Es muy difícil no desarrollar un cierto escrúpulo hacia los
agoreros. Aunque los agoreros de aquí tengan una base. Nunca llueve. Nunca. Los
arroyos no corren. Los “maniantales” se secan. Y las aguas de abajo, “dime tú
cómo van a reponerse, si de arriba no cae”. Casi parecen científicos nuestros
agoreros.
Yo entonces recurro a la teoría de las venas de agua.
¿De dónde vendrá esa agua, dicen nuestros agoreros, esa agua
que sale de cien o doscientos metros bajo tierra?
Me aprovecho de su desconcierto ante el misterio y les lanzo un guijarro con la honda entre ceja y ceja, como David a Goliat. Los agoreros toman un porte
gigantesco, descomunal, revestidos de profetas.
Les digo:
—Esa agua del subsuelo es lluvia caída en otro sitio.
—Más vale que sea así, amiguito, más vale que sea así.
Se retiran moviendo la cabeza, como los bueyes uncidos, de un lado a
otro.
Se me retuercen las tripas ante esta canalla incrédula. Que
tenga yo que vender esperanza, sin tenerla.