viernes, 23 de diciembre de 2011

La oliva descarriada.

La oliva descarriada, crecida en una abrupta pendiente, o mirando a un cortado, en lugares poco accesibles y por tanto exentos ya de cultivo, siempre tiene aceituna, incluso cuando sus hermanas enclavadas en partes más ricas del mismo olivar, y tratadas con mimo por el agricultor, deciden no fructificar por causas ajenas a su voluntad. Estos árboles con vocación de abismo han sido la admiración de los pintores románticos, que se han hartado de pintarlos, quizá porque sintiesen que reflejaban su propia circustancia vital. El agricultor también los admira, pero por distintos motivos, lo primero por su lección de coraje, la valentía es virtud muy valorada por el agricultor. Esos olivos fructificadores contra viento y marea le parecen individuos superiores y, si tuviera un medio de hacerlo, inocularía ese gen en el resto de sus árboles. Intenta hacerlo, no obstante, mentalmente, pero no como recomiendan psicólogos y pedagogos, con el correspondiente "refuerzo positivo", sino dandoles a entender lo poco que valen. Presumiblemente los olivos de vida regalada son indiferentes a esta clase de mensajes, que sólo sirven de desahogo al campesino que ha de asumir cabizbajo el fuero caprichoso con que se manifiesta la madre naturaleza.
Ahora bien, esos olivos arriscados representan tambien un desafio personal, exhiben su fruto como una manifestación de asilvestramiento. Parecen decirnos: "tengo fruto porque aquí donde estoy encaramado nadie me lo puede quitar, no soy como mis hermanos de allá abajo, esos mansurrones". Ustedes creerán que todo lo que el hombre ha domesticado a su alrededor habrá sido debido a su inteligencia, y seguramente eso habrá influido algo, no voy a ser tan maximalista para negarlo, pero en general la domesticación de animales y plantas es consecuencia de la terquedad del elemento humano en su variante agraría. Este es un gremio recalcitrante en extremo, intelectualmente muy bien dotado para la obstinación y con pronta respuesta a esta clase de desafíos.
No sé qué rango tendré yo dentro de ese gremio, ni si perteneceré a él siquiera, pero mi comportamiento hoy ha sido muy genuino. Nuestra oliva descarriada se encontraba en lo alto de un lindazo defendida, creía ella, por aulagas y jaguarzos, tampoco es que estuviese llena de aceituna, aunque la he visto brillar con aire prepotente y he sentido la llamada de la dificultad, interrumpiendo la rutina recolectora para dirigir mi máquina hacía ella, tan sólo por pundonor, para que aquella engreida no se saliese con la suya. R, que es quien dirige desde el suelo la operación de amarre del tronco, ha visto la maniobra con escepticismo. Ella sólo entiende estos desafíos cuando se encuentra en su huerta, allí, por cuestión de cebolla más o menos, ha exterminado a los topos porque consideraba que la tomaban el pelo; aquí, sin embargo, ante un caso semejante, pone cara de no comprender lo que pretendo. Así son las cosas, en un lado es ultra agricultora, en otro señoritinga.
Cuando la oliva, correspondientemente abrazada por la pinza vibradora y el paraguas, ha recibido las secas y cortas sacudidas de nuestra máquina,  tal y como podía esperarse, se ha resistido a desprenderse del  fruto, algo que no muchas olivas logran hacer, pues no en vano  este modelo de máquina tiene como sobrenombre "la rabiosa". Éste es el punto en el que tenía que intervenir R, y derribar con su vara las aceitunas que habían quedado, con el fin de que el árbol no se saliese con la suya. Ha avanzado, sin mucho ánimo, a cumplir su tarea, hasta que se ha encontrado con las aulagas (planta espinosa) donde he visto que tenía alguna dificultad para levantar el pie y sortearlas. Recientemente R se ha comprado dos pares de pantalones de la misma talla, y mientras unos le quedan holgados, los otros le aprietan. El mundo de las tallas es de lo más caprichoso. Parece ser que llevaba puestos los apretados, aunque, según ha declarado después, lo que le impedía avanzar eran los pinchos de las aulagas. Como estaba ofuscada desde un principio por aquella iniciativa mía de vibrar aquel olivo inhóspito, ha intentado hacer patente su irritación con una violenta patada a la aulaga que le impedía el paso y ha perdido el equilibrio y, aunque ha querido levantarse rapido, he tenido tiempo de bajar del tractor, coger la vara y derribar aquellas aceitunas con relativa facilidad, lo cual le ha enfurecido lo indecible y ha dado ocasión a una pequeña polémica sobre sus capacidades motoras. Ella me decía que si cogía el camino de vuelta al pueblo vería cómo sus pasos eran bien normales, y yo le decía que no, que los pasos de los que huyen siempre son un poco más largos. Una controversia que ella tenía ganada de antemano, ya  que si se le ocurriese huir lo haría dando los pasitos más cortos para que yo no tuviera razón. Supongo que estas animadas disensiones habrán estimulado lo indecible a nuestro olivo montaraz y el  año que viene nos lo pondrá un poco más difícil. Aunque también pudiera ocurrir que a mí el año que viene se me hayan quitado las ganas de domarlo y  quede siendo un rebelde ornamental más.
Todo esto ocurría a la hora de irnos a comer.
 Cuando llevábamos ya un cuarto de hora moviendo las mandibulas y contemplando absortos cómo en una ladera cercana un hombre con un mono azul ponía en funcionamiento los aspersores de riego para ayudar a nacer el cereal (en pleno mes de diciembre), tras algún comentario sobre lo triste que es habitar en un lugar tan árido como este, R ha dicho:
–Me he caído, por si no lo sabes.
–Te he visto –le he dicho–  y he pensado: ¿qué hará esta ahí a cuatro patas?
Tras unos momentos de masticación interrumpida, he oído su voz notablemente irritada:
–Me estaba espilojando, no te jode.
No se imaginen lo peor. Espilojarse es sólo revolcarse.
–Tú verás, –ha dicho, muerta de risa por la ocurrencia– he visto esas aulagas tan hermosas y he dicho: voy a espilojarme   un poco.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Tarantella recolectora.

Hemos comenzado la "aceituna", manera abreviada que tenemos de nombrar en estos territorios a la recolección del fruto del olivo. Viene a ser algo parecido a lo que les ocurre a estos calabreses del video. Un no parar. Como si nos hubiese picado a nosotros también la tarántula. Un círculo y dos que bailan. Nosotros deambulamos con nuestra máquina por los olivares, haciendo bailar a los árboles de uno en uno con identico procedimiento, sólo nos falta la música, cosa que pienso remediar para años venideros. ¿Me darán el premio Nobel si demuestro que vibrando los olivos acompañados por una música como esta el fruto cae mejor? ¿No dicen que con la música adecuada las vacas dan más leche y las gallinas estan menos histéricas? Veremos a ver si los olivos y las aceitunas pueden resistirse al movimiento. Sería bonito ir por los campos acompañados por un acordeonista.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

No hagan caso.

Han colocado estos carteles a la entrada del pueblo. Fíjense lo que nos recomiendan nuestras autoridades. Han arruinado al país con sus competiciones de pijos. "Mira que orquesta traigo, es de marca". "Pues nosotros hemos ido a Corfú, la corporación al completo, para ver cómo recogen allí las basuras". "Nosotros tenemos cinco rotondas con arte contemporáneo resistente a exteriores". "Nosotros hemos levantado cuatro veces el pavimento de la misma calle, no nos quedaba bien, al final hemos optado por el adoquín y el granito y la hemos hecho peatonal, para que luzca, necesitábamos una calle peatonal como el morir". Estas, poco más o menos, eran las conversaciones entre alcaldes, a la hora del cóctel, pues ellos no han creído nunca que no tendrían ni para nóminas. Como pijos consolidados creían que sus papás, viéndoles en las últimas, aflojarían la cartera. Un pijo sin recursos, un pijo de casa pobre, es por definición un defenestrador, un creador de pobreza. No siendo lo peor la pobreza misma, aquí no se ha podido vivir nunca de otra manera más que pobremente, por mera adaptación al medio, durante siglos; sino toda esa pijería de nuevos ricos que han infiltrado en el respetable, que ahora cree que vivir con poco es como tener la lepra. Cuando los pueblos pobres no han vivido jamás de ir de compras y deshacer envoltorios, sino de su ingenio. Algo que, a poco que mire uno a su alrededor, encuentra a toneladas. Un ejemplo, mientras calentaba el café, entrevistaban en la radio a un entrenador de segunda división que había sufrido en el último partido una tremenda goleada, su comentario a la derrota ha sido: "nos hicieron entrenar el saque de centro".
No creo, desde luego, que esos indicadores hayan sido puestos ahí de manera intencionada, ni siquiera de manera subconsciente, nuestras autoridades gastan otro estilo, hubieran puesto un poco de césped y alguna otra jaculatoria anodina como "capital del aceite". Los ha traído la casualidad para causar la risa, el disolvente perfecto contra los prohombres que creen tener dotes de mando. La risa que causan es la mejor prueba de que nos queda algo del pobre que fuimos. Una garantía de que, aún después de la estafa, sobreviviremos.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Agua corriente...(Beniamino Gigli cantando).

Tengo un modo de relacionarme con la música absurdamente obsesivo. Debe de ser sólo torpeza para comprender lo que escucho. No me canso de oir, imperturbable y de forma reiterada, la misma música. Cuando algo me gusta de verdad escucharlo diez veces seguidas es lo más normal. Cuenta Ferlosio en "Las Semanas del Jardín" que  la forma primera, la de los niños, de relacionarse con el relato, es la de escuchar el mismo cuento una vez tras otra, "cuentamelo otra vez", manifestando sus quejas si el cuento se desvía del que ellos se saben. Esa es exactamente mi manera de oir música, que tengo además asociada a dos imagenes físicas. La primera, un poco brutal, es como si me estuvieran atravesando el craneo con un clavo, cada nueva audición es como un martillazo, y la música, como la punta del clavo, penetra más adentro del cerebro. En la segunda mi cerebro esta formado por un complicado sistema de acequias y canales de riego que estuviesen llenos de hojas muertas, la música circula por ellos como si fuese agua, al principio fluye con cierta dificultad, pero a medida que las audiciones se repiten el camino se va despejando.
B. Gigli con este aria de Nadir, de "Los pescadores de perlas" de Bizet ha circulado mucho por las acequias de mi cerebro. Aunque la letra original de la canción está escrita en francés, Gigli la canta en italiano. La letra es horrible, un pastiche de tópicos de los que suelen verse en los anuncios de perfumes, franceses todos ellos, por supuesto: "noche mágica", "éxtasis divino", "loca embriaguez". En este caso es una gran ventaja no saber idiomas. En cuanto a Gigli, su delicadeza y naturalidad es la de un hombre que utiliza agua de colonia. Es una suerte para él que ahora pueda comparársele a otros tantos cantantes en Youtube, parece que a todos los demás se les viese el conducto por el que expulsan la voz, una especie de ahogamiento, mientras que Gigli...... en fín, para qué malograrlo con comentarios perfumados pudiendo escucharlo directamente. Aquí van dos versiones de la misma pieza, una con orquesta y otra con piano, en esta última el cantante tenía sesenta y un años, lo dice el video. Quédense con él. Un poquito de agua clara fluyendo por nuestras maquiavélicas acequias.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Hablar con las paredes.

Fue S a interesarse por los trámites que había que seguir para matrimoniar con M y en las mismísimas tapias de la rectoría (o juzgado, de esto no fuimos informados) se encontró con la pintada que puede verse en la foto. Le hizo una fotografía y, con gentileza, nos la ha cedido para que sirva de advertencia a los poco imaginativos.
Tuvo suerte de que el casado llevase sólo veinte años ejerciendo, de que, dentro de lo que cabe, fuese un optimista, y que no dejase espacio en la pared para que otros con más experiencia pudieran expresarse (todo lo cual me hace pensar que la pintada, una auténtica promoción del matrimonio, no ha surgido de manera espontánea, sino de un modo intencionado y, acaso, de manos del propio cura –o juez– con parte en el negocio).
Los casados de treinta o cuarenta años que yo conozco, siempre que no estén anunciando compresas para la incontinencia o pegamentos para la dentadura, sólo hacen ya la guerra, sin ganas, y muy de cuando en cuando. Imaginen esa tercera parte de la pintada que falta: "llevo cuarenta años casado, sólo hago la guerra flácida".
Enunciado de esa manera parecería que se acaba el mundo, aunque no hay que asustarse, la mejor parte del matrimonio viene al final. Es algo parecido a esas peleas que se ven en algunas películas, en las que los combatientes exhaustos se golpean y no se hacen daño, acabando tirados en el suelo, o en el bar más cercano, riendo a ratos por haberse quedado sin fuerzas y otros ratos por lo que han aguantado.
En cuanto a S, es un hombre que no se arredra ante las averías. Más bien lo estimulan. Si algún día se casa se divertirá de lo lindo arreglando cosas.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Al pie de la letra.

(Nota del veinte de Noviembre). Ocupaban lados contiguos del cuadrilátero. La mesa. Ella con el libro delante, replegada, aburrida quizá. Él, por el contrario, mostraba una pose de tenor en la parte más exaltada del aria. Atardecía. La ventana transparentaba una luz azulenta tras el visillo. Sobre ellos, la luz del foco.
Atravesé la habitación en dirección al cuarto de baño y de ahí a la cocina. Escuché un par de preguntas y las correspondientes contestaciones dichas de carrerilla, donde se veía en la exactitud de los recitados la falta total de comprensión. Pero él había logrado aprenderse la partitura y procuraba que nos percatásemos de ello. Cada una de sus respuestas iba arropada  por unos "toma ya" lanzados primordialmente contra su madre que habría tenido la osadía de dudar de sus conocimientos ante algún enunciado que le hubiese salido torcido. A mí, sin embargo, me dedicó un "esto está chupao", dandome a entender que él no había venido a este mundo a torear novilladas.
En tal tesitura, su madre, como una de esas máquinas que tienen los tenistas para ensayar golpes difíciles, lanzó otra pregunta:
–El despotismo ilustrado.
Una corriente electrica le recorrió a él la columna vertebral y le alargó el cuello, un efecto que tengo muy estudiado ya que llevo toda mi vida viendo que el cuello de mi hermano reacciona del mismo modo ante las situaciones de alarma. Hizo sonar los pitos con ambas manos, luego puso las palmas en alto en señal de que no le fuésemos a estropear la faena con capotazos extemporáneos y dijo:
–No me lo digáis, que lo sé.
La definición no la tenía disponible y tuvo que echar mano de sus propios conocimientos, alguna palabra más o menos parecida.
–Despotismo es…… cuando tienes un bajón.
Su madre lo focalizó con sus lentes progresivas. Yo sentía verdadera curiosidad. Pregunté:
–¿Y cuando es ilustrado?
Él intuyó el abismo que estaba a punto de abrirse bajo sus pies y comenzó una huida al más puro estilo calamar. Su manera de arrojar tinta es plantear preguntas que sean tan interesantes por lo menos como la que a él le correspondería responder, pero con el tono súbito de un reportero.
Así pues, mientras su madre, con la barbilla clavada casi en el libro, trataba de darle alguna pista, él me hacía a mí las siguientes preguntas:
–¿Cómo se llaman los que no pueden tener hijos? ¿Por qué no pueden tenerlos? ¿Qué les pasa?
Cumpliendo con mis obligaciones de padre y utilizando su propio vocabulario, le he dicho:
–Eso es cuando el aparato reproductor padece despotismo.
Me hubiera gustado dar algunas puntadas a la explicación, el asunto prometía, pero su madre no me ha dejado seguir. Cree que le confundo. Iba a discutírselo, cuando ha intervenido él con un tono de venado en plena berrea.
–Si, mama, lo entiendo, el despotismo es  cuando no te funciona el pene.
Los profesionales de la enseñanza, como es el caso de ella, son muy escépticos sobre la capacidad comprensiva de los alumnos.
Por cierto, yo fui expulsado del aula sin recibir explicación alguna, un paradigma de despotismo que estuvo a punto de ser ilustrado. Cerré la puerta antes de que me lanzaran el libro a la cabeza.

martes, 6 de diciembre de 2011

La ciudad dorada.

Estos días mansos y limpios de finales de otoño, cuando el crepúsculo nos sorprende en nuestros afanes de hormiguitas, librando alguna batalla junto a un reguero o en una hondonada, y despues de que el atardecer haya jugado un rato a dibujar laberintos en el suelo con las largas sombras de los árboles; cuando el crepúsculo manda a sus serenos con las llaves de todos los rincones para que los vayan llenando de oscuridad y cierren las puertas.
A la hora en que el relente vespertino empieza ha dejarse sentir y hemos de ir a ponernos la chaqueta, entonces, el sol, de camino a los veranos del otro hemisferio, invisible ya para nosotros, deja esa llamarada amarilla en lo alto de los cerros.
Por uno de esos secretos pasadizos de que está formada nuestra memoria, hay momentos que tenemos asociados a canciones o a versos. A mí, esta luz de oro viejo con que suelen acabarse  algunas claras tardes de otoño, me hace recordar unos versos de Stevenson.

Aunque largo el camino, y duros sean
el sol y la lluvia, rocío y polvo;
aunque la desesperación y el ansia
a los viejos entierren y a los nuevos
estraguen; al final, seguro, amigos,
hagáis lo que hagáis o donde vayáis,
al cabo de todo, al fin de los fines
veréis asomar la ciudad dorada.

A cuántos aman lo azul y lejano. R. L. Stevenson. (trad. J. Marias).

Es el final del día, y en ese rastro de sol, derramado como un almibar espeso, podemos vislumbrar la ciudad dorada. 

lunes, 5 de diciembre de 2011

¡Qué verde será mi valle!

He echado cuentas con los dedos de la mano y hará de esto ya como treinta años. Entré en el supermercado que aquí llamaban "el comercio de los tontos", en referencia a quienes habían regentado anteriormente ese local cuando era comercio de telas, y con toda la seriedad, un poco impostada, del que teme ser engañado, pregunté:
–¿Están sandías las maduras?
Entonces Tereso, el dueño de la tienda, fingiendo también que era el mismísimo Salomón a punto de dictar sentencia, contestó: 
–Aquí las sandías están sandías y las maduras están maduras.
No sé si con lo de maduras se referiría a su hermana M, de madurez contrastada y allí presente, ya que Tereso era un insinuador nato.
He tenido que echar mano de ese lapsus inocente para quitarle hierro al patinazo de hoy, que no por estar entre conocidos ha sido menos bochornoso.
Cuando quería decir, para justificar lo mucho que ensucian las estufas, que en cuanto echabas tres palos se llenaba todo de polvo, he dicho, sin poder acabar la frase:
–En cuanto echas tres polvos se llena todo de palos.
No sé a qué sátiro irredento le habrán encargado hacer las desconexiones para mi Alzheimer, pero si sigo por este camino me moriré antes de la vergüenza.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Cuestión de estatus.

R tiene la manía de creer que las especies evolucionan de manera favorable, es decir hacia sus propios puntos de vista. Ella cree que la edad debería ir despojando a las criaturas de supercherías adolescentes. El lujo es una de ellas. Las cosas de las que uno ha de servirse, o que han de servirle a uno han de estar despojadas de adornos y, desde luego, no han de adornarnos. ¿Para qué querríamos un azadón con un cascabel? Cuando el criado tiene más joyas que el amo –piensa ella, no así de claro, ni de esta manera, pero para eso estoy yo aquí, para traducirla– es el amo el que acaba esclavizado.
Ateniéndose a estos principios, ella, en materia de coches, es partidaria de las furgonetas. Son útiles, tienen gran capacidad de carga, consumen poco y llevan a cualquier sitio. Los extras y añadidos que llevan los demás coches, para aquellos que no se pasen la vida en la carretera, sirven sólo para que los demás vean lo que poseemos. Dicho en terminos de andar por  casa, para tirarnos el moco.
Le parecía a R que esta doctrina en los últimos años había ido conquistando algún terreno en su propia casa. Cuando había que hacer algún trabajo de verdad, no esas niñerias para las que suelen usarse los coches, todos utilizaban su furgoneta, y después de cada uno de estos servicios la furgoneta ganaba predicamento. Es lógico, pues, que R creyese que cuando los miembros de su familia, sólo los no recalcitrantes, cambiasen de coche, lo hiciesen a favor de su utopía.
Las utopías suelen saltar por los aires con la misma ligereza, cuando menos, que con la que se construyen. Ayer mismo, E le dio la noticia de que, después de una larga semana de incertidumbres y combinaciones, había elegido coche, un Audi tropecientosmil, de segunda mano, pero impecable. Viento en popa que suele decirse.
 En nuestra reunión vespertina E padre nos dió las medidas del vehículo y hasta pudimos verlo en una página de internet donde lo tenían expuesto. R intentó introducir alguna objeción pero había demasiada euforia en el ambiente.
–Demasiado coche–. Decía.
–¿Qué significa demasiado coche?–. Le respondían.
Y ella, que tenía la cabeza llena de líneas rectas, tangentes y secantes sobre todo, guardaba silencio rehuyendo el círculo vicioso.
Luego vinieron S y M e introdujeron en el bombo unos cuantos atenuantes. Que si era un capricho. Que si era una ganga. R pusó alguna pega:
–Cambiar una rueda a ese coche cuesta lo mismo que cambiar las cuatro ruedas de mi furgoneta.
Hubiera podido alargar el expediente con un sinfín de objeciones, pero, puesto ahí el coto, después pudo fingir que estaba convencida. R tiene el estilo de mosca cojonera totalmente dominado, cuando los demas creen que ya le han vendido la moto, saca el rejo y pica, y antes de volver a picar ha de dejar que sus interlocutores confíen otra vez en que han logrado despistarla.
Esta mañana, una mañana diamantina, cuando he recogido a R para ir al campo, apenas ha plantado sus posaderas en el asiento del coche, ha comenzado por presentarme los atenuantes. Un coche de los que ING requisa por impagos que, estando nuevo, valía una tercera parte. Habían preguntado a un amigo mecánico que trabaja en la casa Audi, para que le mirase el pedigrí al coche. Y el coche estaba inmaculado. Ni golpes, ni cosas raras. Un pura sangre.
A medida que enfilábamos  los caminos y la civilización se iba alejando, también ella iba perdiendo las formas encomiásticas y pasaba a las humorísticas. Contaba que S, uña y carne de E, había asistido en directo a las tribulaciones de su amigo. El paso a paso de la búsqueda, el flechazo y el cortejo, pues los síntomas habían sido de puro enamoramiento. Eso si no lo queremos llamar rendición, pues hasta ayer mismo E había sido un furibundo fustigador de esa marca de coches, sin dejar de lado a sus dueños. Su máxima de combate era: "los Audis una mierda, sus dueños unos pijos". Según ha contado S, cuando E ha tomado la decisión de comprárselo, imaginando la cantidad de gente que estaría dispuesta a recordarle sus palabras, ha dicho:
–Ojalá se le olvide a todo el mundo lo que he dicho sobre los Audis.
R se reía imaginándose la escena.
–Con lo grande que es –decía– le va a resultar difícil esconderse.
 Para animarla yo le he dicho:
–Desde luego, no tienen principios. Cualquier día nos dice que ya no es del Atleti. Aunque, claro, todos evolucionamos.
R me ha mirado de arriba a abajo para comprobar si yo era de los suyos o estaba dispuesto también a evolucionar. He levantado las manos del volante en son de paz y he dicho:
–Yo soy furgonetista declarado.
A todo esto ya habíamos llegado al olivar. Hemos tomado posesión de nuestras herramientas y nos hemos ido cada uno por nuestro lado. Ella a quitar chupones, yo a levantar estacas, esas jovenes díscolas que arrastran sus ramas.
Nos tienen enseñado, así lo promocionan, que el campo es un lugar para las expasiones idílicas y donde las criaturas segregan inocencia. Si te has comprado ropa "cásual", botas de treaking, una cachaba como la de Merlín y das un paseo a media tarde, puede que las cosas sean así. Para los usuarios de nuestra especie, me cuesta decir trabajadores pues somos una mezcla un poco rara de esclavos y señores, el campo produce, aparte de los momentos de fuerte impregnación bucólica, un cierto efecto Mr. Hyde que nos convierte en algo semejante a alimañas pensantes. El pensamiento se bestializa, no guarda ninguna regla. Las normas, lo que se considera correcto poder decir, no sirvirían en estos casos ni de servilletas para limpiarse la sangre de todo lo que se transgiede. El mundo civilizado no parece tener aquí jurisdicción, como si la ley secreta que rigiese en estas circustancias fuese: "dí lo que quieras que no te será tenido en cuenta". En otro momento desarrollaré esta teoría, absurda probablemente, como todas las mías, cuya tesis es que esto ocurre porque en el campo no hay paredes, y las palabras, al no tener dónde rebotar, pierden trascendencia.
Bien, pues hoy R, ayudada por la claridad de la mañana, unos azules vertiginosos, y recordando quizá que a su furgoneta le llaman en son de burla "fragoneta", o las veces que le habían dicho "¡ay mama, no seas pesada, ya sabemos lo que piensas!", ha entrado en uno de estos estados Mr. Hyde, que en su caso es el "moscacojonerismo" elevado a la enésima potencia, y no ha dejado títere con cabeza.
Cada vez que nos reuníamos para fumar un cigarro ella tenía en el filo de la espada unas cuantas requisitorias. Eran tan divertidas que ha debido de notárseme el brillo del narrador en los ojos y me ha prohibido que lo cuente porque la dejaría con el culo al aire.
–Yo podría contarlo con mucha sutileza –le he dicho–. Además E, que es el concernido, sabe muy bien de qué va todo esto.
E, sin duda, será de los que mejor entienda el efecto Mister Hyde. Ha estado con nosotros recolectando aceituna y no sólo ha podido contemplarlo, sino que lo ha experimentado. Ha sido testigo de cómo una vez R, su madre, nos recomendó que calentásemos nuestras meriendas en el "frenillo". Algo que nos dejó perplejos, pues no sabíamos cómo hacerlo, aunque en el caso de querer intentarlo acordamos hacerlo cada uno en el nuestro. Es sólo un ejemplo. También a él le divertía mucho definir la relación genética entre su madre y su hermana con la fórmula: "de tal palo tal palitroque", lo cual no quería decir que él no sintiese adoración por el "palitroque". Es sólo otro ejemplo.
En fin, que no podré decir nada de lo del maletero y la bolsita, (para ilusionarla le ponderaban a R el maletero del Audi, operación despiste, y ella pensaba en el tamaño de la bolsita que trae E los fines de semana, "si es como un neceser –decía–, se le va a perder dentro". Eso aparte de que, comparando maleteros, saldría ganando su furgoneta). Tampoco podré decir nada de lo que ha dicho de los caprichos, de cuándo y cómo puede uno permitírselos, siempre que no seamos concejales del ayuntamiento, de los que los fomentan o comprenden (ahí estaban metidos S y M) y de los que esperan en la retaguardia para echar mano del escalafón y comprarse un Jaguar.
De tanto no poder decir, ha sido la propia naturaleza la que ha hablado. Venía R quitando chupones cuando ha visto en el suelo un cartucho al que le había cagado encima una zorra. Me ha llamado a voces para que fuese a fotografiarlo. La imagen encerraba una fábula con mil moralejas. Podía uno imaginarse cualquier cosa, pero lo que más trascendía era el guiño burlesco de la zorra. Yo no le veía concomitancia alguna con lo que habíamos estado hablando, aunque R se empeñaba en ser el cartucho.
–Yo no te veo como cartucho–. Le dije.
–No voy a ser la zorra–. Dijo ella.
–No, tampoco.
–Ni la cagada.
Me quedé pensandolo.
–Menos aún –le dije–. Esto parece una especie de haikú.
Los haikús nacieron como humoradas, chistecitos, algo del estilo:"cáscara de plátano//pisa//costalada", luego han sido colonizados por una mística del instante que escapa dificilmente a la cursilería.
Durante todo el viaje de vuelta he venido pensando en posibles haikús. No han salido más que frasecillas de poco peso. La que más nos ha gustado ha sido esta: "tras el trueno, el credo". Que alude al sonido del disparo y la posterior defecación. Y, referido al asunto del estatus, la frase que R se ha llevado memorizada ha sido la que aquí atribuyen al tio Calrrilla: "peer en botija, para que retumbe".
Parece que hay demasiadas semillas en el excremento para que sea de zorra, aunque por astucia y atrevimiento ella tendría todas las papeletas.