sábado, 13 de agosto de 2011

Artes de pesca.



(Nota del 28 julio). Han operado a R. de una hernia inguinal. Fue al médico con otro supuesto problema y le descubrieron este. De eso hace tan sólo una semana.
R. sabía lo de su hernia pero el médico de cabecera le había quitado importancia y ella vivía tranquila esperando que su situación empeorase.
Se habla mucho de medicina preventiva, aunque nuestros médicos de cabecera, acaso por secretas consignas internas, para evitar el colapso de los hospitales, o bien por propio convencimiento, que no les guste abortar las enfermedades en sus primeras fases, sino que prefieran marear un poco la perdiz y verlas crecer con ilusión. (Para un médico, yo se lo he escuchado decir, una enfermedad es algo bonito, y hay que comprender que no quieran acabar con ellas en plena juventud).
El médico de digestivo que vio a R., contraviniendo la tolerancia del médico de cabecera, le aconsejó que se operase. Exactamente sus palabras fueron:
–Esta hernia está para operar.
Frase que revela hasta qué punto, en una consulta médica, las enfermedades adquieren protagonismo en detrimento del que las padece.
El médico le explicó el protocolo de la operación. Anestesia epidural, media hora de quirófano, y un mes de recuperación. La operación consistía en fortificar la pared del abdomen con una red que tendría que fundirse con el tejido.
Era nuestra hora del aperitivo nocturno, y el asunto de la operación sorpresa hubo que agotarlo. Imitando la melopea de las tertulias radiadas o televisadas alguno de los presentes intentó deducir que el origen de las hernias era genético, ya que R. era la cuarta en operarse en su familia. A mí me interesó, por deformación profesional, los agricultores estamos obsesionados por el aguante de las cosas, si había diferentes clases de red, más fuertes y más flojas.
–Tu procura que te pongan la más robusta que haya–. Le aconsejé.
Ella lo tomó a broma, pero yo se lo decía muy en serio. Seguí dándole vueltas al asunto.
–Supongo que la red será más fuerte según sea el tamaño de la hernia–. Le dije.
Entonces fue cuando ella, mirando al cenicero en forma de pez que había sobre la mesa, dijo:
–La mía será como ese pececito. Aunque hasta que no me abran no sabremos cómo es.

Quedé deslumbrado por la forma en que aquél pez, tantos años errante por las mesas con el cigarro encima, vino a caer en la red.
Hoy, aún convaleciente, un poco retorcida en la butaca, buscando una postura relajada para sus puntos, y con el cenicero de testigo, le he preguntado ya directamente por el tamaño del pez. Ella, con una sonrisa de superioridad que indicaría que era capaz de contener todo el Océano Atlántico en su tripa, ha dicho que su hernia era, poco más o menos, "como un gallo de ración".
El peligro de estas conversaciones es su deriva surrealista. De hecho, mientras ella explicaba lo mal que lo había pasado en el posoperatorio, yo estaba dudando si ese pez lo capturarían con red o con anzuelo. No lo he dicho, mejor no crear incertidumbres.

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