miércoles, 30 de noviembre de 2011

Más lluvia.

Esta lluvia es del día cuatro de Noviembre. Nos pilla un poco lejos, ya lo sé. Es muy probable que estas aguas no llegasen a fluir, que se quedasen aquí absorbidas por la tierra, pero si alguna llegó a escapar ya habrá alcanzado el estuario del Tajo, en Lisboa. ¿Quién dice que no viajamos?  Estuve asomado a la barandilla del arroyo más de una hora, y aseguro que esas aguas se llevaron algo mío con ellas. Tampoco habrá que ir a todos los sitios en coche.
Hice esta fotografía a las dos de la tarde. En ese momento ya había pasado lo más fuerte del borrasco. Me gusta mucho el contraste, la ligereza, de esta figura en relación con la de la fotografía de la anterior entrada. La lluvia pone la música y nosotros le seguimos el paso. Esta figura parece ir atravesando una pequeña laguna sin acabar de apoyar el pie en la lámina de agua, aferrada a su paraguas como a un pequeño velamen que le ayudase a no hundirse.
La lluvia y sus metáforas de la vida, con ese punto de melancolía que tanto nos sosiega.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Lloviendo.

Esta fotografía es del día 3 de Noviembre, el primer chubasco de verdad que ha caído desde que dejó de llover en la primavera. Lo anterior habían sido fanfurriñas y breves amagos. Ver llover es una actividad que regocija mucho, aunque aquí casi nunca llueve con la suficiente intensidad  para que la lluvia se vea. La mayor parte de las veces hay que conformarse con oírla, o buscarla al trasluz o contra un fondo oscuro. Tanto más difícil es poder fotografiarla, por eso hay tanta lluvia de Photoshop. La que sale en la foto de la cabecera es lluvia de verdad. Le hice otras muchas fotografías a ese primer chubasco, algunas en el campo donde la lluvia es todavía más esquiva para el objetivo de la cámara. En las calles, sin embargo, todo se llena de brillos y reflejos y, con un poco de suerte, alguien que pasa metido debajo de un paraguas. También en la forma de llevar el paraguas puede verse si llueve o no. Cuando llueve de verdad, como en el caso de nuestra fotografía, el paraguas pierde toda condición de elemento decorativo y se convierte en un refugio. Eso es lo que más me gusta de esa imagen, la postura del hombre, cómo aplasta el paraguas contra su cabeza y la pasividad con que recibe la lluvia, algo parecido a lo que hacen los pájaros, quedarse quietos y ahucar las plumas, aunque su contorno recuerde más al de una seta.

martes, 15 de noviembre de 2011

A perro flaco....

Pobre Rubalcaba. Ayer día 14 salieron publicadas las últimas encuestas y  hoy su pancarta ya había tomado esta dimensión tan poco heroica.
Cuando he hecho la fotografía le he dicho a R, que venía en el coche sentada a mi lado:
–No ha hecho aire como para que se arrugue de esa manera.
No, no había hecho aire. Durante los últimos días hemos estado oyendo los ventiladores de las máquinas de fumigar zumbando como abejorros, y esas máquinas sólo trabajan cuando no hay viento. Al ampliar la foto se ve que la pancarta está muy mal sujeta, y, por cierto, agarrada a unos cables del tendido eléctrico. ¿Será eso legal? Todas las demás pancartas habían quedado igualmente remangadas, aunque esta, con diferencia, era la peor. He de aclarar que en las presentes elecciones todas las pancartas que han puesto aquí promocionan a Rubalcaba. Lo siento por él.
No es en el único sitio en que han querido hundirlo. La campaña televisiva es un auténtico torpedo en la línea de flotación del candidato. Ese anuncio del individuo que viene corriendo por un camino, con no sé cuántos kilómetros a las costillas, y que no puede pararse porque tiene que seguir visitando pueblos para ir asustando a las viejas, no aguanta el más mínimo análisis. Un anuncio que presenta a alguien corriendo, en una situación como la que estamos atravesando, es un fallo de estrategia publicitaria calamitoso, sea cual fuere su mensaje. Pero si el mensaje, además, es el viejo cuento de que viene el lobo…… ¿no saben acaso esos guionistas que la moraleja de ese cuento lo que dice es que no se puede contar nada más que dos o tres veces, que luego las alarmas, venga o no venga el lobo, no sirven para nada? No, seguramente no lo saben. Los publicistas suelen engreirse con aquello que promocionan hasta el punto de perder el rumbo. En lobos y corderos sólo piensan los adeptos, la gente sin afinidades a la causa es mucho más normal que piense que se irá un lobo y vendrá otro. Nunca sabe uno, cuando ve este tipo de mensajes, si quienes los diseñan son así de simples, o son tan necios como para proyectar alegremente esa simpleza en los demás.
Si bien, llevado el análisis un poco más lejos, el mayor fallo del anuncio del corredor (una figura que remite claramente al propio Rubalcaba, a una de esas partes de su biografía que quiere que percibamos como definidora de su carácter, la de atleta pedestre) está en esa parte del camino que queda vacía entre el horizonte y el lugar en el que el maratoniano corredor se detiene a hacernos partícipes de sus zozobras. Ese espacio vacío lleva implícita la pregunta ¿de dónde viene? Creo que es una jugarreta de muy mala índole por parte de los publicistas, ante un personaje con tanto pasado como Rubalcaba, dejar ese flanco abierto para que el espectador puede utilizar su capacidad de evocación. Y eso, además, después del esfuerzo realizado durante los dos últimos meses, tras su erradicación del gobierno, para fomentar la desmemoria y distorsionar el origen de nuestros problemas. Francamente, no sé qué pensar de esa agencia publicitaria. Lo que Rubalcaba hubiera necesitado es un anuncio como el del PP, repleto de cartelitos modelo 15 M, sin ningún campo abierto para la imaginación del público.
Pero no sé qué hago yo metido en estos berenjenales, cuando en realidad sólo quería hablar de la mala suerte de los seguidores de Rubalcaba en relación con la pancarta que se ve colgando de tan mala manera en la fotografía. Estas cuestiones no las tienen muy en cuenta los candidatos, pues al fin y al cabo se trata de un puñado de votos, pero tienen enorme importancia para quienes tienen que argumentar en su favor.
Lo entenderán rápidamente si les digo que a tiro de piedra de dónde se encuentra esa pancarta tiene lugar una de las más concurridas reuniones de jubilados (de toda especie) de esta población. Esas reuniones numerosas, a veces se juntan más de treinta miembros, se dedican a la recia discusión de asuntos cotidianos, entre los que se incluye la política. Allí se emplean toda clase de armas dialécticas. Se agotan los recursos expresivos, las figuras retóricas, los requiebros, los desplantes, los envites, y, por lo general, cuando acaba la tertulia la sensación siempre es de empate. Salvo en el caso de que el enemigo obtenga un argumento irrebatible contra la entidad, cosa o persona, por la que uno apuesta. A eso iba. En este caso no es un argumento lo que Rubalcaba, o sus intendentes, poco importa, ha entregado a la facción enemiga, sino la figura insidiosa de esa pancarta que tanto recuerda a unos flamantes calzoncillos puestos a secar en la cuerda de la ropa.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El lenguaje de las flores.

(Nota del uno de Noviembre). Le había mandado R a recoger unos ramos de flores que tenía encargados para llevarlos al cementerio. Él es todavía muy joven y, por tanto, un súbdito de los signos externos. Venía dudando si las flores, portadas por él, no le estarían adornando de un modo inadecuado y hacía todo lo posible para que se le notase su descuido al trasportarlas, de forma que no empañasen su hombría. Cruzaba una plaza, en la que nuestras autoridades han hecho un homenaje a la piedra berroqueña, por lo que podría decirse que atravesaba un mausoleo, si no fuera por el cipote (supuesto rollo) que allí han levantado, cuyo gigantismo retransmite en directo las carencias de sus signatarios; cruzaba, pues, (que me pierdo) por aquel énfasis granítico con las flores en la mano, medio escondidas, algo ladeadas, cuando se ha encontrado con un hombre que le ha dicho:
–¡Qué contenta se va a poner tu novia!
En los pueblos, en este al menos, todavía, y siempre que se puede, se saluda así, con frases que le dan la vuelta a la realidad, y que estan dichas para que nos acompañen un rato. Esta de hoy ha durado lo suyo. A nuestro zangolotino le ha devuelto al instante el buen ánimo y ha venido riéndose a contárnoslo. Sin embargo a nuestras flores no sabía uno cómo mirarlas, ya que, impregnadas por aquella condenada frase, nos hacían pensar en nuestros  muertos como novias. Un absurdo que no he podido borrar de mi cabeza hasta que R  ha regresado del cementerio y he podido preguntarle:
–¿Qué, se han puesto contentos?
Y, claro, ella ha respondido:
–Como novias.
Estas frasecillas pegadizas o se cantan en voz alta o no nos abandonan.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Calentando motores.

(Nota del uno de Noviembre). Se ha acabado el puente, soy testigo de ello en primera linea. No tengo vecinos los días corrientes y en estos días festivos esta barriada se vuelve muy populosa. Asisto admirado a la facilidad que tienen para intercambiar sus vivencias. Conversaciones muy flojas, sin chispa, mortecinas, excepto cuando narran sus viajes de ida y vuelta. Ahí es donde se ve que son gente de largo alcance. Vienen contando cómo han escapado de las caravanas, han sido listos, calcularon con destreza cuándo iban a tener expedito el camino. Pero eso no es nada comparado con el modo en que programan la hora de su marcha. Se les ve hablar con aire de conspiradores, juntando un poco los rostros y ladeando la boca para que nadie oiga sus confidencias. La palabra psicología abunda en sus conversaciones. Al pronunciarla se estiran con un dedo del párpado de abajo. Todos tienen la misma estrategia, hacer lo contrario que los otros. Salir de aquí en el justo momento en que no se vaya nadie. Por momentos incluso puede parecer que sólo han venido a eso, a irse sin que nadie les moleste. Debe de ser que este puente de Todos los Santos intensifica estas manías fugitivas. Hasta tal punto ha predominado esta obsesión que algunos se han tirado desde lo alto del puente, quiero decir, y ustedes perdonen si les ha hecho efecto esa imagen, que se han ido antes de acabarlo. Si bien, y ustedes perdonen nuevamente, ahora por la greguería, el puente de Todos los Santos no acaba, fallece. 

domingo, 6 de noviembre de 2011

Montañas ambulantes.

C estaba haciendo rodajas un tomate en el banco de la cocina. Iba a ir mañana al Chorro. Ella siempre tiene algo programado. Giró el rostro y dijo:
–¿Mahoma se viene mañana al Chorro?
Yo estaba sentado en una banqueta, con la espalda apoyada en los azulejos de la pared, junto a un calendario que mostraba un paisaje, y con un brazo estribado en la mesa donde las cervezas, llevadas a su punto de frío exacto por mi hermano, estaban aguardando.
Le dije que no iría. Nos reímos. Por cada negativa de Mahoma sabemos que hemos de sumar una nueva montaña en nuestro haber. "Me la rayo", estuve a punto de decirle, pero tampoco era cuestión de exacerbarse, geológicamente hablando, no fuésemos a convocar a alguna cordada de alpinistas. Las metáforas acaban alterando tanto las cosas que en la larga cabellera que a ella le caía por la espalda, normalmente recogida en una trenza, yo estaba ya viendo el dibujo de un pequeño salto de agua.
C es aficionada a la fotografía, y quería cazar un poco de otoño.
Le he dicho que el otoño estaba echado la siesta este año, que tenía todas las trazas de dejarse arrebatar la tostada por los dos voraces comensales que tenía de vecinos de mesa. Como en esos anuncios en los que promocionan una mermelada muy rica. Por un lado el verano iba camino de zamparse la mitad del otoño de un mordisco. Por el otro:
–Un día de estos –le dije– caerá una nevada y este será el año de las tres estaciones.
He pensado, al decirlo, en el daño que le haría eso a Vivaldi principalmente.
Más vale que uno no haga pronósticos ni agorerías, aunque sea en estas someras conversaciones para acompañar el aperitivo. Con demasiada frecuencia se cumplen. Esta mañana, en la radio, daban una noticia de esas que parece que te están sirviendo en bandeja la cabeza del Bautista, con un amable: "el vaticinio del señor está servido". Decían que en los Estados Unidos, en la zona de Washington, donde el otoño no había hecho acto de presencia, y todos los árboles conservaban intacto su espléndido follaje , había caído una gran nevada provocando cuantiosos destrozos. La nieve había aumentado el peso de las ramas hasta el punto de quebrarlas, y éstas al caer se habían llevado por delante tendidos eléctricos, semáforos, cables de teléfonos, farolas, etc.…
Aquí la nieve, aunque la hayamos nombrado por hacer más estética la presencia del invierno, no lo tendría tan fácil, puesto que es un elemento acuoso y sabemos que el agua y esta tierra nuestra son polos opuestos y se repelen. Si bien una helada como una cortante cizalla…… en fin, dejemos que la madre naturaleza nos busque las vueltas ella sola.
Finalmente, ellos fueron al Chorro. C y mi hermano. No había mucho otoño allí tampoco. Había, si, multitud de visitantes transitando por las pasarelas con las que han adornado aquellos contornos, para que los asilvestrados excursionistas, aún a costa de perder alguna sensación agreste, puedan gozar con profusión del celo protector de sus mandatarios. Se ve que en esto de cambiar de sitio las montañas todos desbordamos imaginación, lo peligroso es cuando además se tiene dinero público, porque entonces siempre sale perdiendo la montaña.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Turismo laboral.

Estaba bajo la lucecita del flexo haciendo deberes. Aunque por su aspecto remolón más parecía estar deshaciéndolos. Es su especialidad. Es un desintegrador nato. Todo lo descompone con una precisión asombrosa. La mejor prueba de esto es su propia madre que, hasta haber entrado en contacto con él, creíamos que carecía de nervios.
Ha oído mis pasos y se ha levantado de la silla automáticamente. No sé lo que estaría estudiando, pero lo que estaba pensando mientras estudiaba si, porque no escatima detalles a la hora de exponerlo. Pensaba que todos se iban a Madrid. Que ya se había acabado el puente (aunque el puente estaba a medias). Que el mundo fluía, la gente enfilaba el curso de las carreteras y él se quedaba aquí. El gran jolgorio se mudaba de sitio y él estaba siendo relegado. A él le gustaría también viajar. Vagabundear de un lado para otro. Su idea era que todos los que iban o venían como alegres mariposas lo hacían a capricho y por entretener el tiempo, con el solo objetivo de disipar su aburrimiento. Él era un vocacional de esa clase de vida.
Convertir sus palabras en estos cinco renglones tiene bastante mérito. No les digo más que su madre se entrega cada noche con fruición a la resolución de sudokus para restañar los descalabros a que ha de hacer frente durante el día su sentido de la lógica.
Las múltiples combinaciones de su pensamiento partían todas de un "me apetecería" o un "me gustaría" y acababan en un "divertido" o un "mola".
Con la calma infinita o el tranco corto de que me va dotando la edad, le he explicado paso a paso que la gente no vaga a su capricho, sino llevada por sus "obligaciones". Que la gente hacía, en la mayor parte de las ocasiones, lo que debía hacer, trabajos y cosas que no le apetecían.
Mientras yo le decía todo esto él insertaba sus "me gustaría" sin escuchar ni ripio. Hay que reconocer que esta facultad de no escuchar la tiene muy desarrollada. Y también la de expresarse a fondo y con persistencia. Al final, ya como un último ejemplo de su ideal de vida que ha sido imposible mitigar, ha dicho:
–A mí  lo que me gustaría es que vosotros –se refería a su madre y a mí– fueseis de Rosalejo, un pueblo de Extremadura, y os hubieseis quedado sin trabajo, teniendo que venir aquí a buscarlo, como los padres de Sheila, una de mi clase, y los fines de semana fueseis a pasarlos a Rosalejo, y durante la semana estuvieseis aquí trabajando.
–O sea –le he dicho– que tu ideal de vida es que yo sea un parado de Rosalejo y emigrado por añadidura, todo para que a ti te cuadren las cuentas.
–Sheila dice que Rosalejo es un pueblo muy bonito.
–Creo –he dicho– que no merezco ser inmolado para qué tú puedas estar cerca de Sheila. Pero tienes mi permiso para hacer todo el turismo laboral que te apetezca junto al padre de Sheila.
Sus ideales de vida, como puede verse, son conmovedores.
Decía mi cuñada consorte C, no sé si aún seguirá pensando lo mismo porque es una mujer muy voluble con sus teorías, que las expansiones sentimentales de los varones se debían a una excesiva acumulación del líquido seminal en los testículos. La teoría es suya y no entraremos a cuestionarla, ahora bien, si a nuestro promotor turístico de Rosalejo las efusiones sentimentales le provocan semejantes ideas, no me digan que no dan ganas de ponerle una cánula o hacerle una punción, para que drene, o al menos deje de pensar en nosotros como si fuésemos papel moneda.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mientras va atardeciendo.

Estábamos sentados en el cobertizo de la nave. Un pequeño chubasco vespertino (dos litros/ metro cuadrado) había mojado los olivos y tuvimos que suspender el trabajo con las espaldas santiguadas. Un poco más que humedecidas, según mi versión de los hechos, aunque la descripción que R hacía de los mismos era que a ella el agua le había corrido por debajo de la ropa formando torrenteras y regatos.
Pasando por alto aquel sensacionalismo, es bastante corriente que en unos sitios llueva más que en otros, aunque estén muy próximos. En aquel mismo instante en las sierras, que se abren paso como un paciente rebaño de cabizbajos dinosaurios desde aquí hasta más allá de Navahermosa, se percibía claramente que seguía lloviendo, mientras que sobre nuestras cabezas ya estaba raso. Y si tomábamos como referencia la noche anterior, en Navahermosa habían medido veintinueve litros/metro cuadrado, en tanto que nuestro pluviómetro había recogido sólo doce.
Pudiendo, pues, tranquilamente haberle dado la razón a R, le brindé la ocasión de que discutiese un poco.
–Bien está –le dije– que llueva más en Navahermosa que está a veinte kilómetros y rodeada además por sierras más altas que las nuestras. Pero pretender que llueva más sobre ti, cuando estás a diez metros de mí y eres más baja, va siendo ya querer tener demasiados privilegios.
R siempre se resiste a lo que es razonable y puso por testigo a su chaqueta que, me hizo observar, estaba totalmente empapada.
–Estará hecha de algún material absorbente–. Le dije yo, intentando buscar la explicación más lógica.
Ella, claro, como es normal, eso se lo tomó a la tremenda, su chaqueta era como cualquier otra chaqueta, ¿o creía yo que ella iba vestida con una bayeta Vileda?.
Pasé por alto aquel intento de insultarme fingiéndose insultada y dije:
–Para acabar con estas discusiones tú y yo deberíamos salir al campo con un sombrerito que tuviese incorporado un pluviómetro.
–El pluviómetro –dijo ella– te lo vas a poner tú donde yo te diga.
Así acaban todas nuestras discusiones, como si de verdad hubiésemos discutido, cuando en realidad son tan sólo una terapia contra el Alzheimer. Dicen los médicos que las discusiones lo retrasan.
Quedaba poca tarde ya. En realidad estábamos allí para irnos. Corría un fino vientecillo. Había cuatro pájaros revoloteando alrededor de las madreselvas que crecen enredadas a los postes del portalón. Piaban de manera alterada e inconstante. Sonaban voces de niños. El ladrido de algún perro. Los silbidos inacabables de los tordos. El campanillo de la iglesia.
–¡Qué sonidos! ¿Verdad?– Dijo R.
Hubiera querido discutir algo más, pero tuve que estar de acuerdo con ella. Son tan bonitos que creo que si nuestros alcaldes tuviesen suficiente presupuesto los harían desaparecer de un plumazo, considerando que es una humillación que en nuestras calles no se oigan los mismos ruidos que en Nueva York.
Hablamos un poco del sonido de las campanas. Nosotros no sabemos nada de campanas, si bien deducimos que les ocurrirá como a nuestras herramientas de corte cuando las pasamos por la piedra esmeril. Las bien templadas tintinean con mucho brillo, las destempladas suenan como una lata vieja.
Entre los ruidos bonitos iba yo a contarle el de la flauta de un afilador que algunos días de este verano ha hecho la ronda por nuestras calles. Prometo hablar de él en cualquier otra ocasión, porque cuando R me ha escuchado decir "afilador" ya no me ha dejado pronunciar una palabra más. Eso le ha recordado a ella a un afilador de su pueblo y una historia que le contaba su madre. Era un tipo grandote y simplón, de los que no encuentran novia con facilidad, y un día apareció en el pueblo con una mujer algo más decorada de lo que allí era costumbre. Rápidamente creció el rumor de que era eso que por entonces se llamaba "una mujer de la vida". Parece ser que ella murió pronto y al afilador le quedó la misma doble angustia que a Boabdil con Granada, la de haberla perdido y la de no haber sabido defenderla (en este caso, su fama). Cuando al cabo de los años tuvieron que evacuar la fosa donde estaba enterrada, la mujer salió incorrupta, lo que dio ocasión al afilador para vengarse de todos diciendo:
–¡No era una puta, sino una santa!
De lo cual se colige que él tampoco estaría muy seguro cuando esperó a que se la devolviesen del otro mundo con el certificado.
Para que la tarde no se cerrase de una manera tan tremebunda, le conté yo a R que había escuchado hacía algunos días, en un programa de radio, unas entrevistas a sepultureros que contaban que la momificación era algo bastante frecuente en determinadas zonas de los cementerios, y hablaron del caso de un abogado, creo que era sevillano, que fue a ver el desenterramiento de un tío suyo al que no había conocido vivo, y cuando lo vio aparecer tan bien conservado, le hizo poner de pie, le echo un brazo por el hombro y se fotografió con él. Era una manera más ligera de afrontar el asunto de las mómias. El sepulturero que les había hecho la foto, para encomiar la conservación del muerto, decía que quien estaba más natural en el retrato era el tío. Otro de los sepultureros puso el comentario definitivo:
–Es que hay terrenos  -dijo-  que hacen muy buen escabeche.
Y ya, por no sacarle punta al asunto del escabeche, a riesgo de quedar nosotros escabechados por la puntita de frío que se estaba levantando, a lomos de nuestros coches nos fuimos.

jueves, 3 de noviembre de 2011

¿Simple o con leche?

Es T un tipo singular donde los haya. Hombre afable, con fantásticas orejas que le dan un toque cómico, los ojillos disimulados, escaso pelo, cuerpo enjuto y el habla poco articulada. Conoce a todo el mundo, chicos y grandes, con sus genealogías completas, y las rutinas en las que cada uno de ellos está instalado. Es decir, lo que los políticos llaman, con no pocas ínfulas, el tejido social. Tiene el gran mérito de parecer inofensivo, aunque no hay inocente que lo sea, más bien al contrario, suelen ser devastadores, por eso la comunidad se esfuerza en hacerles pasar por simples, así se les descafeína un poco.
Sobre esto de los simples habría que hacer varias consideraciones. Primero, que no es tan fácil ser simple. Segundo, que el noventa por ciento de los que presumen de ser complejos tan sólo son más maliciosos. Y tercero, que la mitad de las complejidades del mundo sólo están para hacer que unos pocos luzcan enormes medallas en el pecho a fuerza de limpiar de obstáculos un camino que previamente ellos mismos han enredado. No hay más que echar una mirada al argot en que se expresan tantísimos titulados y luego ver lo fácilmente que se le entiende al verdadero sabio.
Dicho esto, digamos que T, sin ser sabio, a ratos, por simple, lo parece.
T es un hombre de rutinas domésticas, sus animalitos de consumo, gallinas, palomas o conejos; su huerto, con todas las especies de hortalizas que se pueda imaginar; y, como mozo viejo, las dos pasiones fundamentales que a éstos les definen, su madre, y la estética femenina. Llevadas estas dos últimas, como se verá, con mucha sabiduría.
Por ejemplo, cuando su madre, una mujer que tiene ya ochenta años pero de incuestionable solidez, se pone enferma, él, que ve el edificio de sus rutinas temblar, suele animarle diciendo:
–No te mueras madre que me jodes.
Es difícil afinar más a la hora de expresar un afecto. Éste es un gran ejemplo de poesía cruda, que está un punto más allá de la poesía desnuda, muy de moda en este momento.
En cuanto a las mujeres, como todos los que, a pesar de haberlo intentado, no han llegado a tener novia, T ha quedado para el resto de sus días un poco extasiado ante las formas femeninas.
Si un hombre cualquiera ante un muestrario de modelos atrevidos como los que ahora tanto se prodigan, digamos veinte, treinta o, en fin, cuarenta descotadas señoritas, las que cada uno aguante, acaba al final resignándose o, como dijera mi amigo Belmonte, mirando en son de paz; alguien como T, sin embargo, nunca entregará la cuchara. Ni a la mismísima enfermera que le estuviese aplicando un electrochoque dejaría de sacarle alguna ganancia.
Como consecuencia de esta entereza de ánimo pronunció una de sus frases más gloriosos. Estaría en un estado bastante efusivo cuando, al encontrarse con un amigo de confianza, para resumir la circunstancia vital en que se había hallado tras soportar uno de aquellos atracones visuales a los que la lozanía femenina y las modas imperantes lo tenían sometido, le dijo:
–No me la meneé allí mismo porque tenía muchas tareas.
Y que luego digan que las musas no existen. Pongan a un ejército de guionistas a trabajar un año entero a ver si sale de su alambique una frase tan lograda como esa.
Por lo demás, T es un hombre moderado de costumbres, muy considerado en el trato y poco amigo de despilfarrar. Lo último que vamos a contar de él tiene que ver en cierto modo con esta última característica suya.
Pusieron hace años enfrente de su huerta una discoteca de verano de esas que tanto proliferaron hace quince o veinte años, y que tanto más éxito tenían cuanto más escondidas estaban. Esta además tenía el aliciente de encontrarse junto al arroyo y en el lugar donde vertían los colectores de aguas sucias, lo que facilitaría las borracheras. Cuando cerraban el antro, los clientes remolones sacaban sus bebidas al camino y esperaban que amaneciese, para poder contar al día siguiente que habían empalmado.
Los vasos quedaban por allí tirados y T, considerando aquello un despilfarro, las mañanas después de la fiesta, como tenía que pasar por aquel camino, madrugaba un poco y recogía el botín. Todavía no había llegado la moda de los vasos de plástico.
Una de aquellas mañanas, cuando T estaba ya en su huerta atendiendo a sus vegetales, surgió en mitad del camino uno de aquellos beodos que se habría quedado por allí traspapelado. Atisbó a T entre las matas de patatas y pensó, con esa lógica tan rectilínea de los borrachos, que si estaba allí sería para algo y quiso acercarse para hacer con él un poco de tertulia. Desde el camino a la huerta hay un desnivel de tres metros y el borracho inició la marcha por el camino más recto, un espacio diáfano que había entre dos cambroneras y donde el desnivel era aún algo más profundo porque allí mismo estaba situada la alberca. Cuando T observó la maniobra comenzó a darle gritos de advertencia.
 Una vez:
–¡La alberca!
Otra vez, más alto:
–¡¡¡La alberca!!!
Otra vez, aún más alto:
–¡¡¡¡La alberca!!!!
Aquellas voces cada vez más alarmadas, la última ya casi histérica, las interpretó el borracho como gritos de ánimo, yendo derecho a caer, despues de una corta carrerilla, en el lugar exacto que le estaban señalando.
A lo cual T, viéndolo desplomarse, sin que sus avisos sirviesen para nada, no pudo más que decir:
–A tomar por culo, a la alberca.
Y, liquidado ese asunto, siguió dando tierra a sus patatas. Ya que lo que le sobra a un hombre como T son cosas por las que preocuparse.

martes, 1 de noviembre de 2011

Viajar de incógnito.

A veces los amigos, los más allegados, pensando que me haría bien salir del claustro y ver un poco de mundo, alejarme un poco de estos soliloquios, me dicen: "tengo que ir a tal sitio –algún viaje corto, alguna estancia en tal lugar de dos o tres días–, podrías acompañarme". Y yo, que soy bastante indeciso, no sé en ese momento qué hacer. Tampoco lo sé en el momento mismo en que ellos parten para su viaje. Quizá crean que no quiero ir con ellos, o que, ensoberbecido, creo que mis cosas son más importantes y no quiero abandonarlas ni un solo momento. Pero en realidad es que aún no me he decidido.
Ni siquiera cuando ellos han regresado y cuentan lo que han visto o lo que han hecho, y me llaman "rajado" o "cagado", aún entonces yo no he decidido nada. Decidir es bastante violento, se mire como se mire.
Comprendo sus insultos cariñosos, pues, en cierto modo, desde el punto y hora en que te dicen "vente a tal sitio", ya te llevan con ellos y durante todo el viaje miran y escuchan un poco por tus ojos y por tus oídos. Sin estar, tú estás allí presente. Y llega a ser bastante molesto tener que estarse fijando en todo lo que tú te hubieras fijado para luego, llegada la ocasión, rebozarte por la cara todo lo que te has perdido.
En cuanto a ellos, debo decir que tampoco es nada fácil soportarles aquí dentro cuando están en esos viajes, ya que, como uno está indeciso todo el rato, no les dejamos escapar del todo por si nos da por cambiar de idea.
Ellos aquí, yo allí. Menudo lío de viaje.

La última de estas invitaciones estaba fechada para el día veintiocho. Les tengo tan hartos que no son invitaciones corrientes, sino en forma de ultimátum. Si el día 28, a la salida de su trabajo, yo no estaba allí, ellos se irían sin mí a Zarauz. Saben de qué pie cojeo y me permiten dudar hasta el último instante. Era ya la cuarta o quinta vez que sucedía lo mismo. Ellos poniendo fecha al posible viaje y yo sin presentarme.
Para que se repita tanto la historia, aparte de lo bien que lo pasaríamos juntos, tienen que ver algo en mí que les resulte estimulante. Examinada la cuestión detenidamente, creo que no se debe a que quieran disfrutar de las muchas virtudes que me adornan, sino a la cara de bobo que se me pone cuando escucho las tentadoras propuestas del programa de viaje. Si, creo que es esa cara de idiota, de absoluto despiste, lo que me hace irresistible. Para el que va a hacer de guía, un despistado debe ser como caminar por un territorio virgen.
Afortunadamente, por esta vez, han obrado con inteligencia y han suspendido el viaje. Ellos tampoco irían, con lo que nos hemos ahorrado la molesta ubicuidad tanto ellos como yo.
Cuando han llamado para dar la noticia y decir que vendrían a pasar el fin de semana a su casa de aquí, mi cuñada C le ha dicho a R con mucha rechifla:
–Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma.
R se reía al contármelo. Conocidas las dotes de C no es para tomárselo a risa, pues podría estar programando una de sus actividades a largo plazo. Y ella, grano a grano, es especialista en montañas, bien lo sabemos.