viernes, 23 de diciembre de 2011

La oliva descarriada.

La oliva descarriada, crecida en una abrupta pendiente, o mirando a un cortado, en lugares poco accesibles y por tanto exentos ya de cultivo, siempre tiene aceituna, incluso cuando sus hermanas enclavadas en partes más ricas del mismo olivar, y tratadas con mimo por el agricultor, deciden no fructificar por causas ajenas a su voluntad. Estos árboles con vocación de abismo han sido la admiración de los pintores románticos, que se han hartado de pintarlos, quizá porque sintiesen que reflejaban su propia circustancia vital. El agricultor también los admira, pero por distintos motivos, lo primero por su lección de coraje, la valentía es virtud muy valorada por el agricultor. Esos olivos fructificadores contra viento y marea le parecen individuos superiores y, si tuviera un medio de hacerlo, inocularía ese gen en el resto de sus árboles. Intenta hacerlo, no obstante, mentalmente, pero no como recomiendan psicólogos y pedagogos, con el correspondiente "refuerzo positivo", sino dandoles a entender lo poco que valen. Presumiblemente los olivos de vida regalada son indiferentes a esta clase de mensajes, que sólo sirven de desahogo al campesino que ha de asumir cabizbajo el fuero caprichoso con que se manifiesta la madre naturaleza.
Ahora bien, esos olivos arriscados representan tambien un desafio personal, exhiben su fruto como una manifestación de asilvestramiento. Parecen decirnos: "tengo fruto porque aquí donde estoy encaramado nadie me lo puede quitar, no soy como mis hermanos de allá abajo, esos mansurrones". Ustedes creerán que todo lo que el hombre ha domesticado a su alrededor habrá sido debido a su inteligencia, y seguramente eso habrá influido algo, no voy a ser tan maximalista para negarlo, pero en general la domesticación de animales y plantas es consecuencia de la terquedad del elemento humano en su variante agraría. Este es un gremio recalcitrante en extremo, intelectualmente muy bien dotado para la obstinación y con pronta respuesta a esta clase de desafíos.
No sé qué rango tendré yo dentro de ese gremio, ni si perteneceré a él siquiera, pero mi comportamiento hoy ha sido muy genuino. Nuestra oliva descarriada se encontraba en lo alto de un lindazo defendida, creía ella, por aulagas y jaguarzos, tampoco es que estuviese llena de aceituna, aunque la he visto brillar con aire prepotente y he sentido la llamada de la dificultad, interrumpiendo la rutina recolectora para dirigir mi máquina hacía ella, tan sólo por pundonor, para que aquella engreida no se saliese con la suya. R, que es quien dirige desde el suelo la operación de amarre del tronco, ha visto la maniobra con escepticismo. Ella sólo entiende estos desafíos cuando se encuentra en su huerta, allí, por cuestión de cebolla más o menos, ha exterminado a los topos porque consideraba que la tomaban el pelo; aquí, sin embargo, ante un caso semejante, pone cara de no comprender lo que pretendo. Así son las cosas, en un lado es ultra agricultora, en otro señoritinga.
Cuando la oliva, correspondientemente abrazada por la pinza vibradora y el paraguas, ha recibido las secas y cortas sacudidas de nuestra máquina,  tal y como podía esperarse, se ha resistido a desprenderse del  fruto, algo que no muchas olivas logran hacer, pues no en vano  este modelo de máquina tiene como sobrenombre "la rabiosa". Éste es el punto en el que tenía que intervenir R, y derribar con su vara las aceitunas que habían quedado, con el fin de que el árbol no se saliese con la suya. Ha avanzado, sin mucho ánimo, a cumplir su tarea, hasta que se ha encontrado con las aulagas (planta espinosa) donde he visto que tenía alguna dificultad para levantar el pie y sortearlas. Recientemente R se ha comprado dos pares de pantalones de la misma talla, y mientras unos le quedan holgados, los otros le aprietan. El mundo de las tallas es de lo más caprichoso. Parece ser que llevaba puestos los apretados, aunque, según ha declarado después, lo que le impedía avanzar eran los pinchos de las aulagas. Como estaba ofuscada desde un principio por aquella iniciativa mía de vibrar aquel olivo inhóspito, ha intentado hacer patente su irritación con una violenta patada a la aulaga que le impedía el paso y ha perdido el equilibrio y, aunque ha querido levantarse rapido, he tenido tiempo de bajar del tractor, coger la vara y derribar aquellas aceitunas con relativa facilidad, lo cual le ha enfurecido lo indecible y ha dado ocasión a una pequeña polémica sobre sus capacidades motoras. Ella me decía que si cogía el camino de vuelta al pueblo vería cómo sus pasos eran bien normales, y yo le decía que no, que los pasos de los que huyen siempre son un poco más largos. Una controversia que ella tenía ganada de antemano, ya  que si se le ocurriese huir lo haría dando los pasitos más cortos para que yo no tuviera razón. Supongo que estas animadas disensiones habrán estimulado lo indecible a nuestro olivo montaraz y el  año que viene nos lo pondrá un poco más difícil. Aunque también pudiera ocurrir que a mí el año que viene se me hayan quitado las ganas de domarlo y  quede siendo un rebelde ornamental más.
Todo esto ocurría a la hora de irnos a comer.
 Cuando llevábamos ya un cuarto de hora moviendo las mandibulas y contemplando absortos cómo en una ladera cercana un hombre con un mono azul ponía en funcionamiento los aspersores de riego para ayudar a nacer el cereal (en pleno mes de diciembre), tras algún comentario sobre lo triste que es habitar en un lugar tan árido como este, R ha dicho:
–Me he caído, por si no lo sabes.
–Te he visto –le he dicho–  y he pensado: ¿qué hará esta ahí a cuatro patas?
Tras unos momentos de masticación interrumpida, he oído su voz notablemente irritada:
–Me estaba espilojando, no te jode.
No se imaginen lo peor. Espilojarse es sólo revolcarse.
–Tú verás, –ha dicho, muerta de risa por la ocurrencia– he visto esas aulagas tan hermosas y he dicho: voy a espilojarme   un poco.

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