miércoles, 31 de octubre de 2012

Ensalada.

RM ha traído de su huerta una escarola que ha abierto delante de mí con gran prosopopeya. Le he oído tales cosas sobre lo rápido que crecían y lo descomunales que se estaban poniendo, que no me ha parecido que la cosa fuese para tanto.
– ¿Estas son las famosas escarolas?
– ¿Qué te parece?
Ha dicho, sosteniéndola por el troncho, cabeza abajo, mientras llenaba el fregadero de agua.
Me he rascado la barba.
–Es que está atada.
Le ha dado un tajo a la cuerda y, cogida con las dos manos, le ha abierto las rizadas hojas para mostrar el amarillento cogollo.
–El cogollo es pequeño, –he dicho – quizá no esté acabada de hacer.
–Bueno, es que es de las primeras, –ha dicho – pero este cogollo es estupendo.
Ha sostenido la escarola abierta en una mano, y con los cinco dedos de la otra ha ahuecado el ramillete de hojas cloróticas como se les ve hacer a los peluqueros.
Me he encogido de hombros.
–Esta escarola, muchacho --ha dicho ofendida, --pero si esta escarola no la encuentras en ningún sitio. Tú no sabes las guarrerías que te venden por ahí.
Le ha rasurado el forraje exterior, que ha desechado, y las hojas del cogollo, y alguna que otra que verdegueaba, han ido a parar al agua.
–Traedme una granada.
Tanto E. como yo nos hemos dado por aludidos, y hemos salido al patio como dos centuriones. El granado es joven, pero digno hijo del viejo estercolero que hubo en el rincón donde está plantado. Cada año arroja al mundo unos tallos de dos metros. Granadas, sin embargo, no tenía muchas. La ha cortado E. con unas tijeritas, creo que esta vez no se ha puesto guantes (cosa rara en E. que cuida mucho su epidermis)  porque le he oído quejarse de las aguzadas púas con las que se defiende este árbol. Me ha entregado la granada y yo la he transportado a la cocina.
La granada es un fruto muy hermoso, sobre todo cuando la dura piel exterior, que es como de cuero viejo, se ha desgarrado un poco y deja ver su interior que parece hecho de rubíes muy bien engastados.
Dada esta apretada organización interna desgranar este fruto resulta algo dificultoso si se hace a mano, pero no si se conoce la técnica que RM aprendió el año pasado. Acabo de ver que las  granadas se venden ahora con un manual de instrucciones que incluye esta manera de pelarlas.
Se parte la fruta en dos, y a cada una de estas semiesferas se les aplica una ligera tunda por la parte de la piel con el culo de una cuchara. A mí me ha tocado realizar el corte, y lo he hecho mal. El corte hay que hacerlo por el ecuador de la granada y no por los polos. El golpeo le ha correspondido a RM. Se disponía a hacerlo en su ensaladera de madera de olivo sobre la encimera y le he recomendado que la metiese en el fregadero para que no salpicase. Me ha hecho caso, pero con una risita absolutoria. Mientras descargaba los golpes ha seguido sonriendo.
–Lo ves. –Ha dicho. –Es muy fácil. Estoy harta de hacerlo.
Al momento, como si hubiera hecho un truco de magia ha mostrado la cáscara vacía, con los hoyitos del lugar que habían ocupado los granos y un color amarillo pálido mucho más íntimo que el centro de la escarola. En estas nimiedades me había quedado yo atrampado, cuando la he visto levantar las manos con la otra media granada a medio torturar.
– ¿Ves cómo no salpica?
Iba a mirar, pero ella ha vuelto a poner las manos delante y ha rematado la lección:
–Los golpes secos no salpican.
Frase que he anotado y memorizado por si algún día sufro un golpe sin derrame saber por lo menos a qué clase pertenece.
A todo esto, ¿he dicho que estábamos haciendo una ensalada?  

martes, 30 de octubre de 2012

La silla coja.

(Nota del 1 de Mayo). Aguardábamos en la fragua a que nos llegase el turno en la reparación de nuestras máquinas un hombre gordo y yo, cuando se presenta ML. silbando. Trae una silla coja para que se la arreglen. Es una cojera extraña. La planta en el suelo para que percibamos la gravedad del caso. Tres patas han perdido una porción y la única que  queda intacta es la que la hace cojear. Nos reímos de esta simpleza. El hombre gordo dice:
–Pues esa no le habrá crecido.
ML. que es un tartaja que habla a una velocidad endiablada dice que de las cuatro patas sólo una ha salido buena.
–Las otras han caído. –Nos mira guiñando los ojos. – Ahora a esta, por buena, la vamos a cortar… así no puede ser.
–Eso pasa mucho. –Dice el gordo. –Yo lo digo en mi casa, si hacéis las cosas bien, procurad que no se note.
Le miramos los dos al estomago y el gordo ríe hasta ponerse colorado. Tiene unos dientes pequeñísimos, tal vez desgastados, pero en todo caso muy eficaces.
ML. nos explica que es una silla vieja que tiene para sentarse mientras hace las "esperas" a los "guarros". Él viene vestido con prendas de cazador, con los pantalones un poco caídos y haciéndole fuelle sobre las botas.
–Lleva así la puta silla… no sé los años que llevará. Siempre la estoy calzando… tres piedras cada vez. ¡Si fuera una! Hoy he dicho, esto se acaba.
El disco de la radial soltando chispas ha entrado en el tubo de la pata  como si fuese de mantequilla. Esa facilidad o poca resistencia ha dado a ML. una idea de la calidad del material de que estaba hecha. Ha dicho moviendo la cabeza:
–Es una silla muy mala… para la caza nada más… la dejo siempre en la horcadura de una encina… y así y todo se la pudren las patas…¡cómo será!
Realizado el corte la ha plantado de nuevo en el suelo para comprobar que sentaba bien. Ha mirado sonriente al herrero y palmeándole en la espalda le ha dicho:
–¡Cómo sois los artistas!..Si mato el guarro te traigo una pierna.
El herrero ha dicho:
–Apúntalo, no se te olvide.
ML. ya se iba, se ha frenado en seco, se ha girado y, poniéndose un dedo delante de la cara, ha advertido:
–¡Si le mato! ¿Eh macho?... ¡Si… le… mato!...Que los guarros son muy listos.
El ojo frío y pequeño, la nariz de zorro,  ha seguido su camino con la silla colgando del hombro.
Bendito y con Dios.–Ha dicho el herrero–. A la fuerza el guarro que quede tiene que ser listo.

lunes, 29 de octubre de 2012

Acrobacias.

(Nota del 17 de Octubre). La mañana no puede ser más clara. Las casas de este lado de la calle, que desde mi posición  no puedo ver, trazan con sus sombras unos caprichosos dibujos dentados y maléficos en las del lado de enfrente. Se diría que están todas jorobadas o construidas a pico y no como sus hermanas de la otra acera de aspecto pastueño y contornos aplanados.
Pasan las avionetas desde primera hora. Este ya es el tercer día de fumigación. Y el segundo pase. El primero lo dieron en plena abstemia, cuando los olivos estaban estragados y secos, y afilados como cardos. Hemos tenido un verano ardiente, canicular, machacón. Resultó extraño oír las avionetas en aquellas circunstancias. El gremio agrario, desengañado y muy susceptible a las tomaduras de pelo, hizo muy atinados comentarios al respecto. Por aquel entonces, que sería mediados de septiembre, y merced a este vicio de anotarlo todo, recogí una frase de enorme complejidad expresiva que resumía perfectamente la situación.
--¿Qué fumigarán?..... Si no tienen las pobres donde puedan clavar el rejo.
Con lo del rejo se referían al oviducto de la mosca, la Dacus Oleae. Pero con lo de “las pobres”  se aludía indistintamente a las moscas, en el sentido de desgraciadas, como  a las aceitunas, pobres en tanto que presentaban un estado tal de momificación, que de haber podido clavar el rejo allí la mosca, hubiera sido tanto como dejar instalada a su progenie en un pedazo de madera, con lo que, para haber prosperado, tendrían que haber mutado en carcomas.
En cualquier caso la frase daba por hecho que aquellos fantásticos planeos no tenían la menor utilidad.  Estos trabajos de las avionetas siempre resultan controvertidos, y dan para soñar en asechanzas de todo tipo. Cosa que es muy del gusto de los labradores que son individuos muy deductivos.
Después de la lluvia de finales de septiembre, a  las aceitunas les habrá crecido algo de carne debajo del pellejo y la dacus, ahora sí, se habrá dedicado a procrear con febril entusiasmo. Esto es lo que, por no haberlo visto, les oímos con intranquilidad pregonar a estos enormes pajarracos amarillos que hoy nos sobrevuelan.
Más allá de los últimos tejados, sobre la uralita de un corralón toman el sol unos cuantos palomos que hubieran pasado desapercibidos si no es por la agitación que les producen las avionetas. La mañana es limpia, alta, azulísima y un poco destemplada. La reunión de zuritas está muy tranquila hasta que el ruido, que viene como encerrado dentro una cuba o un bidón, les cae encima como si hubieran abierto de golpe una compuerta. Las palomas se espantan de un modo artificial, como si tirasen de un hilo y saliesen todas ensartadas. Tras quedarse suspendidas un momento en el aire con las alas extendidas se tiran a tierra en picado. La comedia dura poco. Sin tiempo apenas de posarse en el suelo, al instante regresan todas a su uralita con un revoloteo muy estudiado. Ni una sola vez se quedan quietas.
Por los alrededores del palomar alguien ha prendido una fogata y asciende un humo remolón e insignificante.    

sábado, 27 de octubre de 2012

Levantes nocturnos.

Esta noche  ha caído un gran aguacero. Lo he escuchado estando en la cama. Hay quien disfruta mucho oyendo llover bien guarecido entre las sábanas, dando gracias por estar doblemente protegido, bajo techo y arropado hasta los ojos. A mí me ocurre todo lo contrario, en cuanto escucho llover he de levantarme de la cama para ver el espectáculo. Lo he tenido por una rareza hasta que hablando con unos y con otros, (aquí, precisamente por lo poco que llueve, se habla mucho de la lluvia), he ido contabilizando a algunos más que pertenecen a este club. Casi todos labriegos desequilibrados, como yo mismo. Cuando alguno de ellos me ha revelado esta intimidad he sentido una corriente de satisfacción parecida a la que debió de tener Robinson Crusoe al encontrarse con Viernes. No sé si esto estará tipificado dentro de las anomalías del alma, pero desde el momento en que me entero de que sufren esta desviación me parece que los afectados son mejores personas. Más inofensivos quiero decir.
Levantarse a ver llover presenta en algunas ocasiones motivos de crispación en la vida familiar. Todavía hay matrimonios que duermen juntos, cosa poco recomendable, y las mujeres suelen endemoniarse con estos inopinados levantes nocturnos. (Siento tener que decir que no conozco a ninguna mujer que se dedique a estas prácticas --pueden tirarme por decir esto si quieren a una piscina sin agua como hacían las mujeres de aquel anuncio televisivo tan exquisitamente igualitario, pero si dijese otra cosa mentiría--).
Yo afortunadamente estoy liberado de estas servidumbres del lecho conjunto y las noches lluviosas hago mis contemplaciones sin tener que soportar ninguna crítica ni similar. Me asomo a la ventana, o al balcón o a la puerta del patio cuantas veces quiero, y permanezco  allí sin saber si ha pasado mucho o poco rato.
No es el caso de mi amigo L., que suele contar que si aquí lloviese más a menudo a él le acabaría costando el divorcio. Tiene el dormitorio en el piso de arriba de la casa y el cuarto de baño en el piso de abajo, por lo que, para no tener que subir y bajar escaleras tres o cuatro veces por la noche, tiene el orinal debajo de la cama, una solución harto juiciosa creo yo. Pero la noche que oye llover sucumbe al impulso primigenio y desciende sin pereza al piso de abajo a contemplar el prodigio desde la puerta de la calle, que es su oteadero preferido. La consecuencia es que al día siguiente el hermano bacín ha desaparecido de debajo de la cama. En ese punto del conflicto, L. siempre se hace la misma pregunta:
–¿Cómo puede ser que mi mujer quiera medir con el mismo rasero el ir a mear con el ir a ver llover?
Esa es la raíz del problema, que quien nunca ha montado en barco, poco puede saber de tempestades. De eso somos muy conscientes los que padecemos esta anomalía, que incluso para darnos a conocer hemos de ir con pies de plomo para no ser ridiculizados. Esta clase de debilidades se prestan mucho a la burla.  Aún recuerdo la manera precavida y rocambolesca en que L. y yo conversamos de esto la primera vez. Había caído la noche anterior una manta de agua y hablábamos del episodio con detalles un poco ridículos, y en determinado momento él, atento a la reacción de mi cara, dijo:
–A las cuatro de la mañana estaba yo ahí como un idiota asomado a la puerta.
Le dije que yo había estado más de dos horas mirando desde el balcón. Me clavó los ojos y jugó su siguiente baza, sumamente arriesgada:
–Yo en calzoncillos. -Dijo.
Me reí, porque yo había estado desnudo en el balcón, aunque no lo dije. Tal como uno se levanta así se queda, lo demás es distraerse. Estos son los afanes de esta dolencia.
Ahora, cuando me levanto de la cama a una hora intempestiva para ver llover, hoy mismo, imagino a estos otros cuatro o cinco chalados, agazapados en cualquier hueco, con los ojos dilatados como lechuzas, hipnotizados por la cortina de agua y entiendo unas cuantas cosas relativas a esta rara ocupación. Siempre he creído que mi afición a mirar tan despacio este elemento nacía de la necesidad de encontrar unas cuantas palabras justas con que expresarlo. Pero he comprendido que no hay que buscarle tres pies al gato. Lo dejó claro L. el día que dijo:
–Antes, cuando fumaba y bajaba en días de estos a la calle, creía que lo que tiraba de mí era la nicotina, ahora que he dejado el tabaco sigo haciendo lo mismo, y sin excusas, que es la manera más sana de tener vicios.

CODA: Por no desviarme del asunto del que trataba, no he contado antes el desenlace de lo que le ocurrió a L. el día de los calzoncillos. En primer lugar hay que aclarar que no se trata de ningún exhibicionismo. Vivimos en un pueblo muy atrasado y la norma es que a esas horas no haya nadie en las calles y menos un día de lluvia. L. es un hombre muy clásico que no se ha dejado intimidar por la zafia costumbre actual del pantalón cortilargo. El sol le tuesta en exceso en los sitios visibles como para darle oportunidades de que extienda sus dominios. Él es un hombre de piel blanca y visto en calzoncillos debe de ser lo más parecido a una rana puesta de pie, por tanto lo de la exhibición debe quedar descartado. Enfrente de la casa de L., calle por medio, corre el arroyo. Va encauzado en un canal de tres metros de profundidad y protegido por una barandilla. Cuando atemperó la lluvia, L.  oyó el ruido del torrente  y, por matar la curiosidad, se acercó a verlo. Encendió un cigarro, entonces todavía fumaba, se apoyó en la barandilla y se entretuvo mirando los bucles y contorsiones que hacía el agua brava y rojiza en el tajamar de uno de los puentecillos que lo atraviesan. Estaría así un buen rato, despreocupado, hasta que sintió la presión en su brazo derecho y a la altura del bíceps de una mano que lo asía firmemente. Dió una encogida, miró a su lado y vió a un número de la guardía civil diciendole que se tranquilizase. El coche patrulla estaba a más de cincuenta metros y el de verde había venido caminando sigiloso. Era un guardia joven con gafas pudibundas y una barbita llena de curvas y primorosamente recortada, como un circuito de fórmula uno. L. le dijo que no estaba nervioso. El guardia siguiendo el mandato del manual de psicología que había estudiado en la academía hizo caso omiso y le dijo que si le pasaba algo, que si tenía algún problema. "Aquel idiota --me dijo L. cuando me  contaba lo sucedido-- debía de creerse que me iba a tirar al arroyo de cabeza". L. es un hombre templado, corajudo e irritable. Tiene una poblada mata de pelo blanco y unos ojos claros muy abiertos donde destacan las pupilas como dos aguijones. Se sacudió del brazo la mano del guardia y le dijo que últimamente si que había tenido algún problema, le habían entrado tres veces en el corral y se le habían llevado las gallinas. "Buenas noches". Le dijo luego, y se fué para su casa un poco cheposo y desgarbado, pero con los calzoncillos bien puestos. "Se ve -- me dijo, a manera de resumen-- que a estos  guardias no les han enseñado nada práctico; será para que no desentonen". Amén.
 

viernes, 26 de octubre de 2012

Oír llover.

Es muy gozoso oír llover. En cualquier momento, en cualquier lugar, a cualquier hora del día.
Ahora el mundo está lleno de ruidos. Por apartado que sea el sitio en el que te encuentres siempre se oye el rumor del incesante oleaje de la actividad humana. La lluvia se oye habitualmente con algún acompañamiento. También es bonito escuchar esa lluvia entreverada con el ajetreo del hombre, pero cuando la lluvia viene sola, sus pasitos tenues, su menudeo, su arrogancia a veces, el lento camino que va haciendo al caer sobre los diferentes objetos y diversas superficies es de una elegancia y una sutileza que sólo algunas músicas muy logradas llegan a igualar. Si yo fuese músico ningún otro elogio me agradaría más que dijesen que mi música suena como la lluvia. No soy ningún melómano pero, de lo que yo he oído, Mozart es el que mejor hace llover. El concierto para piano número 21 es pura lluvia. Sobre todo el 2º movimiento,  el Andante, minuto 14.
Curiosamente la lluvia se capta muy mal con las grabadoras, y mucho peor las tormentas. Creo que a la lluvia no la gusta que la encierren, pues siempre que uno escucha lluvia grabada se percibe un amontonamiento de sonidos que al natural suenan vivos y saltarines, disgregados y repartidos por un amplio espacio. Por tanto entre oír una lluvia enlatada o a Mozart, es preferible Mozart. En esta maravillosa interpretación, el gran Maurizio Pollini está metido hasta los tuétanos en la melodía y en algunos pasajes se le oye acompañarse con un débil canturreo que es como un diagrama del insólito lugar del que está saliendo esa música y donde probablemente lleve impresa la partitura. Canturrear, musitar una cancioncilla cuando la lluvia esta cayendo es algo prácticamente inevitable.
 
 
 

jueves, 25 de octubre de 2012

Contrayentes.

Este verano, estábamos reunidos en el patio de R. hablando de las tremendas y avasalladoras invitaciones de boda que S. y M. venían sufriendo últimamente por parte de sus amigos, unas invitaciones que alevosamente incluían un número de cuenta bancaria para que la amistad se reflejase de la manera más pura, a través del dinero, y no con regalos sentimentales, siempre un poco sucios, o ladinos, o torpes, u horteras, o vaya usted a saber, impregnados en todo caso por la personalidad del donante, al que no podrían quitarse de encima por unos cuantos años, ya fuese por su presencia en forma de juego de café o de robot de cocina. El dinero mondo y lirondo borra el rastro de la pretensión ajena de colarse en el hogar o en el recuerdo de la nueva pareja, algo que no conjuga muy bien con el hecho de ser invitado como "amigo", pero que, cuando uno ha decidido contraer matrimonio, la asunción de estas contradicciones es algo irrelevante si se compara con la pura contradicción que significa el mismo hecho de casarse.
Devanábamos, pues, este asunto tan sugerente, inventando excusas un poco truculentas para poder sortear estas acechantes invitaciones, cuando a S., debido a que uno de sus amigos se casaba en Salamanca, el año que viene, el mismo día en que aquí se celebran las Fiestas Patronales, se le ocurrió que la mejor manera de librarse de esa boda era casarse él, el mismo día, pero en nuestro pueblo, de manera que sus invitados pudiesen gozar de todas las actividades festivas organizadas por el Ayuntamiento como si formasen parte del convite nupcial. Era una idea magnifica. Nos imaginamos la cara de los invitados al recibir la tarjeta con el listado de actividades repartidas a lo largo de cinco días: cucaña matinal, limonada con patatas fritas, misses juveniles e infantiles,  desfile de carrozas, dos corridas de toros, cuatro verbenas infinitas, charanga inacabable, tómbolas, churros, tiro al plato, pasacalles con la banda de música, concurso de ajedrez, carreras infantiles, pólvora, paella pública, encierros, payasos infantiles y una bien merecida traca final. Ni las famosas bodas de Camacho el Rico que se cuentan en el Quijote, y con la ventaja de que estas no costarían un céntimo, y además, puesto que se aprovechaban unos recursos lanzados a la deriva por el Ayuntamiento, como el que se sirve de la fuerza motriz del agua de un rio o recicla unas basuras, sería la primera boda del mundo que podría recibir el titulo de “sostenible”, con lo que no estaría demás solicitar alguna subvención para ella. La idea era deslumbrante y, a medida que la risa se nos fue metiendo en los huesos, la fuimos perfeccionando. Del sinfín de escenas berlanguinas que podrían producirse, estaba la de los novios desfilando en una carroza, encima de una enorme tarta de cartón piedra, haciendo equilibrios y esquivando los cables del tendido eléctrico, sin dejar por ello de  lanzar caramelos, o también la de los novios marchando en la solemne procesión, entre la Banda y el Cristo, seguidos por su eufórica, barruntona y un poco trastabillada comitiva entonando vivas y sembrando las calles de arroz. En fin, esta comitiva siguiendo a los novios, (vestidos de novios todo el rato de los pies a la cabeza), sería el delirio por do quiera que fuese, bien llegando a la churrería y pidiendo churros y chocolate todos a la vez, o bien corriendo delante de las vaquillas (......ese velo de la novia flotando en el aire encelando al ganado vacuno y la comitiva huyendo espantada de los cuernos, sin entender la causa de la fiebre persecutoria de aquellas terneras.....) . Dan ganas de ponerse a rodar mañana mismo una película con todo este material.
Agotada la exploración del proyecto, como se hace en todos los equipos de diseño, tuvimos que regresar al principio de nuestra historia para ir atando cabos, “cerrar temas o flecos”, creo que lo llaman los especialistas. Lo primero y principal era concretar el formato de la tarjeta de invitación, se podía decir que también era lo único pues todo lo demás nos lo daban hecho. Aquí ofrecí yo mi abnegada colaboración, que fue aceptada  por S. y M. con abnegado entusiasmo. Para tranquilizarles les expliqué mi idea. Si queríamos solicitar una subvención por “sostenibles”, cosa que yo veía “viable”, debíamos llevar el aprovechamiento de recursos hasta las últimas consecuencias, para ello debíamos utilizar el Programa de Fiestas que publica el propio Ayuntamiento como tarjeta de invitación, para lo cual bastaría con arrancar las dos o tres primeras hojas, donde figuran las parrafadas propagandísticas del alcalde y algún concejal, llenas de lloriqueos y zalamerías, así como un genuino retrato de la Corporación Local al completo: una espantable Hidra de diez o doce cabezas capaz de cortar el resuello al mismísimo Hércules… Había que arrojar, decía, esas hojas a la basura y elaborar una nueva portada. La nueva portada debería ser sencilla, pues el resto del programa era de suyo bastante colorista y chirriante. La compondrían un dibujo que yo mismo haría y un texto muy escueto. En el dibujo saldrían ellos dos trepando a la cucaña. Y en el texto:

                                                               S.  y  M.
                                                           Se contraen.
Y se complacen en invitarles a este acto de orden físico y espiritual que tendrá lugar.. etc, etc…..

Creo que les gusto mucho la idea, si hemos de medirlo por el número de carcajadas. Aunque yo creo que acabarán yendo a Salamanca.


El dibujo sería más o menos como se ve aquí, pero bien delineado.
Había pensado ponerle un título cualquiera, "cucaña matrimonial"
o algo parecido, pero desde que vi surgir la imagen en el papel me
 encabezoné con que debería llamarse "conejos" y no he sabido qui-
tarme la idea. Hubiera podido ser peor si lo hubiera puesto entre
admiraciones.
 



miércoles, 24 de octubre de 2012

Plena canícula.


(Nota del diez de Agosto). Plena canícula. Encuentro a un hombre a la puerta del estanco al que pregunto por el estado de acabamiento de los olivares en la zona que él domina. Es un hortelano y sus obligadas idas y venidas a la huerta le capacitan para dar una información fidedigna. Es un hombre con un solo diente. Pienso que llegado a esa situación yo claudicaría, creo que debe molestar. Es una reliquia espantosa. El hombre me saluda con lentitud junto a la puerta cristalera entreabierta, examina el dinero que le han devuelto, lo guarda en un monederito que a su vez mete en el bolsillo, y en otro distinto guarda el tabaco después de constatar que son dos paquetes los que acaba de comprar. Es un hombre premioso. Se dirige a su moto que esta recostada en la pared del estanco, y que tiene cierta complexión animal, quizá por los muchos aditamentos que tiene encima, alforjas, gualdrapa, etc… Se coloca sobre la moto azul y queda tieso sobre ella, como un jinete. Se aferra al manillar con sendas manos. Por un momento pienso que no me quiere contestar, aunque lo veo concentrado. Busca con el pie izquierdo la palanca de arranque y, sólo cuando la tiene pisada, se dirige a mí.
–¿Las olivas?
Tiene la mirada abstraída de un escritor en pos de la frase perfecta.
– Da miedo encender un cigarro cerca de ellas.