martes, 7 de marzo de 2017

Antes de abrir la puerta.

(20160107) Ponerse el gorro. Taparse las orejas. Abotonar el abrigo. Subirse el cuello. Eso que hicieron con nosotros de niños tantas veces antes de salir a la calle. Arroparse antes de abrir la puerta y sentir, cada vez, que nos corre por las entrañas aquel cosquilleo infantil, como si fuesen aquellas manos siempre tibias las que siguen defendiéndonos de la intemperie.  

domingo, 5 de marzo de 2017

Fauna de mercadillo III.

(20150219). Aunque todavía no ha amanecido, sobre los tejados la oscuridad ha empezado a deshacerse. El negro que dejan las farolas por encima de su visera se va volviendo azul muy lentamente.
Es jueves. En la calle ha empezado el trasteo de los puestos del mercadillo. Los furgones, aparcados junto al pretil del arroyo, tienen todas las puertas abiertas, como si aquella mercancía tan viajada que se amontona en su interior hubiese estado a punto de asfixiarse. Los ambulantes forman corrillos y cambian impresiones. Van forrados con unos gabanes un poco estragados. Algunos llevan guantes y dan palmadas que apenas suenan.  Tardará en llegar todavía el momento de los hierros. Los hierros con los que construyen sus tenderetes, los sacan de los furgones y los tiran al suelo. En la madrugada este entrechocar metálico tiene una frialdad enervante. Los mismos vendedores deben de ser conscientes de cómo se clava ese sonido en el tenso silencio de la amanecida y no suelen comenzar el montaje hasta que la luz del día entibia un poco el ambiente.
Los ruidos a esta hora están llenos de ecos y resonancias exageradas. Estos ruidos de hierros hacen imaginar que en las calles vecinas estén montando el estrado de un tribunal, cuando no directamente un patíbulo. Ruidos un poco sombríos que, como ocurre al despertarnos tras una pesadilla, cuando vemos qué los ha causado nos hacen sonreír por las enormidades imaginadas. Algo así acaba de suceder ahora mismo, instantes antes de que me pusiese a tomar esta nota. He oído como uno de los mercateros hacía rodar los cangilones de la basura. Un estruendo que me ha hecho pensar en ataúdes arrastrados por  alguna figura espectral. Cuando he mirado a la calle he visto que el causante del estruendo era un gitano canijo cuya intención era colocar su furgón justo en el sitio que ocupaban los contenedores. Lo cual ha dejado resuelto el enigma del ruido pero ha traído otras intrigas no menores.
El lugar en que se sitúe un puesto puede ser decisivo para las ventas de la jornada. Eso al menos dicen los estrategas del comercio, no sé si en estos mercadillos de pueblo el lugar tendrá tanta importancia. Al gitano lo ha interpelado su señora, que conducía el furgón, asomando la cabeza por la ventanilla. Se la ha oído decir con un tono atiplado, al borde del gallo, producido por la incredulidad: “¿Ahí lo vas a poner?”. El gitano le ha empezado a contestar antes de que acabase de pronunciar la última sílaba. Era un gitano de ojos saltones y lengua gorda, y el habla, aunque abultada, le salía con cierta musiquilla llena de zumba: “Si quieres lo ponemos otra vez en el puente como la semana pasada, que corre el aire, que corre el agua, que pasa la gente, y que no vendemos una escoba”. Ella: “En el puente fue culpa mía. Pero tampoco quitarle el sitio a los cubos de la basura”. “Hoy voy a elegir yo. ¿Estamos?”.
La mujer ha quedado callada, aunque no muy convencida. El gitano, con un desplante muy artístico, ha remachado: “Lo voy a poner ahí para aprovechar la querencia".
La "querencia". No sé cómo se puede interpretar un concepto taurino-comercial tan intrincado. Imagino que el gitano, como un zahorí de las mareas humanas, ha intuido que en el lugar que ocupaban los contenedores debían de confluir unas cuantas líneas de fuerza, cuando menos las de la fuerza de la costumbre de ir a tirar la bolsa de la basura. Y, aunque no ha quedado demostrado que la clientela haya sufrido ninguna clase de magnetización, hay que reconocer que la intuición del gitano tenía algún fundamento, porque lo que allí confluye de manera indubitable son las corrientes de todas las calles en cuesta que constituyen este barrio montuno.
Luego ha sucedido lo que por aquí empieza a tomarse por milagro. Ha llovido un poco. Muy poca cosa, el agua renqueante y timorata que les queda a las nubes cuando llegan, cansadas, a este proyecto de desierto.
Justo donde el gitano ha colocado su tenderete suele formarse un gran charco. El agua que baja por las calles aledañas remansa allí obedeciendo una nivelación del pavimento que, como cosa parida por la municipalidad, tan aficionada al espectáculo como al monumento, habrá querido introducir en nuestras calles este capricho veneciano, al que sólo le falta un cartel con una góndola para que el recochineo sea completo.
He pasado toda la mañana poniendo un poco de orden en mi cuarto, un trabajo de desescombro que requiere tener bien aireada la habitación. He tenido la ventana abierta. Y lo mismo que he ido largando miradas al tejado de enfrente para potenciar mi sentido del orden contemplando lo bien colocadas que están las tejas, pues también he ido siguiendo, cada vez con más interés, las reacciones del gitano.
Primero recibiendo en los medios las cuatro gotitas dando a entender que  aquello no sería nada. Diciéndole a su vecino que buscaba cobijo: "No te tapes tanto Firiberto que este agua no moja". Luego, mirando de reojo  a aquel nublado, un  miserable brochazo, que hacía la gracia de no parar. Después levantando la solapa del chaquetón acolchado y  viendo rodar los regueritos de agua junto al borde de las aceras. Más tarde, refugiado bajo el voladizo de un balcón y viendo crecer el charco, y su tenderete convertido en una chalupa. Ha dejado de llover y he visto cómo el gitano, de nuevo en mitad del ruedo, desparrancado al borde del lampazo, observaba  el encharcamiento con mucha frialdad, ese ojo de huevo que tanto abunda en esta raza se ha llenado de melancólica incredulidad mientras contemplaba el trampal desde la orilla. 
La gitana ha permanecido en su puesto, en medio del charco, debajo de un paraguas y subida a un cajón de la fruta, con un silencio y una cara de aflicción como si la hubiesen dejado abandonada en una isla desierta. La inundación no ha durado cinco minutos, pero la gitana se ha quedado en el cajón aún después de que el charco hubiese drenado. Por un momento ha parecido que el gitano no  iba a saber recuperarse de aquella desfavorable conjunción de elementos aumentada por el alegato crítico de la estampa mártir de su santa. 
Salvo mi humilde persona yo creo que no ha habido otro testigo de este pequeño lance. Tengo pues la obligación de contarlo con toda exactitud. Me ha parecido admirable el quiebro del gitano. Sin alterar el gesto, aunque con cierto soniquete en la voz, le ha dicho a la mujer: "Baja ya del pódium, María, que parece que estás esperando que te den una medalla".
Sé que de ahora en adelante va a ser difícil que no me sienta tentado de soltar la frase cuando la ocasión se presente. Siempre me ocurre con las frases ingeniosas. Y ahora será fácil encontrar el momento, por lo mucho que abunda el vedetismo victimista. Por si alguien leyese esto y se sintiese también tentado de hacer sonar la flauta de la ironía, he de advertir que el buen ingenio no remansa todas las aguas. Sirva de ejemplo la reacción de la referida María que, ciertamente, se ha bajado del cajón, pero en absoluto subyugada por la sutileza del gitano, sino más bien con un punto de coraje. Lo cual ha expresado no sólo con gestos más o menos interpretables, sino con palabras pronunciadas en un tono agudo que han llegado a mis orejas con perfecta claridad. La he oído decir: "¡Qué se habrá creído er dao por culo este!"