martes, 13 de marzo de 2012

Mundo y carne.(Segunda parte de "asistencia en carretera").

Cuando dos personas entran en un restaurante portando unas bolsas de las que asoma un cadáver descuartizado, no es de extrañar que la clientela recele y les mire con desasosiego. Eran unas piezas descomunales de añojo, procedencia Polonia, que habíamos comprado en Makro. La clientela, claro, no tenía por qué saber que aquellas piezas no eran de carne humana.
 R había agotado todas sus reservas de energía exorcizando las carreteras y estaba tan desfallecida que, a pesar de que en nuestro viaje de regreso del centro comercial nos perdimos otra vez, no alcanzaba el punto de ebullición necesario para que sus "padrenuestros" deshiciesen los nudos y lazos viarios que se enredaban en nuestra trayectoria. Mucho menos aún, cuando, en el mismísimo Toledo, o esa parte urbana de la ciudad que vive ajena a la encorsetada representación que exige el turismo, es decir, en la ciudad propiamente dicha, no en el museo; padecimos un inexplicable atasco de más de una hora. Ahí, creo, fue donde R tuvo plena certeza de que necesitaba comer. No pudo acabar con el atasco aunque se concentró en disolverlo.
 Y, por si con eso la cosa no hubiese quedado suficientemente clara, donde mejor se vio que estaba sufriendo una pájara monumental fue en el momento en que, estando parados junto a un paso de cebra, y teniendo, acaso, las ruedas delanteras de la furgoneta metidas una cuarta en la rayada pintura del mismo, vino una señora de melenita rubia, y flaca de dieta, se le notaba en el carácter, aunque también podía ser funcionaria, pues tenía el rictus clásico que suele encontrarse en esta ciudad imperial tras los mostradores de las oficinas públicas de los organismos gubernamentales (algo parecido a la expresión de las aguilas del escudo); y le dijo: "Eso, guapa, invade más el paso de cebra, atrámpate delante". Y siguió su camino sin atender a la niña que llevaba cogida por la mano, a su derecha, ni al perrillo que llevaba, por la correa, de la izquierda, sino lanzando denuestos por lo bajini y mirándonos de reojo con mucho desprecio.
La señora se hubiera merecido un toque de claxon o, ¡qué menos!, uno de los famosos "porfavores" de alto voltaje, pero R no reaccionó, la dejó irse sin hacerse a sí misma un poco de justicia. Lo único que salió por su boca fue:
 –¡Que asco de todo!
 Y acto seguido.
 –Tengo hambre.
Esta segunda frase la repitió por lo menos tantas veces como yo había repetido lo del mapa en el trayecto de ida. Si bien, teniamos el problema de que la carne debía conservarse fría, tal como había salido de la curiosa cámara frigorífica, abierta al público, que tienen en Makro, y que es una de las atracciones del establecimiento, pues, tal como algunos hacen "puenting" u otros deportes de riesgo, puede uno experimentar allí con su propio punto de congelación.
Pues bien, con admirable simetría, del mismo modo que la palabra "mapa" repetida desencadenó la puesta en servicio del GPS interno (y mágico) de R, la reiteración de las palabras "hambre-carne" hicieron que mi cerebro,configurado tras cien días de recolección de aceituna como el de un estratega, presentara un plan para acabar con aquella demanda. Creo que lo expresé aproximadamente de este modo:
–Podemos parar en el siguiente restaurante que encontremos y decirles que nos guarden la carne en la nevera mientras nosotros comemos.
A R le pareció de perlas, y, aunque ya estabamos muy proximos a nuestra demarcación, el componente novelesco de aquella iniciativa acrecentó nuestro deseo de acometer aquel acto completamente innecesario.
O, más aún que innecesario, descabellado. Eso es lo que pensaba yo mientras aguardaba en el coche a que R, sorprendentemente recuperada, se acercase a preguntar si también a los del restaurante les parecía bien mi propuesta. Ella vino cascabeleando, aferrada a su bolsito, con la contestación que yo más me temía. Podiamos trasladar la carne.
Con cierta expresión nerviosa inducida por ( lo que yo supuse sería) el ambiente friolento que habían traido unas hermosas nubes con las que se había cubierto el cielo y que ( luego supe) no eran sino frenéticas ganas de evacuar la vejiga, R me conminó a que cargase con los bultos y la siguiese. No lo hizo, claro está, utilizando ninguna palabra, lo que hubiera resultado un tanto vejatorio, sino que descorrió una puerta de la furgoneta para facilitarme  el acceso a las bolsas.
Aunque lo intenté, no hubo manera humana de disumular aquellas ciclópeas tajadas para que su traslado fuese menos llamativo, por lo que, en el largo trayecto, unos cuarenta metros, que separaba el coche de la puerta del restaurante, traté de adoptar distintas personalidades que proporcionasen cierta coherencia a mi papel de acarreador de aquella sangrienta mercancía. Ya me hacía la ilusión de poder pasar por un simple proveedor que acudía a aquel establecimiento para reponer existencias, cuando dos grupitos de  gentes recién comidas que se cruzaron con nosotros suspendieron sus banales conversaciones para dedicarnos unas espeluznantes miradas, ocasión en la que me vi trasmutado repentinamente en una especie de descuartizador de especímenes en extincion.
Si bien, donde noté que las sospechas acudían en tropel, tanto sobre mi persona como sobre el contenido de las bolsas, fue en el bar que servía de entesala al restaurante.( He querido ser exacto al dejar fuera de esto a R, pues no tuvo tiempo de percibirlo, ya que, tras indicarle al camarero que yo era el porteador, desapareció en busca del baño).
Había allí cuatro hombres que competían por ver quien hundía el tablero de la mesa en la que jugaban a los naipes. Otros hombres, sin espectativas tan claras, se entretenían removiendo el café apoyados en la barra. Ninguno de ellos dejó de mirarme con extrañeza mientras esperaba a que el camarero, un tipo pálido, descarnado y a la vez grasiento, recogiera las bolsas. Puede ser que se demorase a propósito, para que aquellas gentes cada vez más sigilosas se recreasen contemplándome entre aquellos dos lomos de buey. ¡Lo que hubiera dado por saber lo que pensaban!
Cuando regresó R, el camarero ya había retirado las bolsas y la situación se había normalizado. La comida pasó sin pena ni gloria, salvo por el acabado sabor neoclásico de la decoración del comedor, muy capaz de dejar huella sempiterna en el alma de cualquiera, (tenían incluso una Venus de Milo en una especie de altarcillo). Tuve la impresión de que el camarero, un camarero diferente del anterior, nos vigilaba y que se permitía hacer chistecitos alusivos a los veinte kilos de carne que habiamos dejado en deposito, pero debió de ser cosa mía, un exceso de suspicacia debida a la estrecha relación que había establecido con aquella carne.
Al salir del restaurante nos encontramos con el coche patrulla de la guardia civil lo que dió lugar a curiosas conjeturas y aparatosos  disimulos por mi parte, no así por parte de  R   que  se mantuvo imperturbable. Un sosiego, raro en ella, que le duró hasta que regresamos a nuestra tranquila población,  y que, ya en su casa, se convirtio en extraordinaria soñarrera y un acabamiento como no lo había tenido en todos los días de la campaña de aceituna. Lo que, vistas las singulares aventuras en las que nos vimos metidos en aquellas mal contadas seis horas de viaje, no era de extrañar. 

jueves, 8 de marzo de 2012

Asistencia en carretera.

Habíamos acabado la campaña de la aceituna (una recolección que este año ha sido como una batalla) y nos dirigíamos a pertrecharnos de viandas para celebrar los "roscones", el banquete con el que los guerreros han de conmemorar que han sobrevivido a la lucha.
Para que la comida pudiese diferenciarse de cualquier otra habíamos decidido adquirir la materia prima donde hubiese oferta suficiente para poder elegir. El pleito entre nuestros gustos personales y el de los tenderos es constante en los pueblos. Ellos parecen conocer muy bien lo que le gusta a la mayoría, de la que estamos irremisiblemente excluidos. Las pobres mayorías siempre sojuzgadas por sus intérpretes. Nuestra expedición, por tanto, tenía también un cierto componente revolucionario, el de puentear a los tenderos. Hubiéramos querido hacer nuestra compra directamente en un mercado de abastos, aspiramos a eso, pero nos quedamos en algo un poco más modesto, un mercado para mayoristas. Los expedicionarios éramos R y yo. No íbamos a ciegas, R ya había hecho una pequeña incursión por allí en el mes de noviembre. Trajo un espectacular besugo que dejamos fotografiado junto a ese insignificante pececillo en forma de cenicero.

 El cenicero ( no tienen por qué recordarlo)  fue la equivalencia que R buscó para darnos a entender el tamaño de la hernia inguinal de la que fue operada el verano pasado, y si lo fotografiamos junto al besugo fue para hacerle comprender que su hernia era cosa de aficionados. Ella había dudado a la hora de la compra entre aquel besugo y una merluza de ocho kilos. Tuvo suerte con la elección, siendo de suyo tan reivindicadora de sus cicatrices.
El mercado se encontraba en Olías del Rey, y hacia allí nos dirigíamos con alegre desenvoltura. Fue al remontar las cuestas, tras surcar el puente del río Cedena, cuando se me ocurrió preguntarle por primera vez si había mirado en el mapa cómo se llegaba a Olías, pero ella iba preocupada por la falta de fuelle de su furgoneta, ( luego resultó que la alfombrilla se le había metido debajo del acelerador y hacía tope), y no prestó atención. Más allá de Navahermosa volví a repetir la pregunta, aunque advertimos casi al mismo tiempo que allí también habían robado el cable del teléfono de los postes que corrían paralelos a la carretera, un asunto de mayor trascendencia, y la pregunta quedó diluida. Ella me había contado con hilarante regocijo cómo E, en su anterior viaje, se había perdido. R iba de copiloto en aquella ocasión y era de suponer que habría ido todo el camino entretenida viendo cómo se perdía su marido. Cuando entramos en el laberinto de rotondas, proximos a Toledo, entoné la pregunta por tercera vez.
–Te he oído las otras dos veces. No necesito mapas. Pasas Toledo y Olías está a la derecha.
–¿A la derecha de qué?
–De la carretera. Allí lo pondrá.
Tomó la circunvalación de Toledo, y luego, puesto que Olías no aparecía por ningún sitio, todas las derivaciones que indicaban Madrid. Yo dejé caer mi pregunta puntualmente cada 2 km.
–En la general de Madrid está Olías a la derecha–. Contestaba ella.
–Simplificas mucho–. Replicaba yo.
Me entretuve contemplando aquel paisaje asfáltico hasta constatar que por nuestra carretera de tres carriles y a lo largo de varios kilómetros no circulaba ningún otro vehículo.
–Esto debe de conducir a algún cementerio nuclear–. Dije yo.
–Esto lo que está es muy mal indicado–. Dijo R bastante ofuscada.
–Bueno, –dije– pone que Madrid está a 80 km y vamos encajonados, no tiene pérdida.
–¡Qué lío han formado con estas carreteras, por eso nadie viene por ellas!
En el carril contrario divisé unas cabinas en línea, características de las autopistas de peaje. A R le dio un vuelco el corazón cuando se las señalé. Pagar por perderse le parecía excesiva penitencia. Hubiera salido por mitad del descampado de no haber tenido que salvar aquel muro de cemento, no obstante lo hizo a la primera desviación. Fue sincera con el cobrador de la garita.
–Nos hemos perdido –dijo– queríamos ir a Olías.


Por sólo ochenta céntimos (eso confesó ella, aunque el cartel la desmienta; cabe suponer que nos  aplicasen  la tarifa de discapacitados, o la rebaja correspondiente) aquel hombre nos liberó de aquella carretera transgénica y nos indicó cómo llegar a la escurridiza Olías  por carreteras comarcales, más comprensibles para nosotros, e integradas en el paisaje, es decir que pasaban por los pueblos.
R recuperó el buen tono, e incluso llegó a decir que le había parecido barato perderse. Llegamos a Mocejón haciendo bromas sobre la experiencia aterradora de la autopista, hasta que dimos con la rotonda donde el cobrador nos había dicho que salía la carretera de Olías. En la rotonda los indicadores eran ciegos, o mudos, es decir tenían flecha pero sin letrero, si bien en el aguilón de una casa cercana habían pintado dos enormes flechas, una en dirección al tejado y otra que parecía señalar a un banco donde reposaba un anciano. Era una difícil disyuntiva. No estuve rápido con la cámara y nos quedamos sin ese asombroso documento gráfico. La flecha junto a la que estaba escrito el nombre de Olías era  la que señalaba al tejado. R ralentizó el paso del coche y, aferrada fuertemente al volante, me miró moviendo la cabeza.
–¿Y qué hago yo ahora?
Por detrás un coche nos lanzó un pitido. R se aventuró por la primera salida. Suspiramos aliviados cuando vimos el cartel de Olias metido en un hoyo al borde de la carretera. Lo vio R con increible agudeza aunque estaba medio enterrado, si bien a partir de ese instante ya no volvió a hacer caso de ningún cartel. En Olías optó por preguntar de viva voz por aquel mercado. Lo hizo en tres ocasiones y con resultados escalofriantes. R tiene la costumbre de formular estas preguntas a larga distancia precedidas por un "por favor" fulminante que tiene el efecto en quien le recibe de una descarga electrica. Así ocurrió con el primero, un hombre que lavaba su coche junto a un jardincillo y que al girarse de modo descontrolado estuvo a punto de enchufarnos con la manguera. Este hombre nos dijo que teniamos que llegar a una "retonda". El segundo, un vejete campanudo que paseaba un perro, hizo el gesto de levantar las manos como si lo estuviesen atracando, "hay una rotunda..." nos dijo. La tercera, una mujer que iba en una bicicleta, antes de echar el pie a tierra hizo un par de eses peligrosas, nos señaló la rotonda en dirección contraria a la que circulábamos, ella también, cuando se recuperó de la pregunta, tomó la dirección contraria a la que antes pedaleaba, la dejamos totalmente desorientada. Eso hizo que R perdiese la fe en las indicaciones verbales y se dejase guiar sólo por su intuición. Gracias a ella dimos con el mercado, o el polígono industrial en el que se encontraba, alcanzamos a verlo, al coronar un cambio de rasante, en una explanada lejana, pero también, gracias a esa intuición (quiso dirigirse a él en línea recta, o por la carretera que parecía estar trazada en aquella dirección) nos perdimos nuevamente;  la carretera nos defraudó haciendo una tremenda curva e incorporándonos al tráfico apabullante de la autovía en dirección a Toledo.
R se sintió traicionada.
–Aquí no vengo yo más. Esto es reírse de una. ¡Será posible!
–Si tuviéramos un mapa o lo hubieras mirado…–dije–.
Era la enésima vez que se lo repetía.
–¡Pero qué mapa ni qué niños muertos! –Dijo muy indignada– ¿No ves que todo está confundido? Están confundidos los carteles. Se confunden las carreteras. Se confunden las personas que te indican. Se confundió E grande. También se ha confundido E chico. Yo me he confundido, eso por descontado. ¿No van a estar confundidos los mapas? Es más…–tomó aire– te voy a decir una cosa, si llegamos a ese sitio será confundiéndonos.
Si hubiera sido una cafetera, el humo que le salía por las orejas, hubiera sido indicativo de que la infusión estaba hecha.
Lo gracioso del caso es que, en lo último que dijo, acertó. Nos equivocamos al salir de la autovía. Lo hicimos por un caminejo de cabras que había mil metros antes de donde indicaba el cartel, y el coche fue mansamente primero a la "retonda rotunda" y luego hasta las puertas de aquel almacén. R tiene estas habilidades desconcertantes. También encuentra las cosas perdidas rezando "padrenuestros" al reves. En fin, ya saben por qué misterioso procedimiento llegamos a Makro, y, asimismo, porqué a ella  le traen al fresco mapas y "gepeeses". Sólo existe un pequeño problema, y no es por darme importancia, que para poner en marcha estos intrincados sistemas de búsqueda ha de entrar en combustión, lo que a veces no logra sin la ayuda de un experto en encendidos. Nadie es perfecto, que dijera la famosa película.