Dejé de creer en los Reyes Magos a los siete años, cuando
descubrí que su caligrafía era exactamente idéntica a la letra de mi hermano.
Los Reyes ese año dejaron dentro de mis baqueteados zapatos una nota escrita
que explicaba que los Reyes no me traían ningún regalo por haberle dicho lo de
la “lengua” a Trujillo.
Explicaré lo mas brevemente que pueda este asunto de la
“lengua”. Por lo visto a lo largo de mi tierna infancia yo tenía una inusitada capacidad
para quedarme absorto. Oyendo una conversación, mirando una cara, observando un
objeto, sufría profundos accesos de autohipnosis. En mi casa eran muy críticos
con mis embobamientos, sobre todo por la cara que se me quedaba cuando mis
abstracciones alcanzaban el éxtasis. En esos momentos me quedaba con la boca
abierta y la lengua fuera. En mi casa debieron utilizar todas las tácticas
pedagógicas que tenían a mano para extirpar de mi rostro ese feo gesto de
alelado. Las burlas más o menos hirientes no debieron servir para corregirme,
incluso el cachete sorpresa, que hacía que me mordiese la lengua, resultó poco
efectivo, aún conservo la lengua. Entonces mi madre, educadora de inagotables
recursos, probó la técnica del efecto espejo. Cada vez que veía mi expresión de
cordero degollado repetía la misma frase: “miradle, igual que Trujillo, con la
lengua fuera”. Este Trujillo era un conocido nuestro, casi vecino, que tenía
muy marcado el vicio de escuchar con la boca abierta y la lengua fuera. La
intención de mi madre era que yo percibiese la expresión de mi cara en la fea
mueca del tal Trujillo y me enmendase. Por la época a la que me refiero cada
pueblo solía tener unos cuantos personajes risibles, dementes seniles, tontos
de baba, borrachines, algún tullido bravucón y malhumorado, gentes en general
muy creativas, y sin miedo al ridículo, que animaban las calles sin necesidad de
que los ayuntamientos invirtiesen en soporíferos programas culturales. Para que
el efecto espejo funcionase bien solía
elegirse a uno de estos personajes marginales un tanto llamativos como elemento
de referencia. No sé por qué mi madre decidió cotejarme con Trujillo para
reconvertir mi expresión de pasmado. Trujillo no era uno de estos
estrafalarios, era una persona del montón, un vecino perfectamente normal. En
aquel momento Trujillo debía de tener unos cincuenta años. Funcionario del
ayuntamiento. Medio calvo y con el pelo del cogote y las sienes muy blanco.
Dientes grandes y algo separados que le amarilleaban del tabaco. Voz
aguardentosa. Los cañones de la barba algo crecidos. Estaba casado y no tenía
hijos y por tanto, supongo yo, estaría bien predispuesto para tratar con niños.
Debí de escuchar cientos de veces la comparación de mi madre
hasta que encontré el momento propicio para hacerle saber a Trujillo aquella característica
que nos asemejaba. Aún lo recuerdo parado a mi lado, en la calle que sube de la
carretera a la plaza del Rollo, a la puerta de la droguería de Pedro. Mi
hermano, tres años mayor que yo, venía conmigo. Era un día de invierno cercano
a las navidades. Una luz grisácea, un poco turbia, nos envolvía a los tres. Del
escaparate de la droguería salía un poco de luz amarilla. Las piedras
humedecidas de la calle brillaban. Debía
de hacer frío porque los tres llevábamos abrigo. Ellos dos abrochado, yo abierto,
me estaba pequeño, yo era el segundo de mi casa y reciclaba la ropa que se le
quedaba pequeña a mi hermano y como también era el último varón el
aprovechamiento de estos recursos indumentarios era exhaustivo. “Trujillo, a
que no sabes por qué dicen en mi casa que me parezco a ti”. Trujillo
expectante, la lengua caída sobre el labio, medio sonriente, esperando alguna
salida graciosa. “No rico, no lo sé”. “Pues porque cuando me quedo embobado
saco la lengua como tú”. Trujillo se quedó petrificado y mi hermano seco.
Durante unos segundos la niebla se adensó a nuestro alrededor. Tal vez fuese el
humo de la estufa de la taberna del tío Cauto, cuyo tubo asomaba por una
ventana unos metros más abajo de dónde se había producido la petrificación. Ni
Trujillo ni mi hermano dijeron una palabra. Mi hermano, avergonzado, echó a
andar la cuesta arriba a paso rápido. Yo le seguí con una carrerita, el
empedrado de la cuesta estaba resbaloso y tardé en ponerme a su altura. Creía
que todo marchaba bien hasta que mi hermano dijo: “Verás cuando lleguemos a
casa”. Y a partir de ese momento me hizo caminar delante de él dándome empujoncitos en la espalda para que no
me retrasase. No sé si esta indiscreción me costó algún zapatillazo sorpresa o
dado al desgaire, pero desde luego sé que no hubo recriminaciones destempladas,
ni escenas de otra clase, como las acostumbradas persecuciones de las que solía
librarme trepando a un robusto almendro que había en el corral. Hubo alrededor
de este suceso un raro acorchamiento o congelación ambiental, una falta de
ruido externo bastante preocupante. No volvió a mencionarse el asunto hasta que
apareció la nota la mañana de Reyes. Escrita
a bolígrafo en la hoja de una de las libretas donde mi madre anotaba las
medidas de los jerseys que confeccionaba. No esperaba gran cosa de los Reyes.
Yo pedía un balón de badana, o un arco con flechas de verdad y ellos dejaban
lápices, bolígrafos, un plumier, una cartera. Comparado con estas cosas la nota
resultó un regalo maravilloso. La decepción del primer momento al ver la hoja
pelada metida en el zapato se transformó
en una oleada de satisfacción en cuanto descubrí el complot. He imaginado
muchas veces a mi madre ideando aquella estratagema. A mi hermano y a ella,
metidos en la habitación de la troje, donde ella tejía, elaborando la nota como
dos conspiradores. Mi madre dictando detrás de la tricotosa, y mi hermano
copiando en un rinconcito de la mesa siempre colmada de ovillos y bolsas de
lana.
Mi madre debió de creer que la letra de mi hermano me
despistaría. Pero la descubrí al primer golpe de vista. Y lo proclamé a los
cuatro vientos: “eso no lo han escrito los Reyes, es la letra de N. (mi
hermano)”. Les rebocé mi descubrimiento añadiendo todos los registros mímicos e
insidiosas onomatopeyas que había aprendido de mis compañeros de escuela, tan
dotados para la mueca como cualquier otra manada de monos. Mi cara de memo les
hizo confiar demasiado. Ni siquiera se molestaron en escribir su mensaje con
mayúsculas. Viéndome en estado de perplejidad seguramente era más fácil deducir
que estaba ensayando un ictus y no que tuviese la cabeza ocupada en alguna
observación meticulosa. Los primorosos cuadernos de mi hermano los tenía muy
observados.
Para mí fue una gran victoria descubrir aquel camelo. No
tengo datos fidedignos pero creo que la nota me ayudó bastante a perder mi gesto
de bobo. Los grandes educadores, al estilo de mi madre, son como los grandes
goleadores, marcan incluso cuando rematan torcido.
Por tanto, no creo en los Reyes Magos, ni en el efecto
beneficioso de la manera boba, que a los mayores tanto les agrada ver, en que
creen los niños. Eso que los mayores llaman ilusión y en el fondo es la
constatación de que las pobres criaturas son tan manipulables como un votante
nacionalista. Pero en el fondo creo en los Reyes, porque acaban trayendo su
verdadero regalo, el del descreimiento, una herramienta definitiva para
combatir la infelicidad durante el resto de la vida. Y sí, también, cómo no,
esa ternura retrospectiva que produce imaginar
la ilusión que sienten los padres al creer que son los Reyes.