martes, 30 de agosto de 2011

Vivito y coleando.





Vimos a la hora de comer, en un programa en el que hablaban de pescados, en este caso del bonito, cuál era la técnica para reconocer cuando estaba fresco.
Eso es para nosotros, tal y como aquí llegan los frutos de la mar, como si nos contasen una de esas historias del país de Jauja que se relataban en el medievo, ríos de natillas, árboles que producen pollos asados, en fin ciencia-ficción.
Salía J.M. Arzak y otros dos frente a un puesto de pescado, con un bonito al alcance de la mano. Arzak no podía faltar, no hay guiso vascongado que no lo tenga a él como ingrediente. Supuestamente los otros dos eran los especialistas, pero les ha dejado intervenir de milagro. Una vez agotados los tópicos del ojo y de la agalla, por fin uno de los especialistas, que por fuerza tenía que parecer modesto estando junto a Arzak, ha logrado meter baza. Se ha aproximado al bonito y ha dicho que para saber la calidad y la frescura de una pieza ellos le daban una palmada, lo ha hecho frente a las cámaras. Lo ha cacheteado, los cuatro dedos de la mano juntos, como se hace con un melón o una sandía, o se palmea la grupa de un caballo y en fin, por ese camino, hasta donde se quiera imaginar.
No pudimos dejar de reírnos viendo la maniobra, pensando en las consecuencias siniestras que podría tener una comprobación semejante con los peces que aquí llegan.
Éso fue ayer. Hoy he bajado de mi torre (una habitación en un segundo piso) y R. estaba sacando de una bolsa una rodaja de bonito recién comprada. Nada más ponerla en el plato, la rodaja ha comenzado a mostrar sus habilidades. Tenía una incontrolada tendencia a mimetizarse morfológicamente con todo lo que entraba en contacto con ella. Si intentabas ponerla de canto se doblaba como si quisiese darse una voltereta, y las huellas digitales, más que captarlas, las absorbía.
Nos hemos reído tambien hoy. ¿De qué? Creo que en este caso, concretamente, de la raja de bonito. Y también de nuestro buen conformar, llamémosle así.
R. de nuevo ha mostrado gran clarividencia frente al hecho gastronómico.
–Es mejor no ver esos programas –ha dicho– , porque si no, luego, te parece que estás comiendo otra cosa.
Yo, manejando mis registros más optimistas, he querido dar un nuevo enfoque al asunto. He dicho:
–No servirá para comersela, pero muerta no está. Puede que esté resucitando.
–Esto es la cocina –ha dicho ella– deja esas cosas para tu blog.
Y eso he hecho yo, venir aquí a contarlo.

lunes, 29 de agosto de 2011

Los pulsos refrescando.

El hombre bajaba la cuesta tirando del cuerpo para atrás, evitando una peligrosa aceleración. Portaba alegremente dos garrafillas de plástico, con la vieja etiqueta medio despegada.
Era un hombre con diez años largos de jubilación a la espalda, y la tarea correspondía a esos quehaceres medio inventados con los que se engañan los tiempos muertos. Una operación de relleno, en el doble sentido de la palabra, puesto que acudía a la fuente a recargar las garrafas.
Vestía pantalones de faena, de un azul cobalto algo castigado, la camisa arremangada y una gorrilla de visera que le sombreaba los ojos.
Mostraba esos rasgos terrosos que acaba poniendo la intemperie en los rostros y un cuerpo recio y bien estructurado, sin gibas ni retorcimientos.
Nos saludamos. Dos "buenos días" sin cebo en el anzuelo, como se saluda la gente que no quiere ser interrumpida. Él plantó sus garrafas debajo del caño dorado, con su rebaba de verdín, y se dedicó a contemplar las salpicaduras del agua.
Se hubiera dicho que aquello le distraía completamente, pero aún debía de quedar algún cabo suelto porque al momento se puso a silbar.
No hay fuente que no pida un silbidito, una melodía suave con que hacerle el acompañamiento. Aquel hombre se decantó por lo que en un principio parecía que era la imitación de un pájaro, hasta que percibí que lo que entonaba era ese clásico soniquete con el que se acompañaba a las mulas cuando estaban en el abrevadero, el pilón como se dice aquí. Una serie de "chuis" largos y acompasados, mezclados con otra serie de "chus" vibrantes, rápidos y cortitos. Algo que sonaría aproximadamente así: "chuuuuui...chuuuuui...chuuuuui, chu chu chu chu chuuu", esto repetido una y otra vez.
¿Quién sabe lo que imaginaría? Alguna mula de las nobles y buenas que haya tenido o con la que haya trabajado. Un caballo, tal vez, que haya soñado tener, al que estaría viendo pellizcar el agua con los belfos aterciopelados. Quizá tan sólo animase a sus garrafas a tragar, aunque llevaban ya un buen rato rebosando.
Cuando ha dejado de ver lo que estuviese viendo con aquella fijeza, ha enroscado el tapón y se ha remojado los antebrazos. "Los pulsos refrescando" que hubiera dicho Francisco de Aldana.
Antes de iniciar la marcha de vuelta, cuando ya cargaba con sus garrafas, una en cada mano, se ha encogido de hombros, y poniéndolas un poco por delante, ha dicho:
–Aquí llevo ya dos euros, uno con noventa para ser exactos.
Por mucho que él quisiese atrincherarse, creo que no tenía derecho a dejarme una idea así de aquel momento. De modo que, con mucho tacto, procurando templar la cuerda sin romperla, le he contestado:
–Eso sólo dentro de las garrafas.
El comentario le ha hecho gracia y se lo ha echado al bolsillo, para soltarlo junto a las garrafas y que el agua conserve el murmullo.
De esa manera siempre valdrá algo más que en la tienda.

Mensajes cifrados.




Seguramente será una polilla. Se ha posado en la espiral de uno de estos cuadernos. !Pero es tan bonita! Va vestida como una novia, de seda blanca y con sus ribetes en las alas. Tiene los ojos brillantes y muy negros, el cuerpo estilizado, y mueve con gran inteligencia sus antenas.
Es raro que una polilla se esté ahí parada y no esté dando vueltas alrededor de la luz. No creo que sea un buen síntoma que las polillas, de vida tan efímera y teniendo tanto que ver en este mundo, se le queden mirando a uno de esta forma tan descarada. Ni que uno mire a las polillas de esta manera tampoco.

sábado, 27 de agosto de 2011

Instintos primarios.

(Nota del 5 de Julio). Tenemos el interior de la alambrada de la nave lleno de intrusos. Intrusos que algún día nos hicieron alguna gracia y los dejamos servirse de este refugio. La perdiz, con la prole inmensa de perdigones recién salidos del cascarón corriendo tras ella. Nacieron aquí, y aunque no teníamos el menor interés en molestarles, ella, cada vez que nos encontrábamos, les tenía enseñados a esconderse, a mimetizarse, bien agachaditos e inmóviles junto a la primera hierba o terrón que encontrasen, mientras ella fingía un amplio repertorio de lesiones y melodramáticos desmayos. Resultaban cómicas por excesivas sus llamadas de atención. Quizá tuviera noción de que cada día el público era el mismo y si repetía actuación le iban a pillar el truco. Era graciosísimo verla, un día arrastrando el ala como si le hubiera dado una hemiplejía, otro día unos mareos remilgados, al siguiente cojeaba, otro más se arrojaba de pechos al suelo y con el rojo pico entreabierto fingía que se ahogaba, otro daba un brinco mortal con ronco cacareo como si la hubiesen dejado seca de un disparo. ¡Qué tablas tenía la tía!. Se hubiera dicho que cada noche estudiaba un prontuario de agonías para darle verismo a su muerte al día siguiente. Si aquí tratáramos de otra cosa, cabría preguntarse ya en serio, cómo aprende esto una perdiz, pero, estando tan escasos de conocimiento, tendremos que adobarlo con la fantasía de que entre las perdices se haya extendido la moda de la novela picaresca.
Luego tenemos también un conejo, que debe de ser joven, al que le gusta escuchar conversaciones. Suele aparecer si oye hablar y corretea a pocos metros haciéndose el distraído, rumia algo, se sienta, se rasca una oreja, mueve la otra, en fin, un número cómico también, pero más a lo Buster Keaton. Sale a hacer tertulia y también acude con mucho interés, como un jubilado, si ve que estás haciendo algo, siempre a cuatro o cinco pasos, seguramente pensando que no lo estás haciendo bien, o por lo menos considerando que todas aquellas absurdas herramientas de las que nos rodeamos nos hacen parecer ridículos en nuestros trabajos.
Ahora han empezado los problemas. El conejo ha comenzado a comerse las matas de melones. Hay otra mucha hierba verde o seca de la que podría alimentarse, pero se ve que es afecto a la obra humana y en pro de su propia civilidad acude a la planta cultivada. También podría haber elegido una mata y no roer en todas, ya que, puesto que él se ha criado aquí, podría haber tomado nota de cuál es nuestro comportamiento, que no vamos por ahí mordisqueando inopinadamente la fruta, de flor en flor como suele decirse, sino que la que empezamos la acabamos. Un principio básico en agricultura.
En cuanto a la perdiz, hay sembradas dos matas de calabacín, los primeros frutos han empezado a crecer con esa fruición y vigor tan envidiables, apenas tienen todavía el tamaño de un plátano y ayer mismo ya estaban picoteados. Quizá quiera mostrarnos nuevos registros como actriz.( Otra que tampoco ha aprendido nada). ¿Cómo querrá hacer ella arte dándole picotazos a un calabacín? Aunque los actores tienen todos esa cosa tonta de creer que son más importantes si hacen papeles de malo.
En fin, espero que se cansen de actuar. O por lo menos que noten que yo me he cansado de aplaudir. Los animalitos del campo, cuando dejan de hacernos gracia, son de lo más parecido a los adolescentes humanos. ¡Qué hartura y que ganas de retorcerles el pescuezo!

jueves, 25 de agosto de 2011

Recetas enigmáticas.

Encuentro a R junto al fogón, ensotada en el traje premamá que este verano ha elegido para estar en casa. El traje de estar en casa debería estar prohibido. Siempre tiene algo de carcelario. Y cuando es feo, que es lo más corriente, puede llegar a proporcionarnos largas horas de estupor.
Sobre el aparador, en un escurridor de acero muy brillante, unos espaguetis aguardan enroscados, con su bonito color crema, la hora de incorporarse a la salsa.
En otra olla, enorme para la cantidad de condumio que contiene, puesta al fuego, está la salsa. Salsa de tomate al parecer. Gran motivo de controversia en los últimos tiempos. La última vez que la hizo tampoco le salió. Aunque se atuvo, punto por punto, a mis indicaciones, según dijo cuando yo mostré cierta circunspección frente al plato.
No pude reargüir ante semejante acusación ya que ella tenía todas las pruebas de su parte, que no eran otras que su propia declaración.
La vida debería brindarnos, tal y como ocurre en nuestras casas, donde podemos experimentar algunos episodios de manera reiterada, la oportunidad de la comprobación, para no tener que ser tan crédulos, o tenernos que resignar a lo que nos cuenten sin más.
Ni siquiera he mirado en la olla con intención escrutadora, sino de paso, lo que no quiere decir que cuando he oído que lo que contenía era "salsa de tomate" no haya levantado las antenas hasta donde me ha permitido el techo.
Lo que yo había visto era tomate, ya de color chocolate, frito hasta la extenuación, con un ajo entero, y diría que medio crudo, asomando en la superficie. Pero no debe uno dejarse engañar por lo que está viendo, si tiene la posibilidad de que alguien se lo interprete.
–Le he echado vino como tú me dijiste.– He oído que me decía.
Para tener un documento al que atenerme, he ido a por el libro de recetas y lo he leído. Sofrito de ajo y cebolla picaditos, luego el tomate, sofrito también, sólo desecho, sin desintegrarlo, y por último el vino, luego la cocción.
–Claro, el vino, como yo lo he hecho.
No, no me estaba toreando, como cualquiera podría haber creído, sino que probaba una nueva receta y necesitaba la soledad del laboratorio. Por sutiles indicios he llegado a descubrir lo que se traía entre manos. A un pisto viejo, a punto de la extremaunción, que había en el frigorífico, le había añadido un par de desinfectantes, ajo y vino, y lo había puesto bajo la acción purificadora del fuego. Una manera más científica de encarar la receta.
Es lógico por tanto que, cuando se lleva la investigación a estos extremos, no quieran hacernos partícipes del experimento, e incluso que nos den pistas falsas. ¿Qué ganaríamos sabiéndolo?
Contestaré yo mismo: " inapetencia". Y un cobaya inapetente puede echar por tierra el más logrado de los experimentos.

Cortos de talle.

A los paticortos se les ve más fácilmente que provienen del mono. Acentuar este rasgo no habla mucho en nuestro favor. La regresión no nos procurará la amistad del simio que seguramente nos tratará como a unos desconocidos. Tampoco es una vuelta al paraíso, sino justo al momento anterior, cuando aguardamos a entrar en él y no nos dejan por haber hibridado por nuestra cuenta.
Tendríamos que esperar a Noé para inscribirnos como nueva especie, y acaso no quisiesen clasificarnos como un elemento más puro de la rama humana, en la clase ecoturistas por ejemplo, sino tan sólo en la subclase de los culibajos.
Hay que tener mucho cuidado con las ropas que se pone uno. Las carga el diablo, como bien se sabe.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Pensar el infinito.

(Nota del 7 de agosto). La mañana del domingo viene vestida de quietud a esta plaza y nudo de calles tan transitadas los días de verano. Ese silencio y soledad inusuales me animan a quedarme largo rato asomado a la ventana.
No sé qué obtengo de este vago contemplar, quizá me baste ese amplio espacio vacío, ese resto de existir que queda en los lugares deshabitados. Hoy, además, resonaban las palabras de Fernando Pessoa, leídas ayer en un viejo número de la revista Poesía, casi memorizadas, y que decían así:
"Sin duda en algún otro lugar es donde se pone el sol. Pero hasta desde un cuarto piso abierto a la ciudad podemos pensar el infinito. Un infinito con tiendas debajo, ciertamente, pero con estrellas al fin. Es lo que me sucede en este acabar de tarde, asomado a la alta ventana, insatisfecho del burgués que no soy y triste por el poeta que nunca podré ser."
Bastaba con repetirse ese texto estando allí y uno no necesitaba ni mirar, sino ser el añorante Pessoa que escribió aquello.
Ha roto el hechizo el acre sonido del rodar de un coche. Era la patrulla de la guardia civil, pero no con el ritmo pausado con el que viene haciendo la ronda, con los guardias atravesados en los asientos después de una noche insomnes. El coche marchaba con brío y frente a mi casa ha frenado en seco. Allí ha estado un buen rato dudando. Junto al guardia que lo conducía venía un tipo vestido de paisano con barbas de cuatro días y despechugado. Cabía la posibilidad de que lo llevasen detenido, aunque entonces no iría colocado en aquel asiento. Le hablaba al guardia con desparpajo, como dándole órdenes. Una mano que llevaba fuera de la ventanilla se movía señalando la ruta que tenía que seguir. En el asiento de atrás se amontonaban otros cuatro o cinco hombres que también dejaban oír su voz. Aunque tenían un aspecto bastante desastrado, esa expresión entre canalla y amodorrada que quebranta las muecas de los que han dormido poco, se expresaban con determinación, casi con nerviosismo. Si se hubiera visto asomar el cañón de un fusil por una de las ventanillas podría haberse pensado que se trataba de alguna revuelta popular o que llevaban secuestrado al guardia.
El coche, al final, ha dado marcha atrás y se ha ido por una calle más abajo. Una vuelta bastante absurda, caprichos de ciudadanos con poder, pues al poco tiempo se le ha visto pasar por el fondo de la calle por la que derechamente pretendía ir el guardia.
La escena resultaba bastante extraña y, a ratos, según me venía la inquietud, he ido desgranando eventuales conjeturas para explicarmela.
Así hasta que, a media mañana, ha llegado la voz diáfana de dos mujeres interpelándose en la calle:
–Se lo han encontrado ahí en las vegas de la Fuente Santa.–Ha dicho una de ellas.
Ha sido como aspirar agua helada por la nariz. Una sensación de frío en la tapa de los sesos. Columbrar un cadáver a tanta distancia, con tan escasas palabras de por medio.
Un hombre de cuarenta años se había quitado la vida. Llevaba tres días desaparecido y habían organizado una batida para buscarlo. Se había matado tomando unas pastillas. Ésa era la sucinta explicación de todo. Antes de que los morbosos detalles empiecen a recubrir inevitablemente su cadáver.
Resuenan de nuevo las palabras de Pessoa, algo más afiladas ahora. Pensar el infinito. La muerte tiene unas cuantas papeletas en ese juego. Ella es también quien sostiene el espejo que refleja esa triste certeza de lo que no seremos nunca.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Morir con las botas puestas.

La última campaña antitabaco ha sido feroz. Los estanqueros han de tener mucha sangre fría para manejar con soltura y ofrecer con una sonrisa las condenas a muerte con que vienen adornados los paquetes de tabaco.
Nuestro estanquero lo está llevando muy mal, se aturulla y le inundan profundas zozobras cuando tiene que elegir entre los distintos consejos sanitarios. La imagen de esa boca abierta y amenazante, toda comida de negras podredumbres, que viene estampada en algunos paquetes le desquicia, le pone turulato.
Hace unos días coincidieron en el estanco tres mujeres, cincuentonas, que son las perversas, y un gallo "pilili" de los que se peinan como Cristiano Ronaldo. Las dimensiones del estanco, que está en un local bastante amplio, han sido reducidas a la mínima expresión, seguramente por achicar la carga impositiva, y allí cuatro personas más que verse se respiran. Le tocaba el turno al pollo pera, con su patillita recortada, depilación sumaria, y más tieso que un ajo.
El estanquero eligió lo que menos ofendía a la vista, el dibujo de un cigarro representado con la flacidez alusiva a la consecuencia que sufriría el fumador en su capacidad para empalmarse.
El exhibicionista, nuestro pollo, afiló la pupila y preguntó:
–¿Qué me das?
–Una impotencia–. Le dijo el estanquero, sudoroso, pensando haber elegido lo mejor para él.
–De impotencia nada, a mi dame un cáncer.
A las mujeres les dió la risa y quedaron encantadas con este espíritu de sacrificio. Les hizo tanta gracia que pidieron para sí mismas, muy relajadas, un surtido de impotencias.
El gallo cebollero que no entendió muy bien de qué iba la cosa, abandonó la reunión presumiendo de espolones, creyendo haber dejado a aquellas tres yeguas bravías domadas y satisfechas. Bueno, a ellas tres y al estanquero, una carambola de mucho mérito.
Todo esto me lo contó R., una de las perversas allí presentes.

Ansias de levitar.

(Nota del 27 junio). He sobrepasado mis capacidades digestivas. Llevo días percibiéndolo. Anoche, después de una desagradable conversación sobre enfermedades, en la que salieron a relucir mis desarreglos cardiacos, sin haberlo decidido, lo hice. Me puse a dieta.
Un acto heroico, si se tiene en cuenta que encontré sobre la mesa de la cocina una enorme bolsa de patatas fritas, que yacía allí con provocador descuido.
En la casa no había nadie y eso fue una gran ventaja. Cuando regresó R de dar el paseo con su hermana me encontró mirando el televisor y con dos envases vacíos de yogur delante de mí, en la mesa. Noté cómo le conmovió la escena. Le dio la risa.
–Mira que venía yo deprisa –dijo con cierta musiquilla– para hacer los filetes.
Yo había mutado ya de ogro en asceta, aunque ella no se había dado cuenta.
Puse una cara ambigua.
Ella entró en la cocina y, con alevoso chisporroteo y seductores aromas, se hizo su filete, luego lo devoró delante de mí. Tendría hambre, no lo dudo, pero había también un innegable afán de provocar. Incluso se comió unas crujientes patatas fritas que dice tener prohibidas. Cuando acabó la cena, sintiéndose algo pesada, llegó a la siguiente conclusión:
– Creo que cuando tú no comes, yo como más.
–Bueno, –le dije– eso es porque he estado todo el rato provocandote. Los hambrientos despertamos el apetito.
Me miró a la cara tratando de interpretarme. Espero no haberle dado ninguna pista. Aunque tuve que espantar una mosca que se deleitaba chupeteando el borde del envase de yogur. La muy golosa.

lunes, 15 de agosto de 2011

Pasadizos.

Viene el pájaro a posarse a la reja de la ventana y cuando recoge las alas hace el mismo sonido que cuando se pliega un abanico.
Pájaros vienen pocos aquí, sin embargo los abanicos proliferan en manos de mis contemporáneas con sus fuegos del cambio de edad alumbrándoles la cara.
Da igual de donde venga ese ruido delicado. Construida una metáfora de este estilo, puente entre realidades, uno elige si lo que escucha es dama o pájaro.
Aclararé para las damas, siempre tan suceptibles, que el pájaro era un humilde gorriato.

Gimnasia zen.

(Nota del 20 junio). Ayer hizo ya mucho calor. Una noche escaldada. Desperté con ese abotargamiento de los últimos tiempos, como si hubiésemos dejado de estar en estado sólido y, al sentarnos en la cama, las vísceras diluidas fluyesen dentro de nosotros. Levanté la mano derecha y con una precisión digna de causar asombro localice la bombilla que pende de un cable en medio de la habitación y la giré sobre sí misma dentro del casquillo, para que alumbrase; el interruptor queda demasiado lejos de la cama y me sirvo de este método para encenderla y apagarla.
No soy tan torpe como para no saber que hubiera sido más cómodo poner un interruptor junto a la cabecera de la cama, los tiempos y la involución humana nos inducen a eso, pero yo he preferido desarrollar esta habilidad. Es una especie de gimnasia zen estilizada hasta el límite. He repetido tantas veces esa maniobra que tengo perfecta conciencia de en qué lugar del espacio se halla ese punto. Y es sumamente significativo que a través del mismo penetre la luz.
Siempre que este todo en orden y se haya pagado el recibo, claro. El zen tambien necesita de cierto apoyo logístico.

sábado, 13 de agosto de 2011

Artes de pesca.



(Nota del 28 julio). Han operado a R. de una hernia inguinal. Fue al médico con otro supuesto problema y le descubrieron este. De eso hace tan sólo una semana.
R. sabía lo de su hernia pero el médico de cabecera le había quitado importancia y ella vivía tranquila esperando que su situación empeorase.
Se habla mucho de medicina preventiva, aunque nuestros médicos de cabecera, acaso por secretas consignas internas, para evitar el colapso de los hospitales, o bien por propio convencimiento, que no les guste abortar las enfermedades en sus primeras fases, sino que prefieran marear un poco la perdiz y verlas crecer con ilusión. (Para un médico, yo se lo he escuchado decir, una enfermedad es algo bonito, y hay que comprender que no quieran acabar con ellas en plena juventud).
El médico de digestivo que vio a R., contraviniendo la tolerancia del médico de cabecera, le aconsejó que se operase. Exactamente sus palabras fueron:
–Esta hernia está para operar.
Frase que revela hasta qué punto, en una consulta médica, las enfermedades adquieren protagonismo en detrimento del que las padece.
El médico le explicó el protocolo de la operación. Anestesia epidural, media hora de quirófano, y un mes de recuperación. La operación consistía en fortificar la pared del abdomen con una red que tendría que fundirse con el tejido.
Era nuestra hora del aperitivo nocturno, y el asunto de la operación sorpresa hubo que agotarlo. Imitando la melopea de las tertulias radiadas o televisadas alguno de los presentes intentó deducir que el origen de las hernias era genético, ya que R. era la cuarta en operarse en su familia. A mí me interesó, por deformación profesional, los agricultores estamos obsesionados por el aguante de las cosas, si había diferentes clases de red, más fuertes y más flojas.
–Tu procura que te pongan la más robusta que haya–. Le aconsejé.
Ella lo tomó a broma, pero yo se lo decía muy en serio. Seguí dándole vueltas al asunto.
–Supongo que la red será más fuerte según sea el tamaño de la hernia–. Le dije.
Entonces fue cuando ella, mirando al cenicero en forma de pez que había sobre la mesa, dijo:
–La mía será como ese pececito. Aunque hasta que no me abran no sabremos cómo es.

Quedé deslumbrado por la forma en que aquél pez, tantos años errante por las mesas con el cigarro encima, vino a caer en la red.
Hoy, aún convaleciente, un poco retorcida en la butaca, buscando una postura relajada para sus puntos, y con el cenicero de testigo, le he preguntado ya directamente por el tamaño del pez. Ella, con una sonrisa de superioridad que indicaría que era capaz de contener todo el Océano Atlántico en su tripa, ha dicho que su hernia era, poco más o menos, "como un gallo de ración".
El peligro de estas conversaciones es su deriva surrealista. De hecho, mientras ella explicaba lo mal que lo había pasado en el posoperatorio, yo estaba dudando si ese pez lo capturarían con red o con anzuelo. No lo he dicho, mejor no crear incertidumbres.

viernes, 12 de agosto de 2011

Condimentos.

Ella aportó a la merienda unos suculentos y humildes boquerones en vinagre. En correspondencia a ella le dieron "foie de garbanzos", un puré harinoso con tres o cuatro especias.
Si, amigos, el mundo ha sido colonizado por estrategias verbales de un rango tan pueril que dan ganas de lobotomizarse la región del habla.
Y, para que la impostura alcanzase un efecto totalmente descorazonador, le explicaron la prosapia de la receta. Se la habían dado unos amigos y era, por lo visto, un plato muy "popular" en Marruecos. Sólo que allí no lo habían aprendido los amigos, sino en los campos de refugiados de los saharauis.
Que marroquíes y saharauis coman puré de garbanzos, de acuerdo, pero ¡"foie de garbanzos"!… Eso no puede estar sino en la dieta un tanto desequilibrada del que tiene ya su ego ahíto de tanto merendar planes quinquenales de potajes solidarios.
Pero no nos desviemos de lo importante.
–Con un plato así –le dije– no habrás podido competir.
–¿No? –dice ella– . Mis boquerones se acabaron pronto y el "foie" allí se quedó.
Los grandes cocineros lo repiten a menudo, cuando se cocina con productos frescos no es necesario tanto condimento.

Primeros pasos por la nube incongruente.










(Nota del 14 julio 2010). Tonteo mucho con el ordenador. No hace dos meses que lo tengo y ya me tiene cogido por las orejas. Las cuatro tardes que he subido a esta habitación me las ha ocupado él, como a cualquier bobo. Surge una curiosidad, levantas la tapa y ya no lo cierras, porque él está entrenado para llevarte de un sitio a otro. Esta embriaguez de mariposa es fácil frente a la pantalla iluminada. El pensamiento es algo muy voluble y, en mi caso, la incapacidad para renunciar a los estímulos y señuelos que lo interrumpen es casi patológica. No acabamos de apuntar a una pieza cuando otra se atraviesa en nuestro punto de mira. He oído decir que el curiosísimo rayado de la piel de las cebras ejerce en sus depredadores un semejante efecto de confusión. Se diría que uno caza cuando es capaz de mantener fija la atención sobre un solo elemento. "Cuanto menos piensa uno, --decía A. Schopenhauer-- tanto más lo curiosea todo: el mirar sustituye al pensar".Yo, aún sin internet, he sido proclive a disgregarme. Siempre he achacado esta incapacidad mía al hecho de poseer una desbordante imaginación.
¡Ah, la vanidad humana, siempre con sus indultos e indignas coartadas! Imaginemos a un cojo que alegase que lo es por tener una pierna demasiado larga.

jueves, 11 de agosto de 2011

Obviedades que conviene recordar.

Un músico, pongamos por caso, aun si quiere enterrarnos en su propia angustia, no puede entregarnos la angustia carcelaria que podríamos encontrar en una chatarrería.
El que tiene un lenguaje debe hacernos entender a través de él, comprender que su superioridad consiste en no poder servirse de otra herramienta. Nunca pensar que renunciar al lenguaje por desesperación es lo que mejor puede expresar esa desesperación. La renuncia al lenguaje no es sino falta de talento.

Aceleradores de la realidad.

(Nota del 3 de agosto). La mañana transcurría como cualquier otra, el cielo rabiosamente azul y la calmaza del día haciéndose presente.
Mi vecino ha sacado a la puerta de la casa su silla de hacer preguntas o, en su defecto, observaciones. No eran todavía las once de la mañana. El método seguido es un clásico en cualquier laboratorio. Se crea un reactivo y se le va aplicando a distintos cultivos. La pregunta o la observación nunca es muy comprometida, de manera que el cultivo no experimente reacciones exógenas. Suelen basarse en asuntos muy triviales. Hoy era la climatología, pero relacionándola con un uso muy antiguo: la trilla.
Las fórmulas empleadas eran más o menos estas:
–¿Tú crees que todavía trillaríamos? ¿Quebraría bien la paja?
O bien:
–Buen tiempo para trillar.
A veces estas cuestiones sorprenden a los viandantes. Pero, como este es un pueblo no muy grande, a la gente le gusta quedar bien y siempre contesta algo. Lo que no es fácil.
Para mi vecino esto debe de ser como tomarle el pulso a la pequeña actividad cotidiana. La gente pasa a hacer sus cosas, como va la sangre por las venas, y él comprueba que no hay arritmias, sino un fluir lento, monótono, acompasado.
Sin embargo, a mi vecina M., no le gusta este relativismo, esta morosidad, este abatimiento del pulso, ella prefiere que la vida tenga un ritmo un poco más vivo.
Cuando más se nota esto es, precisamente, en estas matinés en que mi vecino G. saca a la puerta su silla de hacer preguntas, esas preguntas adormecedoras.
Y si es ella, mi vecina, la que pasa por delante, contesta algo, pero con la nariz tapada.
Hoy los hechos se le han presentado a M. con todo el viento en popa para desbaratar la estrategia de mi vecino G.
A lo de la trilla ha contestado con un desabrido:
–Si es por calor, desde luego.
Y ha coronado la cuesta arriba hacia su casa. Pero ha tenido un encuentro fortuito en la calle. Alguien le ha contado algo y, con las mismas que ha ido, ha vuelto.
–Si es por trillar, yo, por mi mala cabeza, sí que trillo. Las pataditas que daré al cabo del día.
Mi vecino ha hecho un gesto magnánimo. Le gusta comprender a todo el mundo.
–Eso se ha dicho siempre. El que no tiene cabeza tiene que tener pies.
M. ha cogido un poquito de distancia y, como haciéndose de nuevas, medio girándose, le ha dicho:
–¿Te has enterado de lo del accidente?
G. no sabía nada del accidente, pero sí que había oído esta mañana unas sirenas.
-Cinco han caído… ahí, en esas curvas de la carretera de Navahermosa.
Mi vecino G. ha querido saber en qué curva, cosa que a M. le ha sacado un poco de quicio.
–¿Entonces, cinco?
–Cinco –ha dicho mi vecina–. Ha sido miedoso…… creo que estaban los cuerpos por un lado y las cabezas por otro.
La imagen era como un cartucho de dinamita que le hubiese estallado a mi vecino G. bajo los pies. Y, claro, se le ha venido abajo aquella construcción suya de armonía y apaciguamiento. El reactivo ha sido tan poderoso que le ha infectado la sangre de taquicardias galopantes.
A partir de ese momento se ha convertido en un activista involuntario de la causa de M.
–¿Te has enterado del accidente?– Preguntaba a todo el que pasaba.
La gente no sabía nada. Entonces él, sin poder librarse de la imagen, la soltaba: "los cuerpos por un lado y las cabezas por otro". Se ha divertido de lo lindo viendo los efectos demoledores del petardo.
Hasta que quienes pasaban han empezado a saber algo y a informarle a él. Parece ser que el accidente había sido en la carretera de Santana, y habría habido un muerto. Sin decapitación.
Cuando ha regresado M. de sus itinerarios, mi vecino G., irónico, recuperado ya del estropicio, le ha dicho:
–¿Qué, has trillado mucho?
Ella, por toda respuesta,ha dado un suspiro, casi melancólico.
Mi vecino entonces ha remachado:
-Pues yo si, yo he hecho una buena parva.

miércoles, 10 de agosto de 2011

De algún modo hay que nacer.

He bautizado este blog con las mismas apreturas y devaneos que tuvo don Quijote para poner nombre a su caballo. Sólo que él empleó en ello únicamente cuatro días.
Yo he estado en trance de dejar a mi jamelgo en la cuadra por no saber cómo llamarle. O, como he visto que había hecho otro de los contritos que están metidos en esta nube, haberle sacado a los caminos con una leyenda que dijera: "no tiene nombre, pero se lo estoy buscando".
Al final, con el alma "desasida" y toda ciencia trascendiendo, ha sido la casualidad, esa cita de J.Pla anotada en la vuelta del papel de plata de un paquete de tabaco que rodaba por la mesa, la que me lo ha regalado. Es un buen título. Ojalá no se nos nuble.