sábado, 6 de enero de 2018

Reyes Magos.

Dejé de creer en los Reyes Magos a los siete años, cuando descubrí que su caligrafía era exactamente idéntica a la letra de mi hermano. Los Reyes ese año dejaron dentro de mis baqueteados zapatos una nota escrita que explicaba que los Reyes no me traían ningún regalo por haberle dicho lo de la “lengua” a Trujillo.
Explicaré lo mas brevemente que pueda este asunto de la “lengua”. Por lo visto a lo largo de mi tierna infancia yo tenía una inusitada capacidad para quedarme absorto. Oyendo una conversación, mirando una cara, observando un objeto, sufría profundos accesos de autohipnosis. En mi casa eran muy críticos con mis embobamientos, sobre todo por la cara que se me quedaba cuando mis abstracciones alcanzaban el éxtasis. En esos momentos me quedaba con la boca abierta y la lengua fuera. En mi casa debieron utilizar todas las tácticas pedagógicas que tenían a mano para extirpar de mi rostro ese feo gesto de alelado. Las burlas más o menos hirientes no debieron servir para corregirme, incluso el cachete sorpresa, que hacía que me mordiese la lengua, resultó poco efectivo, aún conservo la lengua. Entonces mi madre, educadora de inagotables recursos, probó la técnica del efecto espejo. Cada vez que veía mi expresión de cordero degollado repetía la misma frase: “miradle, igual que Trujillo, con la lengua fuera”. Este Trujillo era un conocido nuestro, casi vecino, que tenía muy marcado el vicio de escuchar con la boca abierta y la lengua fuera. La intención de mi madre era que yo percibiese la expresión de mi cara en la fea mueca del tal Trujillo y me enmendase. Por la época a la que me refiero cada pueblo solía tener unos cuantos personajes risibles, dementes seniles, tontos de baba, borrachines, algún tullido bravucón y malhumorado, gentes en general muy creativas, y sin miedo al ridículo, que animaban las calles sin necesidad de que los ayuntamientos invirtiesen en soporíferos programas culturales. Para que el efecto espejo funcionase bien  solía elegirse a uno de estos personajes marginales un tanto llamativos como elemento de referencia. No sé por qué mi madre decidió cotejarme con Trujillo para reconvertir mi expresión de pasmado. Trujillo no era uno de estos estrafalarios, era una persona del montón, un vecino perfectamente normal. En aquel momento Trujillo debía de tener unos cincuenta años. Funcionario del ayuntamiento. Medio calvo y con el pelo del cogote y las sienes muy blanco. Dientes grandes y algo separados que le amarilleaban del tabaco. Voz aguardentosa. Los cañones de la barba algo crecidos. Estaba casado y no tenía hijos y por tanto, supongo yo, estaría bien predispuesto para tratar con niños.
Debí de escuchar cientos de veces la comparación de mi madre hasta que encontré el momento propicio para hacerle saber a Trujillo aquella característica que nos asemejaba. Aún lo recuerdo parado a mi lado, en la calle que sube de la carretera a la plaza del Rollo, a la puerta de la droguería de Pedro. Mi hermano, tres años mayor que yo, venía conmigo. Era un día de invierno cercano a las navidades. Una luz grisácea, un poco turbia, nos envolvía a los tres. Del escaparate de la droguería salía un poco de luz amarilla. Las piedras humedecidas de la calle brillaban.  Debía de hacer frío porque los tres llevábamos abrigo. Ellos dos abrochado, yo abierto, me estaba pequeño, yo era el segundo de mi casa y reciclaba la ropa que se le quedaba pequeña a mi hermano y como también era el último varón el aprovechamiento de estos recursos indumentarios era exhaustivo. “Trujillo, a que no sabes por qué dicen en mi casa que me parezco a ti”. Trujillo expectante, la lengua caída sobre el labio, medio sonriente, esperando alguna salida graciosa. “No rico, no lo sé”. “Pues porque cuando me quedo embobado saco la lengua como tú”. Trujillo se quedó petrificado y mi hermano seco. Durante unos segundos la niebla se adensó a nuestro alrededor. Tal vez fuese el humo de la estufa de la taberna del tío Cauto, cuyo tubo asomaba por una ventana unos metros más abajo de dónde se había producido la petrificación. Ni Trujillo ni mi hermano dijeron una palabra. Mi hermano, avergonzado, echó a andar la cuesta arriba a paso rápido. Yo le seguí con una carrerita, el empedrado de la cuesta estaba resbaloso y tardé en ponerme a su altura. Creía que todo marchaba bien hasta que mi hermano dijo: “Verás cuando lleguemos a casa”. Y a partir de ese momento me hizo caminar delante de él  dándome empujoncitos en la espalda para que no me retrasase. No sé si esta indiscreción me costó algún zapatillazo sorpresa o dado al desgaire, pero desde luego sé que no hubo recriminaciones destempladas, ni escenas de otra clase, como las acostumbradas persecuciones de las que solía librarme trepando a un robusto almendro que había en el corral. Hubo alrededor de este suceso un raro acorchamiento o congelación ambiental, una falta de ruido externo bastante preocupante. No volvió a mencionarse el asunto hasta que apareció la nota  la mañana de Reyes. Escrita a bolígrafo en la hoja de una de las libretas donde mi madre anotaba las medidas de los jerseys que confeccionaba. No esperaba gran cosa de los Reyes. Yo pedía un balón de badana, o un arco con flechas de verdad y ellos dejaban lápices, bolígrafos, un plumier, una cartera. Comparado con estas cosas la nota resultó un regalo maravilloso. La decepción del primer momento al ver la hoja pelada metida en el zapato  se transformó en una oleada de satisfacción en cuanto descubrí el complot. He imaginado muchas veces a mi madre ideando aquella estratagema. A mi hermano y a ella, metidos en la habitación de la troje, donde ella tejía, elaborando la nota como dos conspiradores. Mi madre dictando detrás de la tricotosa, y mi hermano copiando en un rinconcito de la mesa siempre colmada de ovillos y bolsas de lana.
Mi madre debió de creer que la letra de mi hermano me despistaría. Pero la descubrí al primer golpe de vista. Y lo proclamé a los cuatro vientos: “eso no lo han escrito los Reyes, es la letra de N. (mi hermano)”. Les rebocé mi descubrimiento añadiendo todos los registros mímicos e insidiosas onomatopeyas que había aprendido de mis compañeros de escuela, tan dotados para la mueca como cualquier otra manada de monos. Mi cara de memo les hizo confiar demasiado. Ni siquiera se molestaron en escribir su mensaje con mayúsculas. Viéndome en estado de perplejidad seguramente era más fácil deducir que estaba ensayando un ictus y no que tuviese la cabeza ocupada en alguna observación meticulosa. Los primorosos cuadernos de mi hermano los tenía muy observados.
Para mí fue una gran victoria descubrir aquel camelo. No tengo datos fidedignos pero creo que la nota me ayudó bastante a perder mi gesto de bobo. Los grandes educadores, al estilo de mi madre, son como los grandes goleadores, marcan incluso cuando rematan torcido.

Por tanto, no creo en los Reyes Magos, ni en el efecto beneficioso de la manera boba, que a los mayores tanto les agrada ver, en que creen los niños. Eso que los mayores llaman ilusión y en el fondo es la constatación de que las pobres criaturas son tan manipulables como un votante nacionalista. Pero en el fondo creo en los Reyes, porque acaban trayendo su verdadero regalo, el del descreimiento, una herramienta definitiva para combatir la infelicidad durante el resto de la vida. Y sí, también, cómo no, esa ternura retrospectiva que produce imaginar  la ilusión que sienten los padres al creer que son los Reyes.