viernes, 21 de diciembre de 2012

Pleno otoño.


(Nota del 3 de Noviembre). La lluvia presenta muy distintas caras según los días. Cuando había más cultura básica en los pueblos decir lluvia era no decir nada, si no se ponía detrás el apellido que explicaba la procedencia: gallego, cierzo, solano o ábrego. En general el exceso de trashumancia ha hecho que decaiga el interés por el rumbo que traen o llevan las cosas. Aunque  también es verdad que hay lluvias que llegan con suma lentitud y se posan, y sólo se adivina su procedencia cuando  se les ve el carácter, la forma de desenvolverse. La lluvia de ayer, de tan fría y destemplada casi no merecería llamarse lluvia, con todas las placenteras resonancias que esa palabra tiene para quienes habitamos estas comarcas sedientas. Se cubrió el cielo de una especie de  losa gigantesca, como el muro de un frontón, y aunque no dejó de llover mucho o poco durante toda la jornada, el agua caía grisácea, maquinalmente, como si estuviese hecha de finos alambres o alguna hilatura sintética. Había olor a humedad, pero como cuando se huele el agua de cerca, un olor a cosa cruda, no el poderoso olor a fruta madura o a estiércol fermentado que despierta el agua al esponjar la tierra en el otoño.
Eso me ha dado idea de que hoy las cosas seguirían igual. Esta madrugada el cristal de la ventana estaba empañado y no he tenido la curiosidad de mirar a la calle. Se oía fuera un borboteo, como cuando hierve un puchero de caldo arrimado al rescoldo de la lumbre. Un sonido muy tranquilizador. Cuando ya era de día he salido al patio y he encontrado una atmosfera muy distinta a la de ayer. Había mucha humedad flotando en el ambiente, todo estaba empapado y el aire parecía un organismo vivo, tibio, nutritivo, suculento; de un efecto muy confortante para los pulmones. El cielo estaba muy oscuro, con unos nubarrones blandos y cachazudos, unidos entre sí por una densa neblina blancuzca en forma de hilachas un poco desprendidas y colgantes. Los pájaros, que ayer habían desaparecido de todos estos tejados que les gustan tanto,  silbaban y piaban con tal entusiasmo que parecía que aquellos nublados les fuesen a traer una nueva cosecha de higos. El ambiente era pródigo en sensaciones olfativas, quizá oliese un poco a higos también, de ahí el alboroto de los pájaros, pero predominaba el olor a hojarasca y a bosque procedente de la leña apilada en el patio.
He regresado a mi habitación y he permanecido allí con la ventana abierta, mezclando ratos de lectura y vagas miradas al exterior.
Se respiraba una gran calma de mañana de domingo en la calle, con aquella suspensión añadida del aire vaporizado que el enorme abdomen de la nube comprimía contra el suelo. Estaría probablemente distrayéndome más de la cuenta, que es condición de los que oficiamos en estas naderías de creer que se le puede tomar el pulso a lo que palpita delante de nosotros, cuando ha venido una rachita de viento dulce y seco, y ha removido un poco los plátanos que hay junto al arroyo, entresacando de su fronda, todavía muy verde, unas cuantas hojas amarillas. Me ha parecido que caían muy despacio, como queriendo mostrar elegancia en su acabamiento. Luego ha empezado a llover tímidamente, gordos  e hinchados goterones que se reventaban contra el suelo. Me he cansado de mirar desde la ventana y, ya que todo estaba tan solitario, he bajado con la cámara. Quería dejar grabadas esas hojas yacentes (aunque huecas y predispuestas al revoloteo) sobre la lámina brillante del pavimento antes de que la lluvia que amenazaba las aplastase o las arrumbase en una de esas curvas o paramentos donde el agua deja la marca de sus resacas.
Los vegetales son siempre superiores al despedirse de este mundo. Hasta cuando se pudren huelen bien. El animal se muere con un cierto resquemor. Deduzco que será porque al tener movilidad, concibe falsas esperanzas de poder huir, y siempre acaba decepcionado.
Esta teoría podía haberse llevado esta mañana algo más lejos. En la calle no había más que un perro menesteroso destripando una bolsa de basura junto a los contenedores. Comparados ese perro, un galgo abandonado, y yo mismo, como representantes del mundo animal, estéticamente quiero decir, con aquella  hilera de corpulentos árboles que festonean la canalización del arroyo, habríamos quedado a la altura del betún. Si bien estas valoraciones requieren cierta precaución, pues aun tratándose de seres irrisorios, como eran nuestras pobres figuras fugitivas, la del viejo galgo y la mía, éramos el contrapunto necesario para que aquella magnifica columnata vegetal tuviese una presencia aún más espléndida, apacible y armoniosa.
La mañana ha sido pródiga en agua, sólo que ha ido aflorando muy poco a poco. Hasta que la nube se ha desfondado y ha proporcionado una mediana crecida muy vistosa al arroyo, formando con el agua rojiza unas rompientes espumosas como las crines de los caballos cuando van en desbandada.
Antes de que descargase la tempestad, he tenido tiempo de hacer un hermoso recorrido protegiéndome debajo de los árboles del agua mansa  que caía. He grabado algunas imágenes de todo esto que he escrito. Y me he traído dos observaciones que, al hacerlas, me ha parecido que valían algo. La primera, que el elemento poético más importante de la representación de este fenómeno de la lluvia son los charcos. Y la segunda, que las hojas de los plátanos, tan parecidas a una mano con los dedos extendidos, tienen al caer a tierra la forma de un guante usado, uno de esos ajados guantes de trabajo, que suelen ser también de color amarillo, a los que se les queda para siempre la traza de la mano que defendieron de rozaduras y arañazos.
Suele decirse que cuando nos escayolan una pierna empezamos a ver la cantidad increible de cojos que pululan por el mundo. Quizá el camino recorrido para encontrar esa metáfora del guante usado provenga de un desarrollo perceptivo semejante. Esta edad tan espoleada…. con sus marcas, señales y desgarraduras.
 
 
 

martes, 11 de diciembre de 2012

El primo Hilario.

La estupenda pareja está en la cresta de la ola. En una pleamar espumosa y batiente. Hasta el punto de que él la pasea a ella en su moto, que es uno de esos artículos que un caballero suele reservarse para uso exclusivo. Tal como dicen los que pertenecen a este club que ha de hacerse también con la novia, la pluma estilográfica y las llaves del coche. Quizá no quede ya nadie tan estricto.
Ayer dieron un maravilloso paseo en moto. Ella nos lo contaba sin precisar muy bien los caminos. Y, claro, explicando las sensaciones experimentadas en el viaje. Su suegra Rm., suegra al fin y al cabo, por mucho que despiste, seguía muy interesada el relato. Hay que tener cuidado con mentar las sensaciones cuando se habla delante de la suegra, y menos aún sensaciones que la suegra no haya tenido, lo que es difícil tratándose de suegras, ya que tienen una que vale por todas, la del apretón original.
No obstante ella, todavía poco experta en suegras, nos decía, riéndose, que en la carretera había tenido miedo. Entonces Rm., que hasta aquel instante había estado sólo pendiente de averiguar el recorrido que habían hecho para poner en el relato algo de su propia cosecha, (si el trazado A estaba mejor que el B, por ejemplo), viendo que la ruta estaba tan confusa y que por ese lado no podía meter la cuchara, dijo que a ella lo de ir en moto le daba también mucho miedo, y que no le hacía falta salir a la carretera, que incluso ir por los caminos la asustaba.
Como nadie sabe lo suficiente de la vida secreta de los demás, yo me interesé por esta faceta motorista de Rm. Le pregunté de un modo campechanote y directo, como suele ser norma en nuestras reuniones:
--¿Cuándo has tenido tú esas experiencias de paquete motorístico?
Miré a E. por si él tenía noticias. Levanto las cejas al cielo y dijo:
--Ni idea, macho.
Entonces Rm., con un punto de orgullo y de indignación, y remetiendo un poco los cuartos traseros en el sofá, señal de que la cosa iba en serio, nos reveló que ella había ido muchas veces de paquete, “estaba harta de ir”, cuando era chica, con su primo Hilario.
--¿Hilaaaario? –Dijo E.
--Si, ¿qué pasa? –Contestó Rm.
Y ahí quedó cortada la conversación por alguna otra cosa sin importancia.
Creo que no será la última vez que nombremos al primo Hilario, que tiene las características necesarias para pertenecer a ese santoral laico de tipos singulares, como Bartolo y su flauta, Pichote y su bobería,  Cardona y su listeza o Benito y su purga. Cuando haya que invocar el don de la oportunidad, diremos llegaste más a tiempo que el primo Hilario con su moto. Es un gran hallazgo. No mío, desde luego, sino de la sagacidad natural de Rm.