lunes, 31 de octubre de 2011

DONDE LA VISTA NO ALCANZA. (Melodías del Japón, de C. Saint Saëns).


Es otoño. Aunque de ello hayamos recibido tan pocos indicios. Era nuestro primer día gris de verdad. Anoche llovió un poco. Nueve litros. Apenas un esbozo. Hay grietas en la tierra de un palmo. Esas heridas que sólo sabe cerrar el agua. Los olivos muestran ese cansancio marchito de los sedientos. Habíamos ido a quitar chupones a los Valerios, un olivar que cubre el espaldar de una loma. Un alto muy estratégico como lo demuestra que en la guerra haya habido allí un nido de ametralladoras. Bien puede decirse que desde ese lugar se columbra hasta donde no alcanza la vista, o hasta donde el horizonte, exasperado, se disgrega. ¡Cuánta hermosura! Si se mira cerca, los olivares se desparraman o trepan por las cuestas como  bosquecillos trazados con regla; un paisaje hecho de retales, con esos verdes apagados en los que alcanzan mucha densidad  las sombras y donde la luz es un espolvoreo de ceniza sobre la cresta de los árboles. Mirando a lo lejos, las manchas imprecisas de la tierra roja y los rastrojos color marfil, contrapunteados por las negras encinas, todo envuelto por el brumoso azul venido hasta allí desde algún mar lejano.
Los trabajos del campo, tan mal reputados, tienen en días así un deje aristocrático. Quitar chupones (con idéntico mal gusto lo llaman aquí "esmamonar") es un trabajo que ennoblece. Si me lo oyeran decir mis coterráneos pensarían que he perdido la cabeza. Pero, ¿qué más puede pedir un hombre pleno de facultades que recorrer los olivares con la destraleja en la mano e ir de árbol en árbol y, doblando la espalda ante ellos, limpiarles el pie de retoños, espinos o cardos? Nada ennoblece tanto como inclinarse ante un olivo. Ningún señor de la tierra se merece mejor que ellos ese agasajo.
Esa era nuestra faena aquella mañana. Íbamos deprisa porque los olivos tenían muy pocos chupones. Iríamos, como siempre, hablando de algo, no recuerdo qué, probablemente del pobre aspecto de aquellos árboles, o de la consunción del fruto, que pintaba ya como maduro estando solo asfixiado.
Ese olivar es largo y estrecho, y a medida que avanzábamos traíamos con nosotros el coche para que el tabaco o el agua no se nos quedasen muy atrás. En uno de estos avances en la radio del coche, en la emisora de Radio Clásica, anunciaban las "Melodías del Japón" de Camile Saint Saëns. R y yo tenemos cada uno nuestros auriculares con radio incorporada para los días de ruido, para no quedar aturdidos cuando trabajamos con las motosierras o con las máquinas. A esos auriculares y a Radio Clásica les debo muy buenos ratos, montones de audiciones musicales surgidas como un milagro que han convertido trabajos rutinarios en momentos tan emocionantes que no podré olvidarlos.
Hoy ha habido uno de esos momentos.
Le he dado a R sus cascos y yo con los míos, atrapados por la añoranza que desprende esa música, hemos ido haciendo nuestro trabajo entre aquellas largas hileras de olivos en tal estado que, como suele decirse, nos hubieran apuñalado y no hubiéramos derramado una gota de sangre. Quizá no sea una gran música para los entendidos, puesto que cuando reseñan a este compositor muchas veces ni siquiera la mencionan. Nosotros, sin embargo, perfectos profanos y seres elementales a un tiempo no hemos necesitado entendimiento para entenderla. La sensación que uno tenía era la de que el corazón  ocupaba menos espacio en el pecho y  que la vista alcanzaba más allá de donde podía mirarse. Lo que añoramos suele estar siempre tan lejos. Una música que, además, parecía hecha exprofeso para enredarse como una niebla en aquel paisaje.
Algo de esto le habré contado a R, y ella a mí algo parecido entremezclado con muchas onomatopeyas y algún que otro suspiro. Y, la verdad, para explicarlo bien había que suspirar un poco.
A las doce y media teníamos el olivar en el bote. Al aristocrático modo, sea lo que fuere lo que seamos.

Me ha dado mucha alegría encontrar el video con esta música. Hemos tenido suerte. Estaba recién publicado. Para hacerse una idea de las lejanías que pueden contemplarse, basta con colocarse unos auriculares y mirar dentro de estas fotos, si no vieseis el Japón algún conducto interior estará atascado. Nada que no arregle una buena lavativa. Agua levemente salada, la materia de la que están las lágrimas.

viernes, 28 de octubre de 2011

Vientos contrarios.

El aire a veces viene para traer la lluvia. Es como un pregonero haciendo sonar el cuerno para que la gente salga de sus casas a recibir a esa bella dama. Forma un pequeño alboroto. Bulle y danza. Agita los árboles. Arroja al suelo unas hojas secas y las lleva por las calles haciendo ruidos que recuerdan el crepitar del fuego. Pero en cuanto la bella dama posa su pie desnudo en la tierra, ese viento se calla, se echa a un lado, o apostado en un alto se contenta con mirar cómo ella pasa acariciando el paisaje con la punta de sus dedos. Una dulce sombra que esboza la trama de una tapiz hecho con hilos de agua.
Por desgracia, el viento que nos ha tocado en suerte para traer a su grupa a esta lluvia que nos anunciaban, no ha sido uno de estos vientos galantes que se sacan el sombrero y dicen: "pase usted". Ha sido un viento engreído y exhibicionista, de los que en cuanto atisban que unas mínimas gotas de lluvia podrían restarles protagonismo redoblan sus furiosos soplidos para quitarlas de delante.
Tengo una honda devoción pagana por la lluvia. Considero como una de mis obligaciones irrenunciables (tras uno de estos agónicos periodos de sequía) recibir la bendita agua con el recogimiento y la unción que se merece. Llevo, por tanto, más de diez horas con la pupila alerta esperando que caiga la primera gota y, durante esas mismas diez horas, no he visto otra cosa que ese viento majadero festejando sus propias fanfarronadas. Sus alardes de macarra arremangado, todo cuajado de músculos, pateando los contenedores de la basura, centrifugando las paredes de las casas, embistiendo a los árboles con secos puñetazos, haciendo espirales en los aleros por si pudiera arrancar de cuajo algún canalón. ¡Qué matonismo tan absurdo!
Al final, ya bien entrada la noche, al descuido de la fatiga de ese viento con actitudes de simio, la lluvia primeriza ha venido. Con levedad. De puntillas. Un velo de tímidas burbujitas que flotaban. Tendría miedo de que su guardián despertase. He sacado una mano por la reja de la ventana, dándole a entender que yo podría defenderla. Seguramente no lo habrá creído, aunque le habrá gustado verme tan entregado. El caso es que ha estado lloviendo un buen rato. No sé cuánto, en momentos así uno no anda poniendo el cronómetro.
Por salvaguardar el honor, he de decir que la lluvia no ha cesado por cansancio o por capricho, sino porque el huracán ha abierto de nuevo el ojo y se la ha llevado en dos soplos.
La vocación de los raptores es que sus criaturas no sean de este mundo, que nadie las vea, pues bien, cuando él se la llevaba yo le he hecho una fotografía al trasluz de una farola. No es una gran defensa, pero menos es nada.

viernes, 21 de octubre de 2011

Nueva teoría de las antenas. (Una invocación a la lluvia).

Cuando la sequía, o el no llover, o estos aciagos e interminables veranos dan en hincarnos el diente, en cada pueblo nace una superstición, se mira para todos lados buscando algún culpable.
Casi siempre  la Iglesia y el Santo Local, y, claro está, los curas, nuestros hechiceros, se sienten obligados a hacer algo. Este modo de actuar no es una cosa reciente ni de ninguna cultura concreta. James G. Frazer, en su libro La rama dorada, recoge usos mágicos para propiciar la lluvia extendidos por tribus y pueblos de los cinco continentes.
Usos como aquel que recoge la copla: "No he visto gente más bruta//que la gente de Alcocer//que echaron el Santo al agua//porque no quería llover" no son infrecuentes, ni se deben a brutalidad alguna, sino que es un procedimiento mágico muy "racional". Se le da una aguadilla al santo para ponerle en contacto con aquello que queremos que nos traiga. Una manera de mostrarle el camino, de inspirarle.
Si bien éste sería un remedio drástico, para situaciones terminales. Antes de llegar a estos extremos lo más corriente es buscar alteraciones en las costumbres o en elementos del paisaje que hubieran podido traer el mal fario.
Como en materia de costumbres los cataclismos han sido incesantes (como si a propósito todos los días pasásemos por encima de ellas -las costumbres- una apisonadora) y el hombre tiene tendencia a buscar la pieza fácil, o por lo menos no pelear con lo irremediable, en nuestro caso, como puede verse por la fotografía, no ha habido que pensar mucho para encontrar al posible causante.

Desde tiempo inmemorial, es decir, cinco siglos, ha habido en la sierra que domina el pueblo una ermita. Una construcción discreta, más fea vista de cerca que de lejos. Las sucesivas reformas la han ido estropeando, e incluso le han hecho caer en contradicción, ya que estando dedicada a un santo (San Sebastián), luce en el frontal otro distinto, uno de esos espantosos Sagrados Corazones, con sus siglas JSH estampadas debajo, rémora de la propaganda de posguerra, y con los brazos en esa posición dudosa que no se sabe si es un signo de bondadoso ofrecimiento o una versión cáustica del toro de Osborne, lanzando el mensaje subliminal: "¡quietos que os empitono!".
En los años setenta colocaron al lado una antena. Lo que indica que la ermita estaba en un buen sitio para enviar ondas, en su caso celestiales.
Un elemento tan rimbombante plantado en un sitio tan "emblemático" hizo crecer rápidamente la superstición de que aquella antena espantaba el agua, la lluvia, nuestro sustento.
La superstición nace para tapar algo que no acaba de entenderse. Pero es un hecho que, cuando va a llover aquí, las nubes se prenden a ese cerro, y una torreta con esas características siempre será una molestia. No hay que ser nube para intuirlo.
La superstición es una creencia y, como tal, más vale no meterse en líos queriéndola explicar, aunque siempre hay alguien dispuesto a saber más que otro y arriesgarse a decir lo que se le pase por la imaginación (yo, como verán, soy también de ese gremio). Entre estos, la idea más propagada es que las antenas emitirían unas misteriosas señales que desintegrarían las nubes o les harían huir. Como se ve es una explicación muy poco dañina, ya que decir que las señales son misteriosas es no explicar nada.
Yo tiendo a creer que, en el fondo, ese descontento que atribuimos a las nubes, es la proyección de nuestro propio desagrado, provocado por la sugestión de que la nube fuésemos nosotros mismos.
Si bien, puestos a imaginar (cosa que facilita bastante la contemplación de la fotografía), el que verdaderamente parece estar preocupado es el Santo, el único habitante permanente del montículo. La presencia tan cercana de las torres le ha cambiado el gesto. Si antes se le veía un cierto ademán magnánimo dirigido enteramente a redimirnos y a tenernos al corriente, por telepatía, de las consignas de Dios Padre, ahora parece estar mostrándonos toda esa chatarra e indicándonos airadamente que le despejemos el solar. Quizá yo esté más capacitado para interpretarlo, puesto que ese es el mismo gesto que tengo que hacer todos los años cuando el ayuntamiento amontona a mis puertas toda esa cochambre que gustan de llamar Ferial. Por menos de nada, a Él también lo acusarán de ser un vecino quejica que no entiende los nuevos tiempos.
Creo pues, y aquí viene lo novedoso de mi teoría, que si las nubes huyen espantadas no es únicamente por las antenas, sino porque mal interpretan el aire de queja que exhibe el Santo, e incluso puede que allí arriba se oigan destempladas voces en baja frecuencia que no perciba el oído humano. Las nubes tienen algo de tropel de borregos y estos aspavientos y conflictos les harían salir en desbandada.
Conociendo la capacidad que tienen los nuevos tiempos para atropellarlo todo nadie va a remediar que las antenas sean cada vez más grandes, más prolijas, más abundantes. Incluso si se demostrase que nos falta el agua por su causa, feneceríamos gustosos a sus pies hablando con nuestros móviles, narrando en directo (así son los héroes de los nuevos tiempos) los síntomas de nuestra deshidratación.
Por tanto, por probar un remedio, y por si mi teoría tuviese algún fundamento, si es que quisiésemos acabar con la sequía, que también sobre esto hay muchas dudas entre nuestros contemporáneos, sugiero que deberíamos alterar la postura del Santo, colocar en la peana la imagen de un hombre sentado, distraído, y hasta fumándose un cigarrito. Un santo que pareciese un pastor apacentando ganado, aunque alguno lo confundiese  con el dueño de una chatarrería.

martes, 18 de octubre de 2011

De piscinas y máquinas simples.

En el patio de R la piscina empieza a ser un tema bastante controvertido. A ella, por la manera de sentarse, de medio lado y apoyando el mentón en la palma de la mano, empieza a notársele un punto de resentimiento por el retraso de las obras. Los constructores, más bien los promotores de obras, siempre tienen esa manía de que alguien conspira contra ellos. Eso ya desde el antiguo Egipto, o al menos en las versiones cinematográficas que nos han llegado, donde a cada instante los capataces pedían que se incrementase el número de latigazos para los remolones.
R es un ser civilizado a medias, y emplea el látigo en forma de bufiditos y carraspeos insidiosos. Es lo que se ve por fuera. Por dentro, sus demonios estarán repartiendo severas azotainas y algún que otro pinchotazo con sus tridentes bien afilados.
El problema es que la piscina la está haciendo su hermano, ya jubilado, que ha desarrollado toda su vida profesional en Bilbao, y toda esa fama que tienen de sólidos y exagerados los de esa provincia la está poniendo él aquí en práctica. Es como si en vez de estarle haciendo una piscina hubiese venido a escenificar un chiste de esos que se cuentan de bilbaínos.
Al estanque, que es como ahora lo llama R, buscando el equilibrio entre lo rústico (alberca) y lo finolis (piscina), le han crecido unos muros tan poderosamente energuménicos que, más que almacenar el agua por las buenas, parecería que quieren disuadirla de cualquier intento de fuga. Esto, haciendo un símil, vendría a ser el Alcatraz de las piscinas.
Para que no se crea que exagero, cuando A, el hermano, hizo el cálculo del hierro que necesitaba para el forjado pidió ya el doble de lo que requería la obra, doscientas barras, y le prepararon cuatrocientas, las mismas que él se trajo de Bilbao. Y, por la sencilla razón de que ya han hecho el viaje, todas han encontrado asiento en esa fortificación.
Se ríe su hermano, dando chupaditas al puro, de estos excesos, mientras todos pensamos que, a pesar de estar cimentada en un risco, esa enorme densidad podría inclinar la vasija y, si bien quedase más que asegurada la estanqueidad del recipiente, se vertiese a la postre el agua por un lado. Más vale que entonces no se le ocurra a R desahogar la rabieta dándole una patada a la piscina, o tendríamos que traer un arqueólogo para que le reconstruyera el pie.
 Hoy estaban de nuevo aquí S y M. Dicen que han venido a comer paella y a ver a la familia y todo eso. Aunque, disimuladamente, vienen también a averiguar por qué no escribo más cosas en este blog y, en la medida de sus posibilidades, a intentar dar un empujoncito. Para esto S, nuestro "arreglalotodo", es único. Estrictamente debe de pensar de mí que no funciono y ha preparado unas cuantas piececitas para arrancarme.
Nada tan simple.
Había grabado un video en su iPhone de las actividades de aquella misma tarde en la huerta de R, ayudando a construir el "sepulcro". Así ha llamado M a la piscina de su madre. Díganme si esto no es provocar.
A la menor oportunidad S me ha puesto su iPhone encendido delante de la cara. Demasiado sabía él que no podría resistirme, así estuviera completamente agarrotado. Sobre todo, claro está, porque no podemos enseñarlo y alguien lo tenía que contar.
La protagonista del video era M. ¿Y quién si no, siendo S, su futuro contrayente (mejor que la cosa quede ahí y no devenga en contraído), el que estaba detrás de la cámara? Aparecía junto a la hormigonera completamente erguida, el rostro ilusionado, con la emoción del que va a poner la primera piedra. Tenía la pala agarrada con las dos manos, no del modo aguerrido y brutal en que lo haría un albañil, sino con un estilo muy "tenístico", como si fuera una raqueta, los brazos completamente extendidos y en posición de soltarle un revés a la pelota. No llevaba las prendas adecuadas, pero perfectamente pasaría M por una tenista rusa. También, visto de otra manera, parecía una niña con un juguete nuevo,  y que nos quisiese dar envidia diciendo:
–Mirad que pala más bonita tengo.
A R se la veía detrás, a unos tres metros,  jibarizada por efecto de la traidora perspectiva. No obstante, diminuta y todo, no cesaba de asesorar a su pupila para que corrigiese aquella postura.
¿Iba a escuchar M a su madre para hacer algo tan fácil?
Estaba encantada con su pala y se ha lanzado al montón de arena como si de un bayonetazo le quisiera sacar las tripas. Lo ha conseguido a la primera.
–¡Tanto rollo!–Parecía estar pensando.
El siguiente paso era acertar con la arena en la boca de la hormigonera, que lo estaba pidiendo a gritos. Se le ha visto hacer un giro de ciento ochenta grados muy artístico, intentando mantener los brazos rectos, y para sorpresa de todos la arena ha caído fuera.
–¡Uy!–Se le ha oído decir a M, porque en realidad el lanzamiento había dado en el aro.
Con idéntica entereza M ha forzado otros cuatro intentos, a cada cuál de ellos más admirada de su poco tino, y con su madre más crecida y hasta deseosa de arrebatarle la pala.
Y ahí concluía el video.
En lo mejor, como siempre ocurre, pues al verse M, y no gustarse nada (afortunadamente todos llevamos dentro un falsificador que permite imaginarnos de otro modo), ha dicho que la quinta palada había entrado.
Con un toque de indignación, perfectamente comprensible por tan notoria injusticia, ha añadido:
–Cualquiera que vea esto pensará que soy una perfecta inútil.
Lo cual, déjenme decir, también es un poco injusto por su parte sacar semejantes conclusiones sobre el criterio de los demás.
S me ha echado otro poco de combustible, dos o tres anécdotas sobre T (que dejaremos para otro día, si el tiempo no lo impide), por asegurarse el éxito en la reparación, ya que no debía de verme completamente conectado. Uno, aún en el papel de máquina averiada, también ha de hacerse de rogar, o lo acabarían tomando por un cualquiera.
Sólo una cosa más, que viene a cuento y se me había olvidado.
Quizá por efecto de haber visto a R tan pequeña en el video se ha estado hablando allí de la profundidad de la piscina. De todos los posibles frecuentadores de la misma a ella es a la única que le cubrirá el agua, es decir, la que mejor podrá ahogarse, no sabemos si esto habrá entrado en los cálculos del hermano. En cuanto a S, debe de quedarle sólo la nariz fuera, aunque él, uña y carne con su suegra, insistía mucho en que también le cubría, en fin que, solidariamente, quería tener las mismas opciones que ella a la hora del ahogamiento. Les digo que nunca se habrá utilizado con más oportunidad la frase esa que dice que "hay pasiones que matan".

martes, 11 de octubre de 2011

APRETAR SIN AHOGAR. ( Erbarme dich de J.S.Bach, cantado por J.Hamari.)

Si Dios no ahoga es gracias a que somos capaces de entonar oraciones como esta, y cantadas de esta manera. Claro que, también, conociendo a la especie humana, y lo mucho que le afina la angustia, podriamos afirmar que Dios aprieta precisamente para poder endulzar sus infinitos días con estas hermosísimas súplicas.
La letra es esta:

Ten piedad de mí, Dios mío,
advierte mi llanto.
Mira mi corazón
mis ojos lloran amargamente ante ti.
¡Ten piedad de mí!

Una vez escuchado esto (con unos buenos auriculares, desde luego) uno puede hacerse una idea bastante exacta del lugar que ocupa  en el universo. Y hasta qué punto, aún arrastrados, puede dignificarnos el arte. ¡Ennoblecer de esta manera nuestra súplica y a quien ha de darnos la limosna! ¡Proclamar  a corazón abierto  lo ínfimos que somos y al mismo tiempo lo suficientemente grandes para hacerlo de esta manera! Tal vez ese Dios al que se ruega ni siquiera exista. Aunque si en algún sitio está encerrado es en las notas de esta bellísima aria. 

lunes, 10 de octubre de 2011

NEANDERTALES.

Mientras transcurre la cena nuestra mirada resbala por la pantalla de la televisión. Percibimos ese plano reflectante como la superficie de un lago helado que bríllase a lo lejos. También quienes aparecen en la imagen son como patinadores. Sus palabras llegan entrecortadas, las frases incompletas, y como ocurre cuando oímos una voz a mucha distancia, parece que viésemos las palabras dibujadas en el aire antes de percibirlas con el oído.
En estas condiciones un tanto esquivas he oído endebles argumentos sobre la extinción de los Neandertales. Imagino que serán hipótesis más o menos arriesgadas. Se extinguieron, nos dicen, por no saber relacionarse. Formaban grupos pequeños sin mucha comunicación entre ellos. Todo lo contrario que el homo sapiens, el africano, del que deriva la raza humana que ahora domina el mundo, una especie con mas habilidades sociales y por tanto, parece, más inteligente.
A pesar de que las palabras vengan desde tan lejos, hago mi lectura particular. Están hablando de mi manera de ser, este comportamiento tan huidizo, y de que el mundo será de los bulliciosos y los efusivos, gente que se relaciona hasta caerse de espaldas.
Ayer, en otro fragmento remoto, venían a decir lo mismo. La mejor manera de que el cerebro no se adormezca, de tenerlo listo, limpio y bien entrenado es la comunicación. Eran aún más rotundos, la discusión incruenta era lo que más revitalizaba nuestra inteligencia.
Definitivamente voy por mal camino, bandeandome por estas incongruentes lontananzas.
Cuando aparecieron los restos del primer neandertal, allá por 1856, hubo una tremenda disputa entre dos anatomistas, un tal Schaaffhausen y otro tal Franz Mayer, tratando de elucidar el origen de aquellas reliquias. El primero dijo que se trataba de una especie de homínido y le dio el nombre que ahora tiene, es decir el del lugar en que apareció, el valle de Neander, en Alemania. El segundo era un "creacionista" un tanto estricto que no quería que a Dios se le despistase ninguna de sus criaturas, por tanto elaboró una sorprendente explicación, dijo que aquel esqueleto era el de un cosaco afectado de raquitismo, con las piernas torcidas de tanto montar a caballo, que había llegado a aquel lugar persiguiendo a Napoleón y, lo más curioso de todo, que la gran bóveda de sus arcos superciliares (el hueso que hay bajo las cejas) se debía a la expresión desencajada de sus ojos, provocada por el continuo dolor que le causaba la enfermedad. ¡Qué justificación tan apetecible para nuestra época! Un gesto que acaba deformando un hueso.
Para el homo sapiens, o sus descendientes, la explicación de Schaaffhausen es la buena, la que ha dado pie a todas las teorías vigentes sobre esa raza extinguida. Me temo, sin embargo, que los neandertales hubieran preferido la versión descabellada de Franz Mayer. Precisamente por errónea. Si desapareces de este mundo por inhabilidad, o falta de ganas, para relacionarte, si optas por la inexpresividad, la única baza que te queda es que te malinterpreten.

Contemplando el plano helado de la pantalla, recibo en el rostro el viento cortante que arrastra unos copos de nieve. Por si me hubiera llegado la hora de la desaparición arqueo las cejas todo lo que puedo. Creo que es una noble causa confundir un poco a estos de"aquí" tratando de parecerme a uno de "aquellos".

jueves, 6 de octubre de 2011

Pasadizos, 4.











Ayer iba I en el Metro. No es difícil imaginársela, quizá leyendo esos trabajos que le mandan y que según nos los va pintando se asemejan a los de Hércules. Estudiadita. Colocadita. Con un hombro fuera de la camiseta. Ese hombro que ya tiene curtido e insensible de tanto exponerlo a la intemperie. Pendiente de si misma. No diremos "colgada" por lo mal que suena, siendo cierto que de tan "pendiente" los pies tantas veces no le llegan al suelo.
Cuando, en medio de esa realidad que ella cabalga con la rienda bien sujeta, contempló a un hombre sentado que lucía una camisa semejante a una que yo tengo. No digo exactamente que sea mía puesto que antes fue de E Jr., con él pasó una campaña de aceituna y, conmigo, por lo menos lleva cuatro, por lo que, seguramente, todavía nos sobreviva y pueda vestir a otro. Es una camisa llamativa, de vivos colores y de dibujo horizontal, que parece fabricada con una de esas telas de las que están hechos los ponchos de los indios americanos.
Como si allí mismo, en aquel tren vistoso y pintiparado en el que ella viajaba, se hubiese abierto un agujero, y con sólo mirar aquella prenda, I quedó del todo trasladada a este otro lugar más angosto y polvoriento. Nadie en aquel tren pudo intuir siquiera el largo viaje que estaba haciendo. Ni que a través de aquella camisa ella pudiera estar en dos sitios al mismo tiempo.
A ella la sensación le dejó un rastro de alegría, y para hacernos saber que había estado aquí, mandó un mensaje a mi teléfono. Decía:
–Como tu camisa, ja ja ja.
No logré entenderlo hasta que no ví la fotografía que había enviado acompañando al texto. No sólo era la camisa. El hombre que la llevaba, podía tener quince años menos que yo, de complexión fuerte, moreno, cabizbajo, con el pelo muy corto. Era sorprendente el parecido con mi propia persona, con quince años menos, claro. Cuando hablan de física cuántica, tan incomprensible, debe de tratarse de algo de esto. De la transmigración de los cuerpos. Agujeros por los que vamos de un sitio a otro sin espacio y sin tiempo.

martes, 4 de octubre de 2011

Palabras roca y palabras agua

Le estaba haciendo la crónica a este septiembre tan seco, que era tanto como añadir una nueva página al apocalipsis…
Escribía:
… este pozo seco de septiembre, caluroso y yerto, le ha quitado la gracia al año y se muestra bien firme en el cadalso, con el aplomo del verdugo acostumbrado a ver rodar cabezas. Nuestros olivos, que salieron de la primavera tan cuajados de hojas nuevas y con redondeces de ama de cría, lucen ahora el porte de criaturas lunáticas o enfermas del hígado, con un ramón tan enroscado que uno diría que no son hojas con las que respirar, sino garras con las que defenderse…
Esto estaba escribiendo…
… cuando han llamado a la puerta avisando de que traían correo certificado. ¡Y que luego digan que la vida carece de emociones! No era de Hacienda. ¡Uf! Pero si de Organismo Oficial. Las intrigas infinitas de esa inmensidad de funcionarios acechando al ciudadano. Las triquiñuelas que pueden inventar para demostrar que son necesarios.
Como si tuviera ahora veinte años me he arrojado a abrir el sobre sin seguir el protocolo.
Estas cartas suelen tener como objeto probar nuestra templanza y perfeccionarnos como individuos. Son como aquellas pruebas que los maestros orientales hacen pasar a sus iniciados, todas bastante absurdas y consistentes en medir su paciencia, o el dominio de sí mismos para no perderla.
Yo antes de enfrentarme a una de estas cartas suelo leerme un par de cuentos taoístas, que me sitúan en el nivel de comprensión adecuado, y hago algo de yoga, hasta donde dan de sí mis endurecidas coyunturas. Y lo más importante, no dejo de repetir mentalmente:
–Recuerda que quieren perfeccionarte.
Hoy no ha sido así, y por eso me veo ahora impelido a contarlo, que es la otra vía, un poco más ardua, para ganar el sosiego.
A simple vista lo que venía en el sobre era un recibo de la contribución reclamando el pago de un bien que yo ignoraba poseer.
He telefoneado al número que indicaban en el recibo para pedirle al funcionario información sobre el lugar exacto donde se ubicaba el terreno o el inmueble, e ir de inmediato a tomar posesión de él.
El funcionario, un tipo con el que me he entendido de perlas desde el primer momento, me ha indicado que el recibo se refería a una nave puesta a mi nombre pero que según él veía le habían cambiado el "uso". Se le habían cambiado hace cuatro años, que eran los que pretendían cobrarme.
–Pero, vamos, --ha dicho-- que esto es por las buenas, que no lleva recargo ninguno.
Le he contado que la nave tiene el mismo uso desde el día que se construyó, almacén de maquinaria agrícola, y que si las perspectivas de futuro que se le veían al olivar seguían por el camino de ahora, acabaría por no ser usada nada más que para almacenar telarañas.
–Como no sea –le dije, imbuido por la lógica– que al dejar la maquinaria allí estabulada para siempre se considere eso no ya "cambio de uso", sino un auténtico "abuso" de la nave y me cobren en consecuencia. Si bien, deberían especificar en el recibo que no es por uso "industrial", sino simplemente "abuso" por falta de actividad.
El funcionario no ha sabido explicar esta cuestión. Ellos eran tan sólo un organismo ejecutivo…
–Francotiradores–le he interrumpido yo.
–… Algo así. –Ha dicho él.
Todas las alteraciones que hubiese en el recibo venían del Catastro. Ellos, ha repetido, ejecutaban.
–Apretais el gatillo.–Le he dicho.
El, con mucha sangre fría:
–No hay que dramatizar, pero si.
–¿Y en caso de error?–He dicho yo.
–Eso en el Catastro.
Me ha informado, eso sí, de que si no pagaba me embargaban la cuenta.
–¿Incluso en el caso de que se trate de una equivocación?– He insistido.
–Nosotros –ha dicho– no somos nada más que un conducto.
–Claro, pero con un proyectil dentro.
Tenía buen humor. Estaba dispuesto a descerrajarle un tiro a cualquiera entre ceja y ceja con una sonrisa en los labios. Me ha dado el teléfono del Catastro.
He telefoneado. Se ha ocupado de mi una funcionaria con una vocecita muy lánguida. De nuevo he expuesto el caso. Luego, le he deletreado el largo número que venía en el recibo. He oído por el teléfono como lo tecleaba en el ordenador.
Aquí la cosa ha exigido un poco más de firmeza espiritual. Me ha informado que el inmueble ha cambiado de "uso", (independientemente del "uso" que ahora tuviese), porque había cambiado de ubicación. Estaba en terreno urbano.
Sin ironía ninguna, sino con un nivel de comprensión muy abierto, he comentado:
–Esta mañana la nave seguía estando en su sitio. Y, en los cuatro últimos años, que es de lo que se habla, quizá se haya movido, aunque yo no lo he notado.
Ha fingido no entenderme.
–Estará metida en el casco urbano.
Mientras le daba exhaustivas explicaciones de cuál era la línea limítrofe del casco urbano y a qué distancia de ella se encontraba la nave, ella ha buscado en la pantalla el plano aéreo correspondiente a ese punto e, ipso facto, me ha dado la razón.
–Entonces, ya está –he dicho yo–. Será un error. Lo corrigen ustedes, y santas pascuas. Si tienen que pedir disculpas no lo hagan por correo certificado.
La funcionaria me ha dicho con un hilito de voz.
–No. Nosotros no podemos. Tiene usted que presentar una reclamación.
–¿Pero qué reclamo? Si les digo que han expedido indebidamente un recibo basado en datos inventados, va a sonar la cosa muy fea. Fuera del casco urbano del Catastro eso debe de ser un delito.
Me ha dado la razón en todo. Me ha dicho que lo que se veía allí, no se veía en ningún sitio. Quizá me estuviese tentando.
Ahora me queda la parte más dura. Quitar de la reclamación ya redactada el término "recibo falso". Cuando lo sustituyo por cualquier expresión parecida, ya no se entiende nada. Y, además, cuando lo hago, tengo la impresión de estar falsificando mi propia reclamación. Ahí debe de estar el punto de perfeccionamiento.
En fin, lo lograré. Afortunadamente, quien sopla los consejos a mi oreja es Chuang Tzu, un hombre sabio, y no el bárbaro de Robin Hood.

domingo, 2 de octubre de 2011

Alicatados y pavimentaciones.

Desde que leímos en un libro que la constancia, contrariamente a lo que con tanta asiduidad se ha predicado de ella, era un síntoma de inteligencia y no una herramienta que ayudaba a sobrevivir a los torpes, R ha dado en alcanzar las más altas cotas de desarrollo intelectual comprándose una hormigonera, el artilugio creado por el hombre que, sin ningún género de dudas, más certeramente representa cómo se piensa y mejor simboliza la inteligencia. Perseverancia pura.
El pasado de R no es tranquilizador. Después de acometer sucesivas obras en su casa ya no podía efectuar ninguna más si no empezaba a destruir lo construido. Una auténtica ratonera para quien ha mostrado tener tanta predisposición al cemento fresco.
Hasta que la hemos visto dar este último paso de la hormigonera, hemos estado engañados respecto a la causa por la que había comprado su huerto. No era lograr, como creíamos, hacer crecer sus plantas tan aprisa hasta parecer que lo que ansiaban era abandonar cuanto antes este mundo. ( En frase mía, y que constantemente le repito: "sus plantas más que crecer, se suicidan"). No. Lo que tenía planeado era poseer un lugar en el que seguir haciendo obras. Alicatados, pavimentos, empedrados, arriates, corralejas.
Ahora mismo. ¡Ya! Va a comenzar la piscina. Que ella quiere llamar alberca por no perder el toque de rústica distinción. Nada de eso. Será un "hiperyacusi" con música subacuática y mamparas abatibles.
Se hace extraño que en un huerto no haya pájaros. En el suyo, o se han ido, o permanecen callados y a la expectativa. También extraña esa clase de erosión que hay allí dentro, la misma que se ve en un aprisco pero sin estiércol.
Da la impresión que aquel pedazo de tierra está empezando a estar harto de tanto fregoteo. Por otro lado están los topos, aflojando los cimientos. ¡La hormigonera va a ser ya el acabose! Hay constancia de huertos que han huido de sus dueños. ¡Y lo peor es que no se sabe adónde !