jueves, 22 de octubre de 2015

Apunte del natural.

(20151018). Ella le viene abroncando con un tono muy correcto, nada crispado, diciéndole cómo se tienen que hacer las cosas. Ella es rubia. La melena por el hombro. Mallas negras. Zapato de medio tacón. Tacón que suena. Y una chaqueta de punto bastante larga que oculta unas poderosas caderas. Él está un poco oprimido por la ropa, tiene uno de esos cuerpos enterizos, de lanzador de peso. Va enfundado en un pantalón vaquero en el que no le caben los muslos, lo cual afecta a la longitud de sus pasos, demasiado cortos para su tamaño. Lleva puesta una camiseta blanca con rayas transversales con el número siete a la espalda. El número demasiado pequeño también para el tamaño de la camiseta. Viene empujando un carricoche con un niño chico dentro. Avanzan deprisa. Bajan la cuesta de Tentetieso delante de mí. La cabeza de él rapada a lo militar. En otro tiempo, hace treinta años o así, hubiera pensado que este hombretón obediente era un recluta recién licenciado. Hoy, sometidos a incesante evolución, diría que se trata de un atleta doméstico casado con su entrenador personal.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Destreza culinaria.

(20130720). Media tarde. Entro en la cocina y hay puesta al fuego una sartén con tres chuletas chisporroteando. La llama del gas abraza la sartén y desde el interior saltan como pulgas  minúsculas gotas de grasa. La carne presenta los efectos de una combustión rabiosa. Un humo pegajoso, con horrible olor a cochiquera incendiada se expande por el cuarto antes de ser absorbido por el extractor que emite un potente zumbido.
Aquella carbonización estaba teniendo lugar de un modo automático. No había nadie en la cocina  dirigiendo aquel martirio. También era compresible que R, su más probable ejecutora, no quisiese contemplarlo. Aunque en la casa es conocida la propensión de R a la simultaneidad.
Parece que  esta es una característica muy propia del género femenino. Hay montones de chistes donde esta "superioridad de género" es utilizada para hacer el dibujo de un hombre de escasas luces y capacidades muy primarias.  A este respecto, en un programa de radio donde hablaban de experiencias sexuales fracasadas, oí contar a un marido un caso extremoso de simultaneidad femenina y unidimensionalidad  masculina. Mientras él desfogaba su pasión, (que tendría, imagino, aquellas tres características que Lord Chesterfield atribuía al acto carnal: "placer momentáneo, costo exorbitante y posición ridícula") oyó decir a su mujer, con el hablar rebrincado de quien esta sufriendo un forcejeo: "Tengo que llevar las cortinas al tinte. Están sucísimas". La frase tuvo un efecto devastador sobre el torrente sanguíneo genital del marido, al que le quedó además, según tuvo el detalle de contar, una tirria inconcreta a toda clase de telas colgantes.
Volviendo a nuestra cocina, me he hecho un café mientras esperaba el desenlace de aquel experimento gastronómico. Las tres chuletas estaban curvadas hacia arriba sobre el hierro flamígero, y el chisporroteo se había convertido ya en una especie de gruñido. Sería un póstumo acto reflejo del animal, al que las leyes protegen del maltrato sólo hasta el matadero.
He visto entrar a R, que me ha mirado de reojo, y, sin mostrar sorpresa ni sobresalto alguno, ha ido directa al botón del gas, lo ha apagado y, con un pasmoso autocontrol y espíritu positivo, ha dicho:
—Ya están hechas.
Luego, mirándome molesta, ha dicho:
—¿Qué haces aquí?
Podía haberme callado, pero, contagiado por su autocontrol y positivismo, he optado por aportar mi granito de arena al experimento:
—He encontrado nombre para este plato.
Ella, escéptica:
—¿Cuál?
—Chuletas a la distancia.
Me ha insultado riéndose. Operación simultánea que, si no fallan mis cálculos unidimensionales, debe de equivaler a cero.

miércoles, 7 de octubre de 2015

En el hipódromo.

Después de escuchar algunos fragmentos de un programa de radio, de la variedad lacrimógena, aderezado con la música de la "Lista de Schdinler", en el que los oyentes hablan de sus maestros de escuela con arrobo, hago introspección y me percato de que todos los maestros que han pasado por mi vida han sido humanos, "demasiado humanos". Hasta que no asistí a las clases de Juan de Mairena, que conocí por los apuntes recogidos por Antonio Machado no tuve ningún maestro digno de ese nombre. Lo que no quiere decir que los mercenarios que se encargaron de mi educación no me dejasen bien preparado para la vida. Se aprende más de un mal maestro, cifra y resumen de la clase de gente que encontraremos a lo largo y ancho del mundo, gente atribulada a la que comunmente gobiernan sus cicatrices, que de un buen maestro, cuyo olor de santidad podría dejarnos transidos y en pleno desamparo para el resto de nuestra existencia.
La impresión que me causó conocer a Mairena fue tan completa que después de leídos los retazos de lecciones que Machado dejó escritos, yo mismo he tenido la desfachatez de anotar algunas otras lecciones de las que Machado no debió de tener noticia, o acaso desechó por demasiado triviales. Estas lecciones que he recopilado han de ser, sin duda, apócrifas o soñadas, ya que el apócrifo Mairena, según explica Machado, murió en Casariego de Tapia en 1909. Lo que no quita para que yo las haya experimentado con tanta viveza que puedo dar testimonio como si hubiese estado dentro del aula. Dejo, a continuación, un apunte de una de estas lecciones.

Juan de Mairena habla a sus alumnos:
—Los mozos de pista del hipódromo dialogan con los caballos en la línea de salida de la carrera: "No me encajones" dice el caballo. "No te encojones" replica el mozo.
El maestro Mairena hizo un breve silencio en este punto de la lección.
—A ver, Martínez, desarrolle esta idea.
Martínez:
—El caballo diría: "Si me encajonas me encojono". Y el mozo de pista: "Si me encojono te encajono".
"El encojonamiento suele traer cola", musitó Mairena, y en un tono más audible añadió:
—Muy bien Martinez. Traiga para mañana resumida una historia de la civilización basada en esos dos conceptos.
Mairena afiló en silencio la punta del lápiz que siempre sostenía entre los dedos mientras impartía sus lecciones. Su ideal pedagógico era el del director de orquesta que ensaya con los músicos la partitura de un concierto. Aunque el manejo que hacía del lápiz era más propio de un fumador empedernido que de un concertista. Acabada la pausa valorativa, retomó vigorosamente el "desencadenante", como a él le gustaba llamar a la anécdota que servía de escusa para el "análisis de las partes vitales" del argumento.
—Como ustedes saben algunos caballos encojonados al no cumplir el requisito previo de entrar en el cajón no pueden participar en la carrera.
Mairena hizo el gesto de llevarse el lápiz a los labios.
—A ver, los de la última fila, díganme. ¿creen ustedes que, a pesar de todo, estos caballos perciben que, a su modo, ellos también han ganado?
Mairena apuntó con el lápiz al último pupitre donde había desplazado a los alumnos más capaces, para que el aviso cristiano de que "los últimos fuesen los primeros" tuviese vigencia no sólo en el cielo.
—A ver, Ruiz, el de los platillos, conteste usted mismo. (Mairena, a veces, asignaba a sus alumnos un instrumento al azar).
Ruiz:
—Ganan. Pero otro campeonato.
—Muy bien observado Ruiz, si sigue por este camino  pronto se hará usted cargo del clarinete.
Mairena se llevó el lápiz a la sien:
—Siguiendo el razonamiento de Ruiz, ¿creen ustedes que nuestra capacidad para indultarnos, el potenciador principal de nuestra autoestima, es auto convencernos de que, aun galopando en la misma pista, corremos otro campeonato? No contesten ahora. Maduren el asunto y traigan algo escrito para mañana. ¿Y la autocrítica qué papel jugaría? ¿Sería un hándicap  para nuestros galopes por la pista o sólo un truco, una manera más elaborada de reforzar nuestra autoestima? Miren a ver que pueden hacer con todo esto.
Pérez levanta una mano.
—Diga, Pérez.
—Me parece que nos hemos ido del tema principal.
—¿El encajonamiento y el encojonamiento?
—Si. Yo creo que el caballo no quiere ser encajonado porque esta acojonado.
—Ya veo por dónde va, Pérez. Cuestiones psicológicas, me temo. Por esta vez obviaremos la psicología del caballo. No interpretaremos la causa del encojonamiento, nos atendremos al hecho observable. La obstinación del caballo por no ser encajonado.
Pérez:
—Ya, pero como partíamos de que el caballo hablaba.
Mairena:
—Tiene usted razón, un caballo que habla es una hipótesis demasiado atrevida. Digamos que el caballo relincha y el mozo lo azuza. ¿Así queda más claro?
Pérez se encoge de hombros:
—No creo que a los caballos les guste correr en una pista.
Mairena:
—Amigo Pérez, veo que ha tomado usted partido por el caballo encojonado. No sé porqué  me ha parecido que desde la grada veríamos mejor la carrera,  pero, si usted lo prefiere, puede adoptar para su ejercicio el punto de vista del jinete.
Pérez:
—Yo, los caballos, los prefiero silvestres.
Mairena:
—Yo también. Pero en el hipódromo sólo hay caballos de carreras. Otro día iremos al campo y veremos al caballo en plena naturaleza ¿Usted qué prefiere una naturaleza con alimañas como nosotros o sólo con alimañas buenas?
Suena el timbre y acaba la clase.