jueves, 15 de septiembre de 2011

El campeón eclipsado.

La gran calva rutilante, la voz cavernosa, su pierna encasquillada, la garrota que lo apuntala. Hay un concurso de petanca en la plaza de correos. Le pilla lejos. "Las bolas" como él lo llama. Hace un alto en las idas y en las vueltas, se sienta aquí, en uno de estos escalones, para dar un respiro a las cuestas que le esperan, y para que le pregunten. A la mínima insinuación él contesta. Explica su circunstancia. Hoy le toca jugar. Ayer no le tocaba. Antes de que el interrogador pierda el interés ha intentado decírselo, pero el interrogador, interesado ante todo en sus propios chistes, ya le había preguntado:
–¿Vas para arriba o para abajo?
El ha tenido que contestar de mala gana que "para abajo". A lo que el otro ha replicado que "para abajo era peor que para arriba".
El se ha desentendido rapidísimamente de esa bagatela y, antes de no poderselo decir a nadie, le ha dicho que iba el primero.
–Voy el primero–. Mientras su interlocutor casi había desaparecido dentro de la puerta de su casa.
Ahora viene de vuelta. De ganar otra vez. Se ha sentado medio rengo a esperar. Ha estado un buen rato, hasta que se ha cansado de sufrir aquella clandestinidad y se ha ido sin que nadie le pregunte.
Lleva quince días de campeonato y no ha podido decirlo más que tres veces, de refilón, a empujones, a hurtadillas, como fuere.
–Voy el primero.
Ser campeón en la orfandad.
Esas victorias tardías. Carne magra que los viejos apenas pueden mascar.

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