habré puesto dos veces. Fue un regalo de mi hermana, procedente, como ella misma dijo en broma, de un intento de cohecho. Los vendedores intentan influir en quienes ellos huelen que pueden inclinar la balanza a favor de la mercancía que representan. Productos de informática en este caso. El procedimiento está tan extendido que los regalos ya no sirven más que como tarjetas de presentación, puesto que todas las marcas ponen algo en el platillo  y su influencia queda contrarrestada.
El reloj es de una marca muy publicitada, grandote, pesado y muy llamativo. El relojero, que está acostumbrado a que le entregue mi viejo Casio de color negro, puro plástico, pero de una rudeza cercana a lo indestructible, lo coge con gesto confiado, digamos que sin miedo a mancharse, que era la relación que mantenía con el Casio.
La tienda es un cuchitril donde se oyen los relojes algo desacompasados. Como si cada reloj utilizase un camino distinto para llegar al mismo sitio. Una clarísima representación de la "relatividad" del tiempo.
El relojero trabaja vuelto de espaldas al mostrador, encorvado sobre una superficie no muy grande y bastante invadida por herramientas, piezas, y relojes que esperan su arreglo. No tengo más remedio que pensar, puesto que he tenido que llamar al timbre para que me abra, que esa postura es de una absoluta indefensión. El relojero es un hombre joven, acostumbrado a tratar con la clientela dentro de un registro un tanto infantiloide, aunque sin llegar a la degradación de usar diminutivos.
Para contrarrestar la aparatosa presencia de la máquina que acabo de entregarle y que no crea que el cambio de reloj obedece a alguna suerte de involución o alteración de mis cánones estéticos, gasto algunas bromas sobre los efectos que puede tener el llevar puesto en la muñeca una cosa tan pesada. Elongaciones de brazo o un seccionamiento de huesos. Finalmente muestro mis dudas sobre la calidad de algo que necesita tener tanta apariencia exterior de fortaleza. El relojero escucha todas mis sandeces girado hacia su mesita, no veo si tiene puesta la lente en el ojo. Le oigo decir:
–Este reloj tiene la caja de acero.
Contraataco:
 –Cuanto más dura es la cáscara, más blando es el gusano.
Lo he dejado sorprendido con la imagen. Normalmente no tengo esta capacidad de repentizar, pero acababa de ver unos mejillones en la pescadería.
Lo he visto, por fin, erguirse y mirarme cara a cara. El monóculo le daba un aspecto bastante serio.
–Este es un gran reloj. –Ha dicho–. Es el mismo que el Viceroy. Ni más ni menos. La empresa era de dos socios y…… lo que pasa con las medias….. salieron tarifando. Uno se quedó con Viceroy y el otro con esta otra marca, pero son igualitos.
Se sinceró conmigo:
–Yo tengo la representación de este tuyo. Un reloj buenísimo.… Y que conste que no es favoritismo. Lo mismo diría si tuviese la representación del otro.
–Te creo.
Tres euros me ha costado todo.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El Ingrediente.

(Nota del 24 de Marzo)  Media mañana. De nuevo A. en el olivar. Llega cuando me dispongo a podar una oliva problemática. Se trataba de un árbol injertado. Los injertos los había realizado el propio A., seis o siete años atrás, antes de que yo le arrendase el olivar. Con los injertos se pretende un cambio de variedad. Aquí, por lo general, transformar una oliva “redonda” en una oliva de la variedad cornicabra. (Para que esta frase no quede demasiado enigmática, hay que hacer una pequeña aclaración al respecto. Por "redonda" se conoce aquí a un grupo de variedades que sólo tienen en común no ser cornicabra, de tal manera que, considerada la cornicabra como el olivo propio del terreno, el nombre de "redonda" vendría a significar lo mismo que "forastera". En cuanto al nombre de cornicabra con el que se ha generalizado la denominación de la variedad aquí mayoritaria, he de decir que no me parece del todo apropiado, pues queriendo tomar el nombre  de la forma que tiene el fruto, bastante parecido a un cuerno, es escasa su semejanza con el cuerno de una cabra. De modo que sería mucho más exacto llamarla, tal como se ha hecho desde siempre en este distrito, con el nombre de "hornal", que es deformación de "cornal", que viene de cuerno, pero sin cabras ni vacas añadidas. Todo este excurso no es producto de un furor o resabio lingüístico repentino, sino que se debe a la firme convicción de que la palabra cabra incluida en el nombre de nuestra variedad desorienta notablemente al consumidor de aceite que, aunque nos lo presenten como un ser “culti-informado” en este mundo platónico del que todos somos reos, está bastante despistado,  pudiendo llegar este grado de confusión a tal punto  --y esto es algo de lo que yo he sido testigo y de lo que guardo un divertido apunte-- de que, ofrecidos dos aceites , picual o cornicabra, a un cliente en nuestra cooperativa, este optase, sin dudarlo un momento,  por el que no tenía mezcla. Así lo dijo. No siendo otra la imaginada mezcla que algún componente de la maldita  cabra que el cliente no supo explicar cómo se le había colado en el redil de las opciones de compra. Sirva de aviso).
Sigamos. En la última poda yo había preparado el olivo para que este año quedase sólo formado por los injertos. La única rama propia que le quedaba al olivo había sido guiada con cortes un tanto expeditivos fuera del eje del  árbol para que los injertos colonizasen ese  espacio. Este año esa rama debería haber sido cortada, pero  el invierno pasado, un día de aire, los tres injertos, espectacularmente vigorosos, habían aparecido “deszocados”. Es decir, quebrados por la parte  en que estaban unidos al tronco.
Algo muy penoso de ver, según acordamos A. y yo, y que nos dio pie a hacer unas cuantas consideraciones sobre la efímera condición de todo lo existente, y los riesgos que conlleva el excesivo vigor, a veces. El olivo, una vez perdidos los injertos, había quedado con una apariencia un tanto ridícula (semejante en su aspecto a uno de esos ciervos que han quedado mochos sólo de una de sus cuernas).  La rama que le quedaba tenía forma de un largo cuello estirado coronado por una espesa melena. A. debió de tener, desde otra perspectiva, una visión idéntica a la mía, porque le oí decir: “vaya gaita que tiene el amigo”. Frase que  servía de expresión de ánimo para una intervención de cirugía como mínimo arriesgada. Así pues,  mientras que, a base de severos tajos, me empleaba en quitar volumen de la parte exterior de aquella rama, para hacer que se replegase hacia el centro del árbol, le hice recordar a A. el tema de los molinos hidráulicos del que con tanto gusto habíamos hablado anteayer, y le propuse hacer durante el verano unas cuantas visitas para examinar in situ lo que quedase de los mismos y sobre el terreno tomar nota de los cuatro detalles que recordase. “Yo estoy dispuesto”, me dijo, y se puso al instante a hacer  una lista de los molinos y molineros que había conocido, y le salieron por lo menos ocho. Y recordando aquello empezó a contarme cuál había sido el pan más rico que había comido en toda su vida, lo que, viniendo de un panadero, hijo de panadero y nieto de panadero, era muy digno de escucharse. Había sido en el molino que había en Cedena.
– ¿Tú has conocido ese molino?- Me preguntó.
Si, yo lo había conocido, le dije, pero ya convertido en merendero, antes de que a Cedena le cayese encima lo que hoy se conoce como “Urbanización”. Buen nombre para una plaga bíblica.
–Bueno, –dijo él- pues ese molino era, exactamente.
Lo tenía entonces arrendado David “el cacharrero”(1) y estaban allí atendiéndolo  los padres de Arsenia. “¿No sé si tú te acordaras?” “………..” “No, tu de eso no te acuerdas”.
Todo esto era cuando A. era un mocito.  Llegó al molino con la clara del día, acompañado de sus caballerías no muy cargadas, ya que  llevaba molienda para una mañana, cuando se encontró con la sorpresa de que tenían levantada la piedra para picarla. En eso se tardaba un buen rato. Con una especie de alcotana de pico repasaban las acanaladuras que llevaba trazadas la piedra volandera formando un dibujo de espiga. Era un trabajo que correspondía realizar al molinero, y tardó en hacerlo casi toda la mañana. A. no había llevado merienda. Llegada la hora de comer se retiró discretamente para qué no se viesen obligados a invitarle. El molinero y la mujer, acabado su condumio, le preguntaron a A. qué había comido. Y este no supo qué decir, ni tampoco disimular. Así que los molineros le ofrecieron de lo suyo, y A. no quiso otra cosa que un poco de masa de pan que tenían preparada. Pidió una lata y, aprovechando el rescoldo de la lumbre, se hizo un pan “como no lo había vuelto a comer igual –dijo- en los sesenta años había estado a pie de horno”.
 Tuve que preguntarle cómo se hacía pan en una lata, y me explicó que primero se barre una parte del lar donde haya estado la lumbre, y allí se pone la masa, que se cubre con la lata, y  ésta a su vez se tapa con unas ascuas hasta que se cuece.
Acto seguido dijo A.:
–Me pasó a mí lo que a aquel rey que fue a cazar y se perdió en el bosque.
Escuché a A. inmóvil mientras desgranaba aquella historia. Y él la contó más o menos así. El rey persiguiendo la caza se metió en lo más profundo de un bosque del que no supo salir, ni sus criados supieron encontrarle. Quedó perdido durante días hasta que  un pastor lo encontró  más muerto que vivo. El pastor lo llevó a su majada y le dio de comer de lo que tenía  “un poco de gazpacho”, y le ayudó a encontrar el camino de vuelta. Cuando el rey estuvo de nuevo en su palacio dijo a sus cocineros que le preparasen de aquella comida que le había dado el pastor. No encontraba entre los platos que le ponían en la mesa ninguno que le gustase tanto.  Los cocineros le presentaron mil clases de gazpachos. Vinieron cocineros de otros reinos que inventaron de todo, sin que el rey encontrase el más mínimo parecido entre aquellos caldos insípidos y el que le había ofrecido el pastor. A la desesperada, fueron a buscar a aquel hombre. Vino a la corte y, de la manera que él solía hacerlo, le dio a probar su gazpacho al rey. El rey saboreó la sopa y negó con la cabeza. Aquel gazpacho tampoco era el mismo que él comió. El pastor reconoció que el rey tenía razón, que, en efecto, a aquel gazpacho le faltaba un ingrediente: "el hambre".
– Un ingrediente que también tendría el pan que yo comí aquel día, -dijo A- ¿Aunque no sé si tu sabrás la diferencia que hay entre hambre y apetito?-. Preguntó. Y no esperó a que contestase.
– Pues hambre es cuando no se tiene qué comer, y apetito cuando se tiene un plato lleno encima de la mesa.
Eran las doce y media, la hora del apetito, y se despidió con una de sus frases de rutina.
– Voy a ver si me mandan algo, que aquí no hago nada más que entretenerte.
Y, si, yo me entretengo con estas cosas. No sólo con la enseñanza, que tan útil podría resultar para mis propios intestinos,  sino  pensando en la larga derrota que habrá seguido esta historia, por cuantas bocas habrá pasado,  las vueltas y peri vueltas que habrá dado  para llegar rodando hasta este olivar y  hacernos sentir esta mañana, dentro de nuestros rústicos límites, un poco Condes Lucanores y otro poco Patronios. 
 NOTA:
(1) “Cacharrero” era la palabra un tanto tosca con que se designaba en esta zona al alfarero. De donde han venido a caer ahora en la degeneración contraria, habiéndose transformado todos en “ceramistas”.

miércoles, 1 de agosto de 2012

INGRATA PEDAGOGÍA.

Copia literal. Uno de Agosto de 2012. A las doce y cuarenta. Yo, dentro del cuarto de baño, muerto de envidia por la presencia de ánimo o desinhibición mostrada por él para hacer frente a un relato tan brioso. Él, hablando desde fuera, sin necesidad de un solo vocablo de apoyo:
--Papá, una cosa te digo, te quiero preguntar, vamos. Los perros no tienen conocimiento. ¿No? Porque, si no, yo a este perro no le entiendo. Íbamos por la carretera, cuando había allí en medio un gato espachurrado. Vamos, que le habría aplastado un coche, un camión o lo que fuera. Y el perro se ha lanzado como un loco a comérselo. Y ha cogido con los dientes  nada menos que los intestinos.... ¡Los intestinos!.... No aguanto yo verme mis propios intestinos…Le he tirado de la cuerda y le he dado una patada en el hocico para que los soltase, pero creo que ha debido de tragarse un poco de sangre…No entiendo a este perro. No come su comida y quiere comerse un gato muerto.