viernes, 21 de diciembre de 2012

Pleno otoño.


(Nota del 3 de Noviembre). La lluvia presenta muy distintas caras según los días. Cuando había más cultura básica en los pueblos decir lluvia era no decir nada, si no se ponía detrás el apellido que explicaba la procedencia: gallego, cierzo, solano o ábrego. En general el exceso de trashumancia ha hecho que decaiga el interés por el rumbo que traen o llevan las cosas. Aunque  también es verdad que hay lluvias que llegan con suma lentitud y se posan, y sólo se adivina su procedencia cuando  se les ve el carácter, la forma de desenvolverse. La lluvia de ayer, de tan fría y destemplada casi no merecería llamarse lluvia, con todas las placenteras resonancias que esa palabra tiene para quienes habitamos estas comarcas sedientas. Se cubrió el cielo de una especie de  losa gigantesca, como el muro de un frontón, y aunque no dejó de llover mucho o poco durante toda la jornada, el agua caía grisácea, maquinalmente, como si estuviese hecha de finos alambres o alguna hilatura sintética. Había olor a humedad, pero como cuando se huele el agua de cerca, un olor a cosa cruda, no el poderoso olor a fruta madura o a estiércol fermentado que despierta el agua al esponjar la tierra en el otoño.
Eso me ha dado idea de que hoy las cosas seguirían igual. Esta madrugada el cristal de la ventana estaba empañado y no he tenido la curiosidad de mirar a la calle. Se oía fuera un borboteo, como cuando hierve un puchero de caldo arrimado al rescoldo de la lumbre. Un sonido muy tranquilizador. Cuando ya era de día he salido al patio y he encontrado una atmosfera muy distinta a la de ayer. Había mucha humedad flotando en el ambiente, todo estaba empapado y el aire parecía un organismo vivo, tibio, nutritivo, suculento; de un efecto muy confortante para los pulmones. El cielo estaba muy oscuro, con unos nubarrones blandos y cachazudos, unidos entre sí por una densa neblina blancuzca en forma de hilachas un poco desprendidas y colgantes. Los pájaros, que ayer habían desaparecido de todos estos tejados que les gustan tanto,  silbaban y piaban con tal entusiasmo que parecía que aquellos nublados les fuesen a traer una nueva cosecha de higos. El ambiente era pródigo en sensaciones olfativas, quizá oliese un poco a higos también, de ahí el alboroto de los pájaros, pero predominaba el olor a hojarasca y a bosque procedente de la leña apilada en el patio.
He regresado a mi habitación y he permanecido allí con la ventana abierta, mezclando ratos de lectura y vagas miradas al exterior.
Se respiraba una gran calma de mañana de domingo en la calle, con aquella suspensión añadida del aire vaporizado que el enorme abdomen de la nube comprimía contra el suelo. Estaría probablemente distrayéndome más de la cuenta, que es condición de los que oficiamos en estas naderías de creer que se le puede tomar el pulso a lo que palpita delante de nosotros, cuando ha venido una rachita de viento dulce y seco, y ha removido un poco los plátanos que hay junto al arroyo, entresacando de su fronda, todavía muy verde, unas cuantas hojas amarillas. Me ha parecido que caían muy despacio, como queriendo mostrar elegancia en su acabamiento. Luego ha empezado a llover tímidamente, gordos  e hinchados goterones que se reventaban contra el suelo. Me he cansado de mirar desde la ventana y, ya que todo estaba tan solitario, he bajado con la cámara. Quería dejar grabadas esas hojas yacentes (aunque huecas y predispuestas al revoloteo) sobre la lámina brillante del pavimento antes de que la lluvia que amenazaba las aplastase o las arrumbase en una de esas curvas o paramentos donde el agua deja la marca de sus resacas.
Los vegetales son siempre superiores al despedirse de este mundo. Hasta cuando se pudren huelen bien. El animal se muere con un cierto resquemor. Deduzco que será porque al tener movilidad, concibe falsas esperanzas de poder huir, y siempre acaba decepcionado.
Esta teoría podía haberse llevado esta mañana algo más lejos. En la calle no había más que un perro menesteroso destripando una bolsa de basura junto a los contenedores. Comparados ese perro, un galgo abandonado, y yo mismo, como representantes del mundo animal, estéticamente quiero decir, con aquella  hilera de corpulentos árboles que festonean la canalización del arroyo, habríamos quedado a la altura del betún. Si bien estas valoraciones requieren cierta precaución, pues aun tratándose de seres irrisorios, como eran nuestras pobres figuras fugitivas, la del viejo galgo y la mía, éramos el contrapunto necesario para que aquella magnifica columnata vegetal tuviese una presencia aún más espléndida, apacible y armoniosa.
La mañana ha sido pródiga en agua, sólo que ha ido aflorando muy poco a poco. Hasta que la nube se ha desfondado y ha proporcionado una mediana crecida muy vistosa al arroyo, formando con el agua rojiza unas rompientes espumosas como las crines de los caballos cuando van en desbandada.
Antes de que descargase la tempestad, he tenido tiempo de hacer un hermoso recorrido protegiéndome debajo de los árboles del agua mansa  que caía. He grabado algunas imágenes de todo esto que he escrito. Y me he traído dos observaciones que, al hacerlas, me ha parecido que valían algo. La primera, que el elemento poético más importante de la representación de este fenómeno de la lluvia son los charcos. Y la segunda, que las hojas de los plátanos, tan parecidas a una mano con los dedos extendidos, tienen al caer a tierra la forma de un guante usado, uno de esos ajados guantes de trabajo, que suelen ser también de color amarillo, a los que se les queda para siempre la traza de la mano que defendieron de rozaduras y arañazos.
Suele decirse que cuando nos escayolan una pierna empezamos a ver la cantidad increible de cojos que pululan por el mundo. Quizá el camino recorrido para encontrar esa metáfora del guante usado provenga de un desarrollo perceptivo semejante. Esta edad tan espoleada…. con sus marcas, señales y desgarraduras.
 
 
 

martes, 11 de diciembre de 2012

El primo Hilario.

La estupenda pareja está en la cresta de la ola. En una pleamar espumosa y batiente. Hasta el punto de que él la pasea a ella en su moto, que es uno de esos artículos que un caballero suele reservarse para uso exclusivo. Tal como dicen los que pertenecen a este club que ha de hacerse también con la novia, la pluma estilográfica y las llaves del coche. Quizá no quede ya nadie tan estricto.
Ayer dieron un maravilloso paseo en moto. Ella nos lo contaba sin precisar muy bien los caminos. Y, claro, explicando las sensaciones experimentadas en el viaje. Su suegra Rm., suegra al fin y al cabo, por mucho que despiste, seguía muy interesada el relato. Hay que tener cuidado con mentar las sensaciones cuando se habla delante de la suegra, y menos aún sensaciones que la suegra no haya tenido, lo que es difícil tratándose de suegras, ya que tienen una que vale por todas, la del apretón original.
No obstante ella, todavía poco experta en suegras, nos decía, riéndose, que en la carretera había tenido miedo. Entonces Rm., que hasta aquel instante había estado sólo pendiente de averiguar el recorrido que habían hecho para poner en el relato algo de su propia cosecha, (si el trazado A estaba mejor que el B, por ejemplo), viendo que la ruta estaba tan confusa y que por ese lado no podía meter la cuchara, dijo que a ella lo de ir en moto le daba también mucho miedo, y que no le hacía falta salir a la carretera, que incluso ir por los caminos la asustaba.
Como nadie sabe lo suficiente de la vida secreta de los demás, yo me interesé por esta faceta motorista de Rm. Le pregunté de un modo campechanote y directo, como suele ser norma en nuestras reuniones:
--¿Cuándo has tenido tú esas experiencias de paquete motorístico?
Miré a E. por si él tenía noticias. Levanto las cejas al cielo y dijo:
--Ni idea, macho.
Entonces Rm., con un punto de orgullo y de indignación, y remetiendo un poco los cuartos traseros en el sofá, señal de que la cosa iba en serio, nos reveló que ella había ido muchas veces de paquete, “estaba harta de ir”, cuando era chica, con su primo Hilario.
--¿Hilaaaario? –Dijo E.
--Si, ¿qué pasa? –Contestó Rm.
Y ahí quedó cortada la conversación por alguna otra cosa sin importancia.
Creo que no será la última vez que nombremos al primo Hilario, que tiene las características necesarias para pertenecer a ese santoral laico de tipos singulares, como Bartolo y su flauta, Pichote y su bobería,  Cardona y su listeza o Benito y su purga. Cuando haya que invocar el don de la oportunidad, diremos llegaste más a tiempo que el primo Hilario con su moto. Es un gran hallazgo. No mío, desde luego, sino de la sagacidad natural de Rm.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Por bosques y espesuras. III


Todos estos montículos que asoman por aquí parece que no tienen nombre. El mapa que he leído antes de salir no los recoge. Aparecen los nombres de los parajes. Doña Inés, Los Guindos, El Valle, Valdecasilla, El Zauceral, Rompemarcas. Ha habido mucha generalización a la hora de hacer los mapas de esta zona. Fatiga la falta de rótulos, como en otras partes marea el exceso. Quizá los conozcan los nativos y los cartógrafos no hayan querido anotarlos. La superioridad en que está instalada la gente de oficina, el licenciado en algo, es proverbial. No digamos ya si pertenecen al Catastro. Anotan un nombre mal, lo estampan en el plano y eso  reza con el titulo cambiado durante décadas. Aquí mismo, a esta altura de la carretera hay uno equivocado. Pone en el mapa Arroyo de Vando Lázaro, y también Casas de Vando Lázaro. En el triturado que uno va haciendo de todo lo que ve en estos viajes en coche, los nombres son lo que más da que pensar. A este  de Vando Lázaro le he dado unas cuantas vueltas cuando lo he visto en el mapa. Podría perfectamente ser un nombre propio cortado, como el de Servando, pero si uno se tira al monte, como era hoy nuestro caso, aunque sea de manera provisional, esta predispuesto a tomar el camino difícil y yo he estado fantaseando con que ese nombre viniese de bandolero. Estas regiones han conocido toda clase de bandidaje. Golfines, comuneros, guerrilleros de varias adscripciones, maquis, gente esquinada y bravucona, que vivía asaltando y robando a todo el que se cruzaba en su camino. ¿A quién extrañaría que quedase rodando por estos fuertes y fronteras la mítica de alguno? Este tal “Vandolero” Lázaro verbigracia.
No muy lejos de aquí, a una ruta senderista que discurre junto al arroyo de Las Lanchas le han puesto el nombre de Blas Romo, un guerrillero carlista que tuvo en jaque a todos los pueblos de la zona. Lo acribillaron a tiros en la naciente de ese arroyo, que tiene unas chorreras muy vistosas, donde estaba refugiado. El cadáver lo llevaron a exponer a Navalmoral del Pino (tal vez Navalpino), “como trofeo de tan señalada victoria” decía la publicidad de la época. Cuando el cadáver del malhechor deja de oler queda la leyenda, o el nombre, para ser usado discrecionalmente por los vivos. A Vando Lázaro podía haberle sucedido algo así en un tiempo anterior. Esa era mi novela.
Más vale no mirar  demasiado detenidamente un mapa o acabará siempre llevándonos adonde no queríamos ir. La imaginación se deja embaucar con facilidad. Cuanto más si el mapa esta confundido.
Según parece el nombre de verdad es Valdolázaro, que suena mucho más creíble.  
Ese es el título al menos que tiene puesto una Casa Rural que esta situada a esta altura del camino. No es la que está pegada a la carretera, con su montón de estiércol y todo, esta es la casa rural de verdad, la turística está unos cien metros más adentro. Rm. la había sugerido, cuando hacíamos planes, para que tomásemos allí el menú. Yo he mirado en el ordenador y he visto: “El sabor autentico de nuestra tierra. Matanza propia. Gallinero. Huerta rural propia de verduras y hortalizas”. Me repatean estas publicidades en las que se ven los entresijos del tinglado. Lo de la matanza propia y el gallinero pueden ser dos alternativas adecuadas para pasar el rato, y hasta llevar a confusiones inauditas, ya que en salón de la casa, según se ve en una fotografía de la propaganda, hay dos soberbias cabezas de ciervo disecadas, pero lo de la “huerta rural propia de verduras y hortalizas", es un potaje que se atraganta. ¡Huerta rural! Vaya cosa. ¡Huerta de verduras y hortalizas! ¿A qué viene tanto redundar? A los huéspedes no se les  puede contar los mismos cuentos que al funcionario lila que expende los certificados de “rural autentico y típico”. O quizá la experiencia dicte que es eso lo que gusta. Vaya usted a saber.  
En el camino que lleva a la casa turística, cuando nosotros pasamos por allí, está aculado el camión de una contrata, con la cabina naranja. Parecía de telefónica. Estarían instalando en la casa alguna otra autenticidad gloriosamente genuina.
Cuando estoy pasando a limpio estas notas, encuentro y releo unos viejos papeles fotocopiados de una revista, en los que Jiménez de Gregorio, estudioso de este reducto geográfico, recopila las actas del Ayuntamiento de Toledo relacionadas con estos Montes, de los que la ciudad era propietaria desde el siglo XIII, correspondientes a los años procelosos que duró la guerra llamada retóricamente de la Independencia, 1808-1814. Esa cosa tan seca que es un acta, algo aparentemente tan insignificante, y cuántas cosas se ven al trasluz. En el año 1814, el Ayuntamiento pide informes de la extensión y el estado en que se hayan las dezmerías, el terreno que cada uno de los diecisiete  pueblos instalados  en esta gran finca tenía asignado para su uso de acuerdo a las reglas del propietario. El informe lo realizan los cinco guardas, un Guarda Mayor y otros cuatro Menores, encargados de esta enorme extensión de tierra. Es una larga lista de hermosos nombres que describen los límites y dan noticia de la vegetación que contiene cada área, y el estado en que se halla el monte, poco halagüeño, por lo que dicen los guardas. En la descripción de la frontera de la dezmería de Navalucillos, la reseña más sumaria y raquítica (junto con la de Navalmoral de Toledo y Navahermosa) de cuantas se recogen en estas actas, (tendría esta demarcación un guarda abúlico), puede leerse: “Da principio esta dezmería desde el Cornejal del Olivar de la Media Legua de Navalmoral, Piedra de Lucillos, Vado de Lázaro, Vega de la Claudia, Rincón de Martín Gómez, Vega de las Becerras, Collado de la Ermita, los Robledos, Nava de Don Diego, Marillán, Río Frío, La Rebollera, Collado del Castañuelo, Torre del Majano, Boca de la Hoz de Muelas, Collado de la Talega, Palancarejo, Cedena, agua abajo Malamoneda, el Almendral, Raña del Buey, Sierra del Cuervo y cierra dicho Olivar de la Media Legua”.
Ahí está: Vado de Lázaro. Sirva de desmentido a las anteriores versiones. He dado una gran vuelta por culpa de este maldito nombre, aunque ha merecido la pena devolverle a Lázaro su Vado. Es distinto, pero suena igual que si le hubiera dicho: "levántate y anda".
(Creo que continuará, aunque no sé si acabará).

martes, 27 de noviembre de 2012

Por bosques y espesuras. II

La carretera se despide de esta población haciendo una curva muy cerrada para atravesar un puente que cruza el Arroyo del Valle, como lo llaman los mapas. Parece que hay demasiados nombres por todos sitios y que al hombre le gusta dejar la palabra clavada en el paisaje, pero a veces surge una cosa tan decepcionante como esta. Arroyo del Valle. Hay que tener pocas ganas de nombrar para elegir un nombre así. Y lo curioso es que además este nombre se repite en casi todos los pueblos.
Después de esta cinta verde, de un verde muy oscuro, formada por huertos subdivididos y amontonados, aparecen las estribaciones de la sierra. La carretera se estrecha y empieza a hacer curvas para esquivar los cerretes que surgen a ambos lados. El paisaje aquí, en tiempo seco, da un aspecto de cosa roída, áspera y pobre. Las encinas que crecen aisladas o se arraciman en las lindes, es lo único que prospera en este yermo. Lo demás se labra sin ninguna convicción. Se han sembrado olivares y alguna viña pero nada luce. Todo está muy troceado y rascado. En algunas parcelas se ha desistido de este rasguñeo y el monte generoso las va cubriendo de nuevo.
El año anterior cuando pasamos por aquí llovía, pero no había llovido antes. Todas las descarnaduras y desollones del terreno labrado estaban a la vista, aunque con un aire menos inhóspito que en el verano. El suelo empapado siempre parece menos escuálido. Debe de ser porque la tierra oscura siempre parece más fértil, y la fertilidad tiene mando en plaza en nuestro subconsciente, sobre todo cuando se trata de predilecciones estéticas. Eso dicen al menos los que entienden de esto.
Este año todo está muy bien mojado desde hace dos meses. Por eso al coronar el primer repecho y ver estos eriales tapizados de hierba primorosa, hemos tenido que amortiguar la impresión causada por la imagen arrojando sobre ella un tópico. Parecía una estampa Alpina. Rm ha dicho: “parece el norte”. Yo, más pretencioso, he nombrado Suiza. Y luego un dúo de bucólicos lamentos: “En cuanto caen unas chispitas fíjate como se pone todo”, seguido de acusaciones al clima criminal que nos tiene condenados a la aridez perpetua. En realidad no han sido unas chispitas. Llevamos trasegados trescientos litros.
Por aquellas laderas, repartidas en dos o tres sitios, pacían unas ovejas. Grupos de cuatro o cinco. Tan aseadas y estretegicamente dispuestas como si hubieran estado colocadas a propósito. La hierba, formada por apretados cepellones de un verde restallante, invitaba a salir del coche y dar unas volteretas. A la hierba le pasa un poco lo que a la nieve, tiene la virtud de hacer olvidar todo el cascote y la costra que tiene debajo. Las ovejitas estaban plantadas en el lado derecho. Por la izquierda, detrás de unos chaparros, apareció un rebaño completo de cabras triscantes y montaraces. El cabrero estaba subido en un peñasco al lado de la carretera dándole la espalda al ganado. Tenía la cara consumida, como si la intemperie se la hubiese escarbado a punta de navaja. Y una mirada escudriñadora y sombría que, al cruzarse con la de Rm., la arrancó un escalofrio. Sería un pastor inadaptado que no ha hecho el cursillo de lírica que exige el Ministerio de Agricultura a sus patrocinados. O quizá lo estuviese haciendo intensivo en aquel momento. Los pastores son casi todos autodidactas.
(Continuará).

sábado, 24 de noviembre de 2012

Por bosques y espesuras. I

El año pasado, un día tonto, en el que había llovido e iba a llover más, y una luz gris, un poco oscura, como si estuviese espolvoreada con motitas de hollín, no dejaba de caer entremezclada con el agua, hicimos el mismo recorrido que hoy por las carreteras de la Sierra. Teníamos un buen recuerdo de aquel viaje y queríamos repetirlo. Al repetir esta clase de periplos el recuerdo es el primero en subirse al coche y, si cabe, es el que más habla.
Hacia la una del mediodía he llamado a Rm. para sugerirle la expedición. Estaba en cama, convaleciendo de la larga vigilia. Se deja ir por las noches y por las mañanas ha de reposar. Tardó en orientarse. Pero cuando captó la onda todas las iniciativas venían de aquella parte del teléfono. Era una hora difícil para buscar dónde comer en esas sierras tan gozosamente deshabitadas. Teníamos la experiencia de la otra vez, que comimos en Anchuras. Nos habían hablado bien de un restaurante. Aquel día debimos pillar en mal momento al cocinero. Yo me trague medio plato de un guiso de venado que parecía carne de burro, envuelto en una mugre especiada que no lograba esconder el sabor a establo, lo que tiene su mérito, pensando que la res había vivido selvática. A Rm. le había pasado tres cuartos de lo mismo.  Por tanto, decretamos que nos iríamos después de comer cada uno en nuestra casa. ¿Somos o no somos gente juiciosa?
Había notables diferencias entre el cielo de hoy y el de aquel día. Hoy, durante la mañana, ha estado lloviznando. Un ligero goteo brotado de un nublo aborregado, entre blanco y amarillento, como la lana de ese animal. A la hora de partir, la amarillez y el aborregamiento se habían esfumado y a la nube se le había metido mucha luz dentro, demasiada para mi gusto. Eso parecía al menos hasta que hemos entrado en la sierra, donde esa luz ha resultado ser la precisa para afinar el dibujo un tanto abigarrado del manto vegetal.
De nuestro anterior viaje, de la primera etapa, tengo un recuerdo bastante vago. Como la intención era llegar a comer, esa ilusión nos hizo ir un poco más rápido y relajar la vista. Aparte de que la luz borrascosa, densa y llena de lluvia formaba manchas y difuminados que exigían menos concentración. Tras el fiasco del comistrajo, quedamos de lo más contemplativos.
Hoy, en cierto modo, el viaje también era un desquite. Me he pertrechado de un mapa, que luego he dejado olvidado, de la cámara de fotos y de un cuadernito. No hay trayecto, por ínfimo que sea al que no le convengan estas herramientas, aunque luego no se utilicen, como ha sido hoy el caso. ¡Cualquiera sacaba la libretita estando Rm. tan habladora! Ella conduciendo y yo anotando. Lo hubiera tomado como una afrenta, y hubiera pisado el acelerador para no dejarme ver nada. De esta  otra manera hemos rodado todo lo despacio que nos ha sido posible.
Hasta Los Navalucillos la carretera es una línea recta irreprochable. Y un llano. Una raña característica sembrada de olivos, con el régimen parcelario de la zona. Mucha división y gran competencia por las lindes. Los olivos están también metidos en esta guerra. En las lindes hay superpoblación, cada propietario aprovecha el terreno hasta donde puede y la consecuencia es que en las uniones se duplica el número de árboles. Habrá guerra entre ellos, una guerra larvada al estilo vegetal, que sólo se vería a cámara rápida, pero que se eternizará en colonizaciones y competencias por el suelo, la luz y el agua. Los olivos bordean la carretera cuanto les dejan las ordenanzas viarias. Ese suelo que hay debajo del asfalto a nadie hace daño si lo pueden disfrutar los árboles. El año ha sido muy pobre y no ha quedado fruto por casi ningún lado, pero aquí  hay bastante aceituna. Los olivos  con las aguas excelentes de esta otoñada se muestran vigorosos y con las ramas vencidas por el fruto, con esos tonos alimonados que toma la aceituna cuando esta a punto de enverar. Vamos a echar la tarde itinerando, pero con las mismas podríamos plantarnos delante de un árbol de estos, a los que les sobran cualidades estéticas, y no perderíamos nada. Por descansar de una cosa, haremos otra, no por refitolería.
El olivar, de todos modos, es la zona noble de esta raña. Hay también naves indistintas, cercados y granjas de cerdos, esas edificaciones aplastadas y llenas de troneras, con sus depósitos de zinc bien enhiestos, como torretas de vigilancia, modelo calcado de los campos de concentración. Y hay también una petardeante discoteca de verano y, un poco más allá, para compensar, el cementerio. Luego dirán que hay zombis. Y no lo digo porque vayan a levantarse los muertos, en todo caso escarbarían más profundo, sino por los míseros que van a la pista a ser percutidos y anestesiados.
El resto, en esta carretera, es lo que se ve en todas, unos postes de teléfono a los que han guindado el cable, y algún cartel donde se anuncia Cabañeros. El Parque Nacional. Nuestra ruta ha de atravesarlo. Los carteles llevan ya unos años puestos y no resaltan mucho. Esta es una cosa curiosa de las señales. Que cuando están siempre en un sitio dejan de verse. El estatismo es la médula de la ciencia del camuflaje. Quizá sirviese para imputar al gobierno todos los accidentes de tráfico. A fin de cuentas se ven ahora cosas igual de chuscas.
La carretera para entrar en Navalucillos hace dos o tres curvas. A mano derecha se ven algunos huertos y unas cuantas naves y camaranchones. La industria rural. Cerrajería. Muebles. Materiales de construcción. Quesos. Piensos. Mecánica. Almazara. A la izquierda casas adosadas a una calle de nuevo trazado. La carretera cuando atraviesa el pueblo cambia de pavimento. Un suelo adoquinado. El temible pavés que tanto castiga a los ciclistas. Tendrá su significado, pero no me arriesgo. Es una hora muerta. Un hombre con el paraguas debajo del sobaco espera a que pasemos un paso de cebra. Intenta ver quién somos. Yo le saludo y le dejo un tanto confundido. Otra mujer con mandil barre la puerta con una escoba  muy gastada, mira de reojo sin levantar la cabeza. No son horas de barrer. Nos hace un seguimiento muy torero y acaba perdiendo el recato y poniéndose en jarras cuando llegamos a su altura. Todo pueblo que se precie tiene sus vigilantes voluntarios. En la plaza, donde se agrupan los bares y la iglesia, la clientela de estos foros estaba desaparecida. Sólo había una pandillita de muchachas adolescentes abrazadas a sus libros que acababan de ser desembarcadas del autobús escolar. Habían iniciado su camino de perfección. Todas eran seguidoras reglamentarias de la moda deformante. El pantalón ombliguero, las botas patizambas, el flequillo tapagranos y el diente atornillado. Eran sólo los comienzos. A pesar de todo sobrellevaban estos cilicios con alegría. Se reían fuerte y claro, con la esperanza de que se les quitasen las ganas de comer, que es otro serio inconveniente.
La carretera hace un zigzag por una calle estrecha y luego sube una cuesta larga hasta llegar a un punto en el que se despeja el panorama. El pueblo por esta parte ha crecido menos. A la gente le debe de parecer que si construye hacía la sierra se está alejando de algo. Esa o cualquier otra superstición. A la salida, cuando deja de haber casas en la acera de la derecha, vemos a otro hombre que camina distraído. Es de una factura más agropecuaria que los de la entrada. Va enfundado en un mono azul bastante trillado. Se le ven unas canas gruesas como cerdas adornando las patillas y el cogote. La piel curtida y de buen color. Lleva una destraleja colgando del antebrazo. Sea cual fuere su destino él se ha parado a mirar los montes desde aquella atalaya. He repasado mentalmente a todos los hombres que conozco de este pueblo y no hay uno que fume. Este sitio es de los que piden un poco de humo, para ralentizar. El hombre ni ha querido volver la cabeza para saber qué marca de coche llevábamos. Aquí, como en todos lados, los hombres se dividirán en subclases. Los habrá serranos y los habrá municipales. Este venteaba el airecito montuno como si le recordase algo anterior a su propio recuerdo.
(Continuará).

martes, 20 de noviembre de 2012

Grullas peregrinas.

 (Nota del 5 de Noviembre). Pasan las grullas. Haría frío donde estuviesen pastando y vienen a nuestro invierno. ¡Qué animales misteriosos! Los japoneses tienen muchos y hermosos dibujos de ellas. Deben de considerarlas animales sagrados. O quizá sólo las consideren elegantes y les guste observarlas, como hacen con los cerezos en flor.  No cederé a la tentación de mirarlo en Internet. Hemos de salvaguardarnos de tanto dato crudo o acabaremos por no poder hablar de nada. En nuestro desconocer hay mucha más ciencia de lo que parece. Hay preguntas que no están hechas para ser contestadas. O que una respuesta estropearía. Preguntas como: ¿Adónde irán? Que echamos a volar en la inmensidad azul y que no requieren datos de anilladores o estadísticos. Ni la cifra ingrata y vanidosa que las eche abajo de un disparo.
Nunca he visto una grulla posada en tierra. Las he visto en imágenes, pero nunca en vivo. Conozco de ellas sus gritos desazonados y agrios que las preceden y que nos hacen levantar la vista buscándolas en el cielo cuando emigran. Es un trompeteo desafinado y lleno de incertidumbre. El crispado aviso del que esta haciendo el último esfuerzo. El animal sofocado que teme no poder seguir remando y clama: “¡Esperadme!”. Eso que todos hemos gritado alguna vez de chicos cuando tras la fechoría, escapando en desbandada, los pies no nos iban más deprisa.
En el campo, cuando se trabaja en cuadrilla, todo el mundo se hecha mano al bolsillo al verlas pasar. Se las tiene por propiciadoras de buena suerte. Se dice que el dinero que uno tenga encima en ese momento lo conservará el resto del año. No se puede pedir más. Ir gastando a placer y que la mano siempre encuentre la moneda del paso de las grullas en el fondo de la faldriquera.
De las pocas cosas que recuerdan al mar en estos páramos del interior son las grullas. El graznido. El vuelo tan abierto. Y la enorme profundidad que adquiere el cielo cuando ellas lo surcan.
De estas grullas que he visto esta mañana luminosa apenas podría contar nada ningún manual de zoología. No son grullas solamente. Son unas grullas que pasaban. Su lección la van dejando escrita en un sólo renglón sin tachaduras. Una línea viva inimitable que se va escribiendo sola entre aleteos.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Enfoca, que algo queda.


 
(Nota del 29 de Septiembre). Ha dejado de llover. Pero la madrugada es húmeda y, cuando amanece, se ve que el nublado desciende vaporoso hasta los tejados medio deshaciéndose, aunque sin llegar a ser niebla. No tiene la madurez ni hondura del nublado de ayer pero aún le queda agua.
Un lacónico diálogo de dos personas sobre cómo corre el arroyo despierta mi curiosidad. Salgo con la cámara para hacer el recorrido inverso al que hice ayer cuando fui a la biblioteca. Traje muchas imágenes que reclamaban su estampación metidas en la cabeza. Después de tanto tiempo sin llover, las cosas mojadas adquieren una gran presencia, una oscuridad y una blandura agradables de contemplar. Pero pasa lo de siempre, la cámara no ve lo que yo veo. Con tanta cámara como esta mía, o peores, va a haber un testimonio del mundo muy errado. No obstante, no paro de hacer fotos, (también he borrado muchas después del cabreo correspondiente). Y eso es lo gracioso, que las hacemos por hacerlas, aunque sabemos que son una deformación, y luego nosotros olvidamos cómo eran las cosas y queda lo que ellas recuerdan. Claro que, en una hora, habré capturado treinta o cuarenta imágenes, y para hacer un par de dibujos, contando que hubiera sido capaz, habría empleado toda la mañana. Esto sólo indica lo afectado que estoy por la banalidad de este siglo. Otros lo llaman felicidad con el mismo derecho.
Me hago a la idea de que lo que la cámara hace no tiene nada que ver conmigo, que, digamos, yo voy de acompañante de otro pintor que no es de mi agrado, al que ayudo a transportar el caballete. Una manera de disimular la frustración que resulta muy útil.
El arroyo trae un agua limpia y rodante que ocupa toda la base de la canalización. Significa que ha llovido bien y muy sabiamente. Normalmente el arroyo trae un hilito de agua al que le cuesta avanzar entre espesos mazos de ovas y el correspondiente desecho recreativo, envoltorios de chucherías. No hay un alma por las calles. El nublado, tan despeinado y canoso, deja caer cuatro gotas imperceptibles que hacen espejear el suelo. El follaje de los árboles muestra un verde saturado, henchido de vida, Las hojas brillan y acumulan una gruesa gota de agua en la punta.
Mientras busco un encuadre me distraigo viendo pasar a Mj. por el puente del Cristo. Es un hombre que ronda los noventa años y todavía anda con las puntas de los pies, a saltitos. Siempre ha sido un andarín. Va ensimismado debajo de un paraguas negro que tiene rota una varilla. Está bastante sordo y no saluda. Tiene pocas carnes. No parece muy apasionado y suele argumentar con evidencias, para no fallar. Dicen de él que no ha sabido nunca leer la hora en el reloj, lo que denota superioridad. Se ha parado a encender el cigarro, es de los que no se lo quitan de la comisura de la boca. Fuma desde los catorce me dijo un día, y ha fumado hoja de patata y achicoria. Si le sumamos los años que le corresponden por tener este vicio pasará de los cien. Causa impresión ver circular esa eternidad de años con tanta ligereza.
En otro puente, el que da acceso al Tostadero, supermercado que ha cambiado muchas veces en los últimos años de nombre y de administrador sin lograr salir del declive, asomo la cámara por la barandilla, una posición difícil para el hipotético pintor que me he inventado. Lo que hace el objetivo de la cámara es indecente, succiona la imagen, tira de ella para adentro. Quizá deberían saber mi opinión los ingenieros de Nikon. Cuando estoy con esta diatriba veo avanzar hacia mí a N., ochenta años, otro tipo ligero pero con un caminar distinto, el ángulo del pié muy abierto y la huella plana. Los pantalones muy subidos, demasiado subidos, le campanean los bajos de las perneras en los tobillos. Viene del corral. Asocio ambos detalles y resulta  la idea de una agradable deposición recién realizada. Una costumbre muy campesina. La reutilización del desecho y una contemplación espaciosa, aparte de que en el corral es donde el labrador se expresa más a sus anchas, (este asunto queda para otra vez). N. tiene que decirme algo. Viene ya diciéndolo. Hasta que lo oigo lo habrá repetido tres veces.
--Digo que las fotos hay que sacarlas cuando esta todo lleno de fusca y no ahora que esta todo tan limpito.
Quizá crea que soy un reportero edulcorado de los que no gustan de enseñar las fealdades de la vida. O que me paga el Ayuntamiento para que haga una campaña maquillando sus deficiencias. Le escucho. Habla con cierta musiquilla. Tiene el pelo entrecano y la mirada poco perspicaz, volátil. Se ha situado junto a mí en lo alto del puente. El efecto es de estar los dos en un púlpito sermoneando a las aguas.
--Hace tres días estaba esto hasta arriba de mierda… ¿Y cómo va estar? Si no lo limpian.
Él tiene su huerta aguas abajo. El arroyo hace allí mismo una curva donde va dejando toda la fusca. Con peligro de que el agua le entre en la huerta. A él le toca por tanto pelearse con el montón de fusca. Luego, mirando la cámara, viene a decir que las fotografías ahora saldrán muy bonitas pero irreales, que es justamente lo mismo que yo estaba pensando decirles a los ingenieros de Nikon.
--Ahora esto está primoroso…. Teniendo yo toda la mierda allí…. ¿Cómo va a estar?
Hago una fotografía delante de él, por animarlo. Le desilusiona.
--Donde hay que hacer las fotos es ahí en los albañales, que se ve bien el chorro.
Le hago caso y caminamos por el Paseo, arroyo arriba. Él hacía su casa y yo hacía el puente de la Callejas. Unas chispitas nos pespuntean la cara y el ozono nos satura los pulmones de optimismo. Va hablando sin mucha gracia de lo que le parece. Se da la razón en dos o tres asuntos menores. Yo no opongo resistencia porque juego con esta baza de la escritura. Para el que diga que esto no vale para nada, aquí tienen una buena aplicación, el poder estar callado mientras los demás se adornan. Un bien social incuestionable.
Llegados al puente me muestra orgulloso los chorros que arrojan los albañales. El arroyo entra aquí en terreno civilizado y tiene tres o cuatro muretes que lo represan para que quede ahí toda la broza que venga de más arriba. El agua sale haciendo ruido por unos caños que tiene la última pared. El agua suena y brinca pero tiene más aspecto de cloaca que de otra cosa, incluso hay una espuma con un cardado peligrosamente llamativo.
Ir a los sitios muy anunciados para luego no ver nada es lo normal. En cambio me ha sorprendido encontrar la sierra casi totalmente tapada por el nublado, hasta muy abajo de la falda. Aquel era un no ver distinto. Como el del místico: Miré allí donde había / y perplejo vi no haber/ lo que antes existía. Los barómetros debían de estar por los suelos.
 
 
 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

TRAMPEANDO. (Fauna de mercadillo 2)

(Nota del 16 de Agosto). El hombre del vozarrón se encuentra con un semejante. Parece el acto cósmico del apareamiento de dos dinosaurios. Tiembla la tierra bajo esos vozarrones de gigantes. Aparte de caja torácica hay que poner la boca como un buzón para conseguir un sonido tan recio, tan rotundo y jactancioso. Su estructura ósea es como un bloque. Los dos visten trajes muy bien adaptados a la gloriosa circunstancia de quien ha de recorrer sus posesiones, es decir, todos los puestos del mercadillo, tratando a los vendedores como si estuviesen reclutando esclavos para dar de comer a los leones del circo. Los dos lucen gorrillas. Uno de visera clásica y tela de gabardina mil rayas. El otro zafa sus lentes modelo Santiago Carrillo bajo un viserón como una teja que promociona un pienso para perros: "Piensos L. E.”. Que, a mayor gloria de Descartes, me he permitido la licencia de traducir como: "Piensos: Luego Existo". Se acompañan además, de sendas guayaberas lisas. Mucho más elegante la de Luego Existo, que no es de marca. La del otro, de un tono verde campo de golf, lleva un primoroso rotulo bordado a la espalda: “Asociación Cultural. Tercera Edad. Viva la Vida”. Los dos lucen pantalones cortilargos hasta la rodilla, y desde allí para abajo unas zancas lujuriosas, peladas y engastadas de bultos y várices, que desplazan con pasos muy cortos (1).
Deben de ser de algún pueblo muy cercano, y el hecho de reconocerse en un territorio que no es el suyo ha provocado ese estruendo. El saludo lo han mezclado con un poco de conversación. Cosas muy concretas. Una partida de cartas. Parece que jugada ayer mismo. Se acusan en tono jocoso de haber hecho trampas, o de haberlas querido hacer, motejándose con términos nada eufemísticos. Recojo aquí dos que hubiera envidiado el mismo Francisco de Quevedo y Villegas, el gran rastreador de abyecciones humanas de nuestro Siglo de Oro: “Limpiapocilgas” y Ordeñasuegras”. Había otros menos ditirámbicos que omitiré, no vaya a ser que, por exceso de lucimiento, estos escritos pierdan la orla “cervantina” y adquieran la condición de zafios y bajunos guiones televisivos. Aparte de que un documento demasiado verdadero acaba siempre produciendo cierta incredulidad. Y a nadie le gusta no ser creído.
He seguido discretamente las operaciones de nuestra pareja, lo que ha resultado muy sencillo, pues, como ya se ha dicho, el aparato locomotor lo tenían  bastante desmedrado.
Tras un corto recorrido preguntando precios, y poniendo en duda la calidad, y hasta la procedencia, de las mercancías, han venido a parar delante de un montón de sandías. Piezas de unos tres kilos. “A un euro la pieza”, pregonaba el vendedor. “Luego Existo”, muy bien plantado, ha querido asegurarse de la operación comercial que iba a emprender. El vendedor, un sudamericano de agradable acento, le ha dicho:
–A un euro la pieza, sí señor.
–¿Todas?– Ha preguntado “Luego Existo”.
El sudamericano ha precisado:
–Cada una.
"Luego Existo", muy taxativo, ha dicho:
–Dame esa.
Y ha señalado una que estaba apartada del montón. Una sandía de más de diez kilos. Antes de que el vendedor tuviese oportunidad de argumentar (apenas había empezado a decir “esa”), "Luego Existo" ha zanjado cualquier posible intento de regateo, lanzando un trueno gutural muy seco:
–¿En qué hemos quedado?
El frutero no ha querido disputas con aquel Krakatoa en erupción y ha hecho un gesto de aceptar aquello como se acepta cualquier cataclismo, con resignación. Entonces ha intervenido “Viva la Vida”:
–Ya estás haciendo trampas.
Su compañero “Luego Existo” ha virado la cabeza enfocándolo a través del cañón de su visera. “Viva la Vida” ha proseguido:
–A esa sandía tengo yo tanto derecho como tú. Aquí hemos llegado al mismo tiempo.
"Luego Existo" ha levantado una zarpa nervuda en señal de advertencia y le ha resoplado a la cara, todo lo cerca que le dejaba la visera, que la jugada era suya.
A “Viva la Vida” se le ha puesto la papada de color fuego.
La intervención del vendedor (no he llegado a saber de qué frontera, posiblemente ecuatoriano) ha sido milagrosa.
–No la disputen –les ha dicho – tengo otra en el furgón.
El ambiente se ha enfriado. Y más cuando el ecuatoriano ha explicado que aquellos frutos no tenían venta.
--¿Quién va a querer esta animalada? –Ha dicho, cargando con la sandia de la furgoneta. --No se encuentran compradores para esto. Al final siempre las he de regalar.
“Luego Existo” y “Viva la Vida” han removido un poco los pies en el suelo, como hacen las caballerías cuando dan muestras de intranquilidad. De pronto aquella operación redonda tan bien calculada, presentaba ribetes de convertirse en un engaño. O bien habían sido ya engañados comprando algo que no valía nada, o bien querían engañarles pretendiendo que no lo comprasen.
He leído tantas Crónicas de Indias, que aquella escena me sonaba a algo conocido. El conquistador ávido, rampante, con la imaginación llena de mil historias de hallazgos de tesoros, bien preparado para recibir el timo del tocomocho, preguntando al indio por el oro, y aquellos indios (que en palabras de Félix de Azara, eran más flemáticos y menos irascibles; que su voz no era ni fuerte ni sonora y casi no se los oía; que apenas reían, y no se podía distinguir en ellos ningún signo exterior de pasión, atributos del perfecto jugador de póquer) intentando perderles con indicaciones confusas, señalandoles con el dedo el interior de las más intrincadas selvas, donde les garantizaban que manaba el oro.
Nuestro vendedor, un poco aindiado, no tenía nada que ver con la descripción de más arriba, era muy risueño, y se veía que le agradaba haber puesto en la cuerda floja a aquellos dos correosos ancianos, que sin embargo daban muy bien el tipo no ya de soldados de la conquista, sino el de gobernadores o presidentes de audiencia(2).
A los veteranos les ha costado decidirse y, después de hacerlo, ha surgido el problema de cómo transportar aquellas dos canicas. No cabían en las bolsas. Vuelta a rascarse detrás de la oreja. De nuevo las chanzas del vendedor:
--Son unos frutos imposibles. No se manejan. Si acaso llevarlas rodando.
--Como escarabajos peloteros. –Ha comentado “Viva la Vida” en tono escéptico—Más vale que lo dejemos.
--Ahora me sales con esas, después de la que has montado, so cagón. Yo esta me la llevo. Después ves diciendo que hago trampas.
Ha dicho Luego Existo. Y luego, dirigiéndose al frutero, ha añadido:
--Lo peor es agacharse, yo lo doy de las piernas, pero si me la cargases.
El vendedor se ha mostrado entusiasmado, le ha salido cierta musiquilla en el acento:
--Gustoso les cargo. ¿Cómo no? ¿Dónde la quieren?
“Luego Existo” ha entrecruzado los dedos de las manos delante del vientre sin mucha convicción.
El ecuatoriano ha salido de detrás del montón de sandías cargando la gorda, haciendo alarde del esfuerzo.
--Esta mole pesará veinte kilos.
Simultáneamente he oído decir a una mujer que ha contemplado a mi lado todo el episodio: “¿De dónde son estos animales?” Y alguien un poco más atrás ha dicho el nombre de un pueblo que yo no osaré repetir.
Al tiempo de descargar la sandía en las manos de “Luego Existo”, ha dicho el frutero:
--Atento al embarazo.
El espinazo de “Luego Existo” que hasta entonces había permanecido recto ha tomado una curvatura como la cola de una gamba. Quizá me haya recordado más a una gamba el color de la cara. Ha logrado enderezarse, con un sonido de gozne herrumbroso. Ha retrocedido dos pasos, y la sandía se le ha caído a plomo entre los pies. La sandía ha quedado entera, pero con una raja que recordaba la boca de una rana.
--¿Y ahora qué? –Ha dicho “Viva la Vida”.
El vendedor se ha agachado a mirar el interior de la sandía.
--Esta coloradita, me servirá como reclamo. ¿Quieren su euro?
“Viva la Vida” ha extendido la mano, y el frutero le ha puesto en ella dos monedas. Las dos  alimañas se han esfumado muy deprisa para lo lento que caminaban.
La mujer que estaba a mi lado, ha reflexionado en voz alta:
--¿Dónde irían con tanta sandía? Si no pueden con los pantalones. –Y cloqueando ha añadido. --¡Estos hombres!
Conste que yo me considero una entidad neutra en esta clase de incursiones. He abandonado el lugar cuando he visto que el “panchito” estaba dispuesto a sacarle partido al incidente predicando una nueva versión de las bienaventuranzas. Sólo con la primera he tenido dosis suficiente de empalago: “Hay viejitos que tardan en darse cuenta que son viejos, más vale pues, etc…”
Al ir hacia mi casa, todavía he podido ver a “Luego Existo” y “Viva la Vida”, recostados en un coche y abanicándose con la gorra. Tenían el cráneo muy blanco. Habían recuperado el buen tono. “Luego Existo” estaba encorajinado. Le he oído decir:
--Te digo que ha tenido él la culpa, que me la ha tirado encima como un peso muerto .
La autoestima, o como quiera que esto se llame, es como el oro puro, no hay acido que la ataque.
 
 
(1)Me parece subyugante la capacidad que tienen los modistos de élite para conseguir que las pobres gentes caigan en el menoscabo de sus personas por hacer seguidismo de las tendencias macarrónicas que ellos diseñan. Hay ahí mucho talento desaprovechado. Deberían ser todos ministros plenipotenciarios.
 
 (2)Vean si no la descripción del licenciado Cerrato, presidente de la Audiencia de los Confines, que hace Bernal Díaz del Castillo: cuando algún pobre conquistador viene a él a le demandar que le ayude a se sustentar para sus hijos e mujer si es casado, que es muy gracioso en le despachar….les responde con cara feroz y con una manera de meneos en una silla que aún para la autoridad de un hombre que no sea de mucha arte no conviene, cuanto más para un presidente, y les dice: "¿quién os mandó venir a conquistar? ¿Mandóos su majestad? Mostrá su carta, andá que basta lo que habéis robado". En algo se parecen los modos de este Cerrato a los de nuestros licenciados.    

lunes, 5 de noviembre de 2012

Muestra de sangre.

(Nota del 15 de Octubre). Me sacan sangre para hacer las correspondientes adivinaciones. Como antes se hacía por vía interpuesta, mirando el vuelo de los pájaros: a la exida de Bivar ovieron la corneja diestra, y a la entrada de Burgos ovieron la siniestra, o también mirándoles las entrañas. Después de todos los recuentos, pesos y medidas que hagan con nuestra sangre, todo tan aseado y científico,  a nosotros las palabras del médico nos sonaran como un augurio medieval. Colesteroles y triglicéridos. Cornejas que vuelan con vaticinios esperanzados o funestos.
Hoy éramos muchos para el análisis. Le he preguntado a uno de los circunstantes si ese flujo era diario. Me ha dicho que no, que sólo convocaban los lunes.
El Centro de Salud, (qué sutileza la de nuestras autoridades a la hora de titular, lo harán para despistar a los enfermos y que no lo encuentren) no tiene otra actividad a esta hora, las ocho de la mañana. La luz en la calle está todavía desperezándose, y las vidrieras de la entrada arrojan hacía afuera una luz lechosa e industrial. El edificio tiene la estructura de una nave con un reparto de espacios muy esquemático, alrededor las consultas y salas de espera y en el centro dos isletas, en una la recepción y en otra los retretes. Las divisorias de estas dos isletas no llegan hasta la cubierta lo que produce cierta sensación de desamparo.
Junto a la consulta de la sangre, todos los asientos están ocupados. Predomina la tercera edad. El ambiente es de somnolencia. Pocas palabras. Atocinamiento. Se pregunta por el último y la respuesta es un bostezo. La luz fluorescente dibuja rasgos enfermizos. No hay nadie demasiado bien peinado, ni demasiado bien vestido. Por los pasillos contiguos quedamos diez o quince desparramados que hacemos la espera de pié. Todos los tópicos  que nos califican de ruidosos quedan aquí desmentidos. El comedimiento sobrepasa la media europea.  Parecemos noruegos.
Casi todos los presentes portamos un vasito con nuestra “primera orina” discretamente envuelto en una bolsa de plástico blanco. El pudor es muy imaginativo.
El efecto es bastante cómico, porque todos lo llevamos en la mano procurando que no se desnivele, por evitar vertidos. D., un hombre cargado de espaldas y con las guías del bigote retorcidas hacia arriba, dice al pasar junto a mí: “parecemos borrachos a deshora agarrados al cubata”. Nos reímos. Esto da pié a un poco de conversación tabernaria a la que se arriman otros dos o tres. D. lleva la voz cantante. Para parecer discreto habla con la barbilla metida en el esternón. Se habla del hecho  de que haya tanta clientela. “Había ayer ahí dos mujeres –nos dice D.- haciendo cola para la consulta y una le decía a la otra: uy fulana cuanto tiempo hace que no vienes al médico, ¿es que has estado mala?” Nos reímos quizá más de lo que merecía el chiste, y D. insistía: “Parece un chiste, pero es verídico. Ahí mismo estaban las dos sentadas” y señalaba con el dedo dos butaquillas de plástico verde que había pegadas a la pared.
Nuestra tertulia es atravesada por todo el que pasa por el pasillo, que procuramos dejar diáfano manteniéndonos pegados a las paredes. Un hombre con pesada respiración de fumador de puros sale de la consulta de la sangre con cierta prisa, nos cruza con un trotecillo y gira a la derecha para entrar en el váter. Llevaba el característico bote de plástico vacío en la mano. De pronto no encontramos nada que decir y oímos los ruidos que surgen de dentro del retrete. El hombre ha tenido que hacer más fuerza de la cuenta para obtener la muestra. Ha habido una sonora emisión de gas que nos ha dejado conmocionados. D. ha levantado la vista al techo y ha torcido el bigote. Otro de los del corro, uno flaco y con el pelito por encima de las orejas que apodamos W., ha dicho escuetamente: “Atruena”. El hombre nos ha surcado de nuevo con mucha prisa. Al percibir el jolgorio ha dicho a modo de disculpa: “No salía”. La tertulia después de esto ha quedado un tanto marchita. D. se ha reanimado cuando ha visto pasar al médico que estaba de guardia, al que se ha referido con un apócope. Con aire de conspirador me ha estado contando muy cerca de la oreja unas cuantas historietas sobre el carácter rijoso de este médico. Tenía mucha documentación sobre el caso. El médico ha entrado por la puerta de una consulta con bata y ha salido  de allí vestido de calle. La chaqueta le quedaba enorme y llevaba un maletín en la mano. D. ha atribuido el aspecto desmejorado del médico, a su reciente divorcio y la nueva novia que tiene, “una yegua de veintiséis años que lo estaba dejando en el esqueleto”. Lo último que le he oído decir ha sido “ha encontrado la horma de su zapato”. Después de esta imagen erótica insuperable todo lo demás ha carecido de interés.
El turno ha corrido bastante rápido, porque la mayoría de los pacientes vienen acompañados. Siempre hay uno que se queda a la puerta sosteniendo la chaqueta. Los más experimentados entran ya con el brazo arremangado por encima del codo. Al salir de la salita extractora se quedan un momento parados en la puerta con el brazo doblado y el dedo índice contrario apoyado en la sangradura. La regularidad de las entradas y salidas, la repetición del gesto, lo provocador de la posición del brazo, ese enfático corte de mangas realizado con porte elegante y cara de despiste, me ha hecho recordar a esos autómatas que asoman en los relojes de algunas torres al dar la hora. Y creo que sería fantástico hacer uno con esta figura. Un anciano que saliese arrastrando los pies por un portillo y, después de arremangarse la camisa, le hiciese al tiempo, o a los asuntos mundanos, tantos cortes de mangas como horas tuviesen que sonar. Al viejo de este reloj yo le pondría la cara de Epicuro, el primero que enunció  la imposibilidad de experimentar la muerte: "mientras nosotros existimos no está presente y, cuando está presente, nosotros ya no existimos". No cabe mayor corte de mangas.
He quedado muy contento de dejar mi muestra de sangre, con tal de tener patente para salir con el brazo doblado y ensayar en la misma puerta del Centro de Salud que estaban dando las nueve.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Cadena trófica.

(Nota del 12 de Septiembre). Tener público agota. Aunque se trate de tu propia familia. A RM a última hora le dolía la cabeza. La tensión de ser perfecta demasiado tiempo para los demás. Por la tarde había ido a Talavera de compras con M. Ir de compras produce mucha tensión también. Sobre todo si entras en los probadores. Los espejos de nuestras casas son indulgentes, pero los de los probadores arrojan sobre nosotros una mirada criminal. La imagen de uno de esos modelos llenos de repliegues y con piel de amortajados del pintor Lucian Freud acecha detrás de la lámina reflectante. Si sonreímos frente a ellos adecuadamente, parecerá que el cuerpo no es nuestro, o que estamos asomando la cabeza por uno de esos decorados con figuras deformes que eran tan populares antes en las ferias.
Aunque ellas son muy listas, nunca se prueban la ropa. Se calculan a ojo. Con esta actividad RM pasa muy buenos ratos desengañando a su hija, que siempre quiere tener una talla menos. Estas criaturas con tanta fe en su propio cuerpo, ¿qué harían sin una madre realista a su lado? También los modelitos. Esos modelitos con los que tanta mujer cree disimular la madurez y que tan sólo proclaman su inadaptación. RM ha consumido mucha energía haciendo de Pepito Grillo. M., sin embargo ha venido revitalizada. Esta noche tenía lugar el acto inaugural de las fiestas y había quedado con unas amigas.
El acto inaugural se realiza sobre un tabladillo en torno al cual se congrega mucha gente a mirar desde abajo cómo unos cuantos hacen el ridículo en lo alto. Lo de siempre. Los de abajo suelen aplaudir con fuerza porque saben que los de arriba alcanzan el súmmum de la ridiculez cuando son aplaudidos. El taimado pueblo siempre tan aficionado a los patíbulos. El episodio central de esta liturgia es la coronación de las mises, un rito que merece comentario aparte, y que por lo visto deja huella en las pobres criaturas investidas.
M., pues, iba a salir, aunque todavía tuvo que superar dos obstáculos. Uno hacerle saber a su madre que no iba a cenar, para lo que utilizó el consabido subterfugio: “vamos a tomar algo, no se si vendremos a cenar”. Y arrastrar a S. a la desolación del mundo exterior poblado de conversaciones planas, neutras, inconsistentes. A S. le gusta la esgrima dialéctica, y en el patio de RM se hace mucho uso del juego de florete. M. intentó arrancarlo de allí  primero con buenas palabras, pero visto que S. se resistía como un mulo falto de doma, tuvo que utilizar el “silbato”. Durante algún tiempo hemos estado engañados pensando que S. tenía la capacidad de leerle el pensamiento a M. por la facilidad con la que se anticipaba a sus deseos, hasta que el pasado verano, en un arrebato de burlesca sinceridad, nos reveló que M. tenía un silbato que sólo él podía oír. Oído el silbato S. se puso una camisa presentable y siguió a M con el gesto de un desterrado. Cuando salía le dijimos que le sentaba muy bien la camisa recién traída de Talavera. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Con esta deserción, que RM se tomó con mucha elegancia, surgió un problema. ¿Qué hacer con las raciones de merluza que quedarían huerfanas? RM barajó algunas posibilidades que no encajaban en sus cálculos y luego me miró fijamente, como si fuese una de sus lombrices recicladoras. Dije que por nada del mundo rompería mi dieta de los dos yogures otra noche más. Pero si se parte de un escalón tan bajo en la cadena trófica, resulta muy difícil que nadie tenga en cuenta tus opiniones.  

miércoles, 31 de octubre de 2012

Ensalada.

RM ha traído de su huerta una escarola que ha abierto delante de mí con gran prosopopeya. Le he oído tales cosas sobre lo rápido que crecían y lo descomunales que se estaban poniendo, que no me ha parecido que la cosa fuese para tanto.
– ¿Estas son las famosas escarolas?
– ¿Qué te parece?
Ha dicho, sosteniéndola por el troncho, cabeza abajo, mientras llenaba el fregadero de agua.
Me he rascado la barba.
–Es que está atada.
Le ha dado un tajo a la cuerda y, cogida con las dos manos, le ha abierto las rizadas hojas para mostrar el amarillento cogollo.
–El cogollo es pequeño, –he dicho – quizá no esté acabada de hacer.
–Bueno, es que es de las primeras, –ha dicho – pero este cogollo es estupendo.
Ha sostenido la escarola abierta en una mano, y con los cinco dedos de la otra ha ahuecado el ramillete de hojas cloróticas como se les ve hacer a los peluqueros.
Me he encogido de hombros.
–Esta escarola, muchacho --ha dicho ofendida, --pero si esta escarola no la encuentras en ningún sitio. Tú no sabes las guarrerías que te venden por ahí.
Le ha rasurado el forraje exterior, que ha desechado, y las hojas del cogollo, y alguna que otra que verdegueaba, han ido a parar al agua.
–Traedme una granada.
Tanto E. como yo nos hemos dado por aludidos, y hemos salido al patio como dos centuriones. El granado es joven, pero digno hijo del viejo estercolero que hubo en el rincón donde está plantado. Cada año arroja al mundo unos tallos de dos metros. Granadas, sin embargo, no tenía muchas. La ha cortado E. con unas tijeritas, creo que esta vez no se ha puesto guantes (cosa rara en E. que cuida mucho su epidermis)  porque le he oído quejarse de las aguzadas púas con las que se defiende este árbol. Me ha entregado la granada y yo la he transportado a la cocina.
La granada es un fruto muy hermoso, sobre todo cuando la dura piel exterior, que es como de cuero viejo, se ha desgarrado un poco y deja ver su interior que parece hecho de rubíes muy bien engastados.
Dada esta apretada organización interna desgranar este fruto resulta algo dificultoso si se hace a mano, pero no si se conoce la técnica que RM aprendió el año pasado. Acabo de ver que las  granadas se venden ahora con un manual de instrucciones que incluye esta manera de pelarlas.
Se parte la fruta en dos, y a cada una de estas semiesferas se les aplica una ligera tunda por la parte de la piel con el culo de una cuchara. A mí me ha tocado realizar el corte, y lo he hecho mal. El corte hay que hacerlo por el ecuador de la granada y no por los polos. El golpeo le ha correspondido a RM. Se disponía a hacerlo en su ensaladera de madera de olivo sobre la encimera y le he recomendado que la metiese en el fregadero para que no salpicase. Me ha hecho caso, pero con una risita absolutoria. Mientras descargaba los golpes ha seguido sonriendo.
–Lo ves. –Ha dicho. –Es muy fácil. Estoy harta de hacerlo.
Al momento, como si hubiera hecho un truco de magia ha mostrado la cáscara vacía, con los hoyitos del lugar que habían ocupado los granos y un color amarillo pálido mucho más íntimo que el centro de la escarola. En estas nimiedades me había quedado yo atrampado, cuando la he visto levantar las manos con la otra media granada a medio torturar.
– ¿Ves cómo no salpica?
Iba a mirar, pero ella ha vuelto a poner las manos delante y ha rematado la lección:
–Los golpes secos no salpican.
Frase que he anotado y memorizado por si algún día sufro un golpe sin derrame saber por lo menos a qué clase pertenece.
A todo esto, ¿he dicho que estábamos haciendo una ensalada?  

martes, 30 de octubre de 2012

La silla coja.

(Nota del 1 de Mayo). Aguardábamos en la fragua a que nos llegase el turno en la reparación de nuestras máquinas un hombre gordo y yo, cuando se presenta ML. silbando. Trae una silla coja para que se la arreglen. Es una cojera extraña. La planta en el suelo para que percibamos la gravedad del caso. Tres patas han perdido una porción y la única que  queda intacta es la que la hace cojear. Nos reímos de esta simpleza. El hombre gordo dice:
–Pues esa no le habrá crecido.
ML. que es un tartaja que habla a una velocidad endiablada dice que de las cuatro patas sólo una ha salido buena.
–Las otras han caído. –Nos mira guiñando los ojos. – Ahora a esta, por buena, la vamos a cortar… así no puede ser.
–Eso pasa mucho. –Dice el gordo. –Yo lo digo en mi casa, si hacéis las cosas bien, procurad que no se note.
Le miramos los dos al estomago y el gordo ríe hasta ponerse colorado. Tiene unos dientes pequeñísimos, tal vez desgastados, pero en todo caso muy eficaces.
ML. nos explica que es una silla vieja que tiene para sentarse mientras hace las "esperas" a los "guarros". Él viene vestido con prendas de cazador, con los pantalones un poco caídos y haciéndole fuelle sobre las botas.
–Lleva así la puta silla… no sé los años que llevará. Siempre la estoy calzando… tres piedras cada vez. ¡Si fuera una! Hoy he dicho, esto se acaba.
El disco de la radial soltando chispas ha entrado en el tubo de la pata  como si fuese de mantequilla. Esa facilidad o poca resistencia ha dado a ML. una idea de la calidad del material de que estaba hecha. Ha dicho moviendo la cabeza:
–Es una silla muy mala… para la caza nada más… la dejo siempre en la horcadura de una encina… y así y todo se la pudren las patas…¡cómo será!
Realizado el corte la ha plantado de nuevo en el suelo para comprobar que sentaba bien. Ha mirado sonriente al herrero y palmeándole en la espalda le ha dicho:
–¡Cómo sois los artistas!..Si mato el guarro te traigo una pierna.
El herrero ha dicho:
–Apúntalo, no se te olvide.
ML. ya se iba, se ha frenado en seco, se ha girado y, poniéndose un dedo delante de la cara, ha advertido:
–¡Si le mato! ¿Eh macho?... ¡Si… le… mato!...Que los guarros son muy listos.
El ojo frío y pequeño, la nariz de zorro,  ha seguido su camino con la silla colgando del hombro.
Bendito y con Dios.–Ha dicho el herrero–. A la fuerza el guarro que quede tiene que ser listo.

lunes, 29 de octubre de 2012

Acrobacias.

(Nota del 17 de Octubre). La mañana no puede ser más clara. Las casas de este lado de la calle, que desde mi posición  no puedo ver, trazan con sus sombras unos caprichosos dibujos dentados y maléficos en las del lado de enfrente. Se diría que están todas jorobadas o construidas a pico y no como sus hermanas de la otra acera de aspecto pastueño y contornos aplanados.
Pasan las avionetas desde primera hora. Este ya es el tercer día de fumigación. Y el segundo pase. El primero lo dieron en plena abstemia, cuando los olivos estaban estragados y secos, y afilados como cardos. Hemos tenido un verano ardiente, canicular, machacón. Resultó extraño oír las avionetas en aquellas circunstancias. El gremio agrario, desengañado y muy susceptible a las tomaduras de pelo, hizo muy atinados comentarios al respecto. Por aquel entonces, que sería mediados de septiembre, y merced a este vicio de anotarlo todo, recogí una frase de enorme complejidad expresiva que resumía perfectamente la situación.
--¿Qué fumigarán?..... Si no tienen las pobres donde puedan clavar el rejo.
Con lo del rejo se referían al oviducto de la mosca, la Dacus Oleae. Pero con lo de “las pobres”  se aludía indistintamente a las moscas, en el sentido de desgraciadas, como  a las aceitunas, pobres en tanto que presentaban un estado tal de momificación, que de haber podido clavar el rejo allí la mosca, hubiera sido tanto como dejar instalada a su progenie en un pedazo de madera, con lo que, para haber prosperado, tendrían que haber mutado en carcomas.
En cualquier caso la frase daba por hecho que aquellos fantásticos planeos no tenían la menor utilidad.  Estos trabajos de las avionetas siempre resultan controvertidos, y dan para soñar en asechanzas de todo tipo. Cosa que es muy del gusto de los labradores que son individuos muy deductivos.
Después de la lluvia de finales de septiembre, a  las aceitunas les habrá crecido algo de carne debajo del pellejo y la dacus, ahora sí, se habrá dedicado a procrear con febril entusiasmo. Esto es lo que, por no haberlo visto, les oímos con intranquilidad pregonar a estos enormes pajarracos amarillos que hoy nos sobrevuelan.
Más allá de los últimos tejados, sobre la uralita de un corralón toman el sol unos cuantos palomos que hubieran pasado desapercibidos si no es por la agitación que les producen las avionetas. La mañana es limpia, alta, azulísima y un poco destemplada. La reunión de zuritas está muy tranquila hasta que el ruido, que viene como encerrado dentro una cuba o un bidón, les cae encima como si hubieran abierto de golpe una compuerta. Las palomas se espantan de un modo artificial, como si tirasen de un hilo y saliesen todas ensartadas. Tras quedarse suspendidas un momento en el aire con las alas extendidas se tiran a tierra en picado. La comedia dura poco. Sin tiempo apenas de posarse en el suelo, al instante regresan todas a su uralita con un revoloteo muy estudiado. Ni una sola vez se quedan quietas.
Por los alrededores del palomar alguien ha prendido una fogata y asciende un humo remolón e insignificante.    

sábado, 27 de octubre de 2012

Levantes nocturnos.

Esta noche  ha caído un gran aguacero. Lo he escuchado estando en la cama. Hay quien disfruta mucho oyendo llover bien guarecido entre las sábanas, dando gracias por estar doblemente protegido, bajo techo y arropado hasta los ojos. A mí me ocurre todo lo contrario, en cuanto escucho llover he de levantarme de la cama para ver el espectáculo. Lo he tenido por una rareza hasta que hablando con unos y con otros, (aquí, precisamente por lo poco que llueve, se habla mucho de la lluvia), he ido contabilizando a algunos más que pertenecen a este club. Casi todos labriegos desequilibrados, como yo mismo. Cuando alguno de ellos me ha revelado esta intimidad he sentido una corriente de satisfacción parecida a la que debió de tener Robinson Crusoe al encontrarse con Viernes. No sé si esto estará tipificado dentro de las anomalías del alma, pero desde el momento en que me entero de que sufren esta desviación me parece que los afectados son mejores personas. Más inofensivos quiero decir.
Levantarse a ver llover presenta en algunas ocasiones motivos de crispación en la vida familiar. Todavía hay matrimonios que duermen juntos, cosa poco recomendable, y las mujeres suelen endemoniarse con estos inopinados levantes nocturnos. (Siento tener que decir que no conozco a ninguna mujer que se dedique a estas prácticas --pueden tirarme por decir esto si quieren a una piscina sin agua como hacían las mujeres de aquel anuncio televisivo tan exquisitamente igualitario, pero si dijese otra cosa mentiría--).
Yo afortunadamente estoy liberado de estas servidumbres del lecho conjunto y las noches lluviosas hago mis contemplaciones sin tener que soportar ninguna crítica ni similar. Me asomo a la ventana, o al balcón o a la puerta del patio cuantas veces quiero, y permanezco  allí sin saber si ha pasado mucho o poco rato.
No es el caso de mi amigo L., que suele contar que si aquí lloviese más a menudo a él le acabaría costando el divorcio. Tiene el dormitorio en el piso de arriba de la casa y el cuarto de baño en el piso de abajo, por lo que, para no tener que subir y bajar escaleras tres o cuatro veces por la noche, tiene el orinal debajo de la cama, una solución harto juiciosa creo yo. Pero la noche que oye llover sucumbe al impulso primigenio y desciende sin pereza al piso de abajo a contemplar el prodigio desde la puerta de la calle, que es su oteadero preferido. La consecuencia es que al día siguiente el hermano bacín ha desaparecido de debajo de la cama. En ese punto del conflicto, L. siempre se hace la misma pregunta:
–¿Cómo puede ser que mi mujer quiera medir con el mismo rasero el ir a mear con el ir a ver llover?
Esa es la raíz del problema, que quien nunca ha montado en barco, poco puede saber de tempestades. De eso somos muy conscientes los que padecemos esta anomalía, que incluso para darnos a conocer hemos de ir con pies de plomo para no ser ridiculizados. Esta clase de debilidades se prestan mucho a la burla.  Aún recuerdo la manera precavida y rocambolesca en que L. y yo conversamos de esto la primera vez. Había caído la noche anterior una manta de agua y hablábamos del episodio con detalles un poco ridículos, y en determinado momento él, atento a la reacción de mi cara, dijo:
–A las cuatro de la mañana estaba yo ahí como un idiota asomado a la puerta.
Le dije que yo había estado más de dos horas mirando desde el balcón. Me clavó los ojos y jugó su siguiente baza, sumamente arriesgada:
–Yo en calzoncillos. -Dijo.
Me reí, porque yo había estado desnudo en el balcón, aunque no lo dije. Tal como uno se levanta así se queda, lo demás es distraerse. Estos son los afanes de esta dolencia.
Ahora, cuando me levanto de la cama a una hora intempestiva para ver llover, hoy mismo, imagino a estos otros cuatro o cinco chalados, agazapados en cualquier hueco, con los ojos dilatados como lechuzas, hipnotizados por la cortina de agua y entiendo unas cuantas cosas relativas a esta rara ocupación. Siempre he creído que mi afición a mirar tan despacio este elemento nacía de la necesidad de encontrar unas cuantas palabras justas con que expresarlo. Pero he comprendido que no hay que buscarle tres pies al gato. Lo dejó claro L. el día que dijo:
–Antes, cuando fumaba y bajaba en días de estos a la calle, creía que lo que tiraba de mí era la nicotina, ahora que he dejado el tabaco sigo haciendo lo mismo, y sin excusas, que es la manera más sana de tener vicios.

CODA: Por no desviarme del asunto del que trataba, no he contado antes el desenlace de lo que le ocurrió a L. el día de los calzoncillos. En primer lugar hay que aclarar que no se trata de ningún exhibicionismo. Vivimos en un pueblo muy atrasado y la norma es que a esas horas no haya nadie en las calles y menos un día de lluvia. L. es un hombre muy clásico que no se ha dejado intimidar por la zafia costumbre actual del pantalón cortilargo. El sol le tuesta en exceso en los sitios visibles como para darle oportunidades de que extienda sus dominios. Él es un hombre de piel blanca y visto en calzoncillos debe de ser lo más parecido a una rana puesta de pie, por tanto lo de la exhibición debe quedar descartado. Enfrente de la casa de L., calle por medio, corre el arroyo. Va encauzado en un canal de tres metros de profundidad y protegido por una barandilla. Cuando atemperó la lluvia, L.  oyó el ruido del torrente  y, por matar la curiosidad, se acercó a verlo. Encendió un cigarro, entonces todavía fumaba, se apoyó en la barandilla y se entretuvo mirando los bucles y contorsiones que hacía el agua brava y rojiza en el tajamar de uno de los puentecillos que lo atraviesan. Estaría así un buen rato, despreocupado, hasta que sintió la presión en su brazo derecho y a la altura del bíceps de una mano que lo asía firmemente. Dió una encogida, miró a su lado y vió a un número de la guardía civil diciendole que se tranquilizase. El coche patrulla estaba a más de cincuenta metros y el de verde había venido caminando sigiloso. Era un guardia joven con gafas pudibundas y una barbita llena de curvas y primorosamente recortada, como un circuito de fórmula uno. L. le dijo que no estaba nervioso. El guardia siguiendo el mandato del manual de psicología que había estudiado en la academía hizo caso omiso y le dijo que si le pasaba algo, que si tenía algún problema. "Aquel idiota --me dijo L. cuando me  contaba lo sucedido-- debía de creerse que me iba a tirar al arroyo de cabeza". L. es un hombre templado, corajudo e irritable. Tiene una poblada mata de pelo blanco y unos ojos claros muy abiertos donde destacan las pupilas como dos aguijones. Se sacudió del brazo la mano del guardia y le dijo que últimamente si que había tenido algún problema, le habían entrado tres veces en el corral y se le habían llevado las gallinas. "Buenas noches". Le dijo luego, y se fué para su casa un poco cheposo y desgarbado, pero con los calzoncillos bien puestos. "Se ve -- me dijo, a manera de resumen-- que a estos  guardias no les han enseñado nada práctico; será para que no desentonen". Amén.
 

viernes, 26 de octubre de 2012

Oír llover.

Es muy gozoso oír llover. En cualquier momento, en cualquier lugar, a cualquier hora del día.
Ahora el mundo está lleno de ruidos. Por apartado que sea el sitio en el que te encuentres siempre se oye el rumor del incesante oleaje de la actividad humana. La lluvia se oye habitualmente con algún acompañamiento. También es bonito escuchar esa lluvia entreverada con el ajetreo del hombre, pero cuando la lluvia viene sola, sus pasitos tenues, su menudeo, su arrogancia a veces, el lento camino que va haciendo al caer sobre los diferentes objetos y diversas superficies es de una elegancia y una sutileza que sólo algunas músicas muy logradas llegan a igualar. Si yo fuese músico ningún otro elogio me agradaría más que dijesen que mi música suena como la lluvia. No soy ningún melómano pero, de lo que yo he oído, Mozart es el que mejor hace llover. El concierto para piano número 21 es pura lluvia. Sobre todo el 2º movimiento,  el Andante, minuto 14.
Curiosamente la lluvia se capta muy mal con las grabadoras, y mucho peor las tormentas. Creo que a la lluvia no la gusta que la encierren, pues siempre que uno escucha lluvia grabada se percibe un amontonamiento de sonidos que al natural suenan vivos y saltarines, disgregados y repartidos por un amplio espacio. Por tanto entre oír una lluvia enlatada o a Mozart, es preferible Mozart. En esta maravillosa interpretación, el gran Maurizio Pollini está metido hasta los tuétanos en la melodía y en algunos pasajes se le oye acompañarse con un débil canturreo que es como un diagrama del insólito lugar del que está saliendo esa música y donde probablemente lleve impresa la partitura. Canturrear, musitar una cancioncilla cuando la lluvia esta cayendo es algo prácticamente inevitable.
 
 
 

jueves, 25 de octubre de 2012

Contrayentes.

Este verano, estábamos reunidos en el patio de R. hablando de las tremendas y avasalladoras invitaciones de boda que S. y M. venían sufriendo últimamente por parte de sus amigos, unas invitaciones que alevosamente incluían un número de cuenta bancaria para que la amistad se reflejase de la manera más pura, a través del dinero, y no con regalos sentimentales, siempre un poco sucios, o ladinos, o torpes, u horteras, o vaya usted a saber, impregnados en todo caso por la personalidad del donante, al que no podrían quitarse de encima por unos cuantos años, ya fuese por su presencia en forma de juego de café o de robot de cocina. El dinero mondo y lirondo borra el rastro de la pretensión ajena de colarse en el hogar o en el recuerdo de la nueva pareja, algo que no conjuga muy bien con el hecho de ser invitado como "amigo", pero que, cuando uno ha decidido contraer matrimonio, la asunción de estas contradicciones es algo irrelevante si se compara con la pura contradicción que significa el mismo hecho de casarse.
Devanábamos, pues, este asunto tan sugerente, inventando excusas un poco truculentas para poder sortear estas acechantes invitaciones, cuando a S., debido a que uno de sus amigos se casaba en Salamanca, el año que viene, el mismo día en que aquí se celebran las Fiestas Patronales, se le ocurrió que la mejor manera de librarse de esa boda era casarse él, el mismo día, pero en nuestro pueblo, de manera que sus invitados pudiesen gozar de todas las actividades festivas organizadas por el Ayuntamiento como si formasen parte del convite nupcial. Era una idea magnifica. Nos imaginamos la cara de los invitados al recibir la tarjeta con el listado de actividades repartidas a lo largo de cinco días: cucaña matinal, limonada con patatas fritas, misses juveniles e infantiles,  desfile de carrozas, dos corridas de toros, cuatro verbenas infinitas, charanga inacabable, tómbolas, churros, tiro al plato, pasacalles con la banda de música, concurso de ajedrez, carreras infantiles, pólvora, paella pública, encierros, payasos infantiles y una bien merecida traca final. Ni las famosas bodas de Camacho el Rico que se cuentan en el Quijote, y con la ventaja de que estas no costarían un céntimo, y además, puesto que se aprovechaban unos recursos lanzados a la deriva por el Ayuntamiento, como el que se sirve de la fuerza motriz del agua de un rio o recicla unas basuras, sería la primera boda del mundo que podría recibir el titulo de “sostenible”, con lo que no estaría demás solicitar alguna subvención para ella. La idea era deslumbrante y, a medida que la risa se nos fue metiendo en los huesos, la fuimos perfeccionando. Del sinfín de escenas berlanguinas que podrían producirse, estaba la de los novios desfilando en una carroza, encima de una enorme tarta de cartón piedra, haciendo equilibrios y esquivando los cables del tendido eléctrico, sin dejar por ello de  lanzar caramelos, o también la de los novios marchando en la solemne procesión, entre la Banda y el Cristo, seguidos por su eufórica, barruntona y un poco trastabillada comitiva entonando vivas y sembrando las calles de arroz. En fin, esta comitiva siguiendo a los novios, (vestidos de novios todo el rato de los pies a la cabeza), sería el delirio por do quiera que fuese, bien llegando a la churrería y pidiendo churros y chocolate todos a la vez, o bien corriendo delante de las vaquillas (......ese velo de la novia flotando en el aire encelando al ganado vacuno y la comitiva huyendo espantada de los cuernos, sin entender la causa de la fiebre persecutoria de aquellas terneras.....) . Dan ganas de ponerse a rodar mañana mismo una película con todo este material.
Agotada la exploración del proyecto, como se hace en todos los equipos de diseño, tuvimos que regresar al principio de nuestra historia para ir atando cabos, “cerrar temas o flecos”, creo que lo llaman los especialistas. Lo primero y principal era concretar el formato de la tarjeta de invitación, se podía decir que también era lo único pues todo lo demás nos lo daban hecho. Aquí ofrecí yo mi abnegada colaboración, que fue aceptada  por S. y M. con abnegado entusiasmo. Para tranquilizarles les expliqué mi idea. Si queríamos solicitar una subvención por “sostenibles”, cosa que yo veía “viable”, debíamos llevar el aprovechamiento de recursos hasta las últimas consecuencias, para ello debíamos utilizar el Programa de Fiestas que publica el propio Ayuntamiento como tarjeta de invitación, para lo cual bastaría con arrancar las dos o tres primeras hojas, donde figuran las parrafadas propagandísticas del alcalde y algún concejal, llenas de lloriqueos y zalamerías, así como un genuino retrato de la Corporación Local al completo: una espantable Hidra de diez o doce cabezas capaz de cortar el resuello al mismísimo Hércules… Había que arrojar, decía, esas hojas a la basura y elaborar una nueva portada. La nueva portada debería ser sencilla, pues el resto del programa era de suyo bastante colorista y chirriante. La compondrían un dibujo que yo mismo haría y un texto muy escueto. En el dibujo saldrían ellos dos trepando a la cucaña. Y en el texto:

                                                               S.  y  M.
                                                           Se contraen.
Y se complacen en invitarles a este acto de orden físico y espiritual que tendrá lugar.. etc, etc…..

Creo que les gusto mucho la idea, si hemos de medirlo por el número de carcajadas. Aunque yo creo que acabarán yendo a Salamanca.


El dibujo sería más o menos como se ve aquí, pero bien delineado.
Había pensado ponerle un título cualquiera, "cucaña matrimonial"
o algo parecido, pero desde que vi surgir la imagen en el papel me
 encabezoné con que debería llamarse "conejos" y no he sabido qui-
tarme la idea. Hubiera podido ser peor si lo hubiera puesto entre
admiraciones.