martes, 10 de diciembre de 2013

domingo, 24 de noviembre de 2013

Paradojas.


Mi vecino cazador, que salió de su casa a las siete de la mañana y regresa a las cinco de la tarde diciendo:
– Nada de nada de nada, pero nada. Nada. No he visto nada. Cero.
Mostrando satisfecho su zurrón repleto de ese vacío.
 
                                                          ***** 

Mi cuñada C., sentada a la mesa tras una cena normal, acaso afectada por aquellos cuerpos extraños que habían llegado al interior de su estomago acostumbrado al ayuno nocturno, moviendo la cabeza con vehemencia para los lados como la niña del exorcista y diciendo en un obstinato cada vez más impetuoso:
–Miento, yo miento mucho, miento siempre, miento, miento, miento, miento todo el rato.
Intentando que creyésemos que estaba diciendo la verdad.

(Nota al margen. He tenido que pensar despacio en la frase "miento siempre" para darme cuenta de que  presenta uno de esos infernales contrasentidos de los que es imposible escapar. Si  alguien "miente siempre", miente también cuando está diciendo que "miente siempre" y por tanto sería verdad que "miente siempre", pero si es verdad que "miente siempre" nos esta mintiendo cuando dice que "miente siempre", y por tanto sería verdad.....etc. y así hasta el fin de los tiempos. Por tanto es imposible "mentir siempre" y es imposible, claro está y por muy buena fe que se ponga, creer a nadie que quiera hacernos comulgar con esa paradoja. Advierto ahora, de pasada, la gran facilidad que tiene esta rama femenina de la familia F., las hermanas C. y R., para producir paradojas, si jugasen al ajedrez serían especialistas en ahogarse el rey, siempre que no les estuviese permitido darse jaque mate con sus propias piezas.)

viernes, 22 de noviembre de 2013

Octeto.

Preguntan en Pasapalabra:
–Comienza por O. ¿Conjunto musical compuesto por ocho voces?
El trío que mira, repantigado en el sofá y junto al fuego, este concurso tan “guionizado” y previsible, pero pacífico, contesta a coro:
–Octeto.
Pausa valorativa. Puntualización:
–Quizá estemos incurriendo en lenguaje sexista. En realidad octeto debería servir para  designar  sólo a una formación compuesta por voces masculinas.
Risas. La única mujer del grupo se cuestiona si sería oportuno aplicar la corrección lingüística a este caso:
– Llamarlo octeta no creo que este muy de acuerdo con los mandamientos feministas.
Nueva puntualización:
 –Y tendrían razón, habría una clara minusvaloración de género, para formar una octeta sería suficiente con cuatro mujeres.
Más risas.
–Lo estás arreglando.
Nuevas puntualizaciones.
–Aunque octeta se presta a confusión. Podríamos entender que estamos refiriéndonos a un ser definido por ese número de glándulas mamarias.
–Eso debería llamarse octoteta.
La conversación se anima.
–¡Qué difícil!
–Tendría que tratarse de glándulas con poco desarrollo y poca base, más o menos como el cucurucho de un helado.
–¡Estaríamos bonitas! Íbamos a parecer estrellas de mar.
–Sí, sería un caso similar al de esas cajas de galletas que tienen escrito en la tapa “gran surtido”.
Carcajeo aparatoso.
 
Esta humorada de la octeta, me hace recordar que en este pueblo, hace años se puso de moda en los ambientes futbolísticos calificar a los jugadores poco aguerridos o huidizos, “que no metían la pierna”, con un superlativo del vocablo  “madre”, muy común en tantos giros del habla cotidiana para expresar blandura. “Soy una madre”. “Eres una madre”. “Pareces una madre”. Etc.. A estos jugadores se les decía que eran “unas madres con siete tetas”. Y no en privado, sino desde la grada y gritado a pleno pulmón por aficionados de potente vozarrón. El grito “sois unas madres con siete tetas” también se ha oído en nuestro graderío cuando el equipo naufragaba, pero lo más común era no dejar que esta fórmula perdiese fuerza, se diluyese en generalizaciones como esa. Solía aplicarse a un jugador concreto, para lo cual, primero se nombraba al futbolista, bien por su nombre: “¡¡Fulano!!”, bien por su dorsal: “¡¡Siete!!”, se dejaban pasar unos segundos para que el berrido lograse su total expansión y alcanzase el suspense necesario (en ese silencio todo el mundo oía un “¿qué?” no pronunciado por el jugador) y luego se le dejaba caer encima aquel hermoso sambenito, “¡¡Eres una madre con siete tetas!!”. Felicísima frase que denota los grandes logros expresivos a que puede llegar  una lengua cuando los hablantes la recrecen y retuercen tratando de ampliar su significación

domingo, 27 de octubre de 2013

Pájaros.

Voy a la Alberiza. Al lado del camino queda una espinosa cambronera junto a unas construcciones muy feas, corrales y naves levantadas con precarias rasillas y coronadas con uralitas. Antes estos caminos, a las afueras del pueblo, estaban bordeados de cambroneras que, en forma de seto, servían para proteger los frutos que se producían en estos terrenos aledaños de posibles saqueadores. Los pájaros también debían de sentirse protegidos en el interior de estos arbustos de espeso ramaje y cuajados de fuertes y largas espinas. Debió de ser durante un tiempo un hábitat muy favorable para ellos, un pequeño paraíso que fue desapareciendo. Condición imprescindible para que un paraíso merezca ese título es que haya desaparecido. Al paraíso perdido se le añora, se le canta o se le recuerda, y eso puede proporcionar mayor gozo que habitarlo tediosamente hasta el fin de los tiempos. Ahora esta cambronera aislada es muy vulnerable. A los pájaros ya no les sirve para anidar y malamente para ocultarse, pero no obstante la suelen utilizar de posadero. Siempre que paso por este camino la cambronera esta repleta de pájaros. Son muchas las veces que he parado el coche para hacerle una fotografía, pero los pájaros salen en estampida en cuanto ven que el vehículo aminora el ritmo. Junto a esta cambronera hay dos almendros que podrían servirles a los pájaros para emboscarse evitando aquel amontonamiento que por la agitación y revuelos se intuye repleto de querellas. Pero no. Salen volando asustados y, cuando regresan, vuelven siempre a esta misma cambronera medio pelada, hechos todos una pelota, como atraídos por un imán.
Desde que se sabe que las especies evolucionan, ha de darse por hecho que las especies también recuerdan. Nadie sabe que impulso rige la querencia de estos pájaros, pero lo mismo que otros pájaros hermanos se embarcan en travesías continentales en pos, seguramente, de la tierra prometida, tal vez los gorriatos que acuden a esta cambronera, esperen que entre el enmarañado laberinto de ramitas y espinas se abra un día la puerta que lleva al País de Jauja.  
Por el espejo retrovisor, una vez pasada la cambronera, veo como se puebla al instante de sus obstinados huéspedes. Mientras dura el camino voy pensando en el componente ilusorio que anima a todo bicho viviente, imprescindible para que haya vida. En el olivar, los árboles doblados por el fruto. ¿Cuánto tiempo he estado parado contemplándolos? Son olivos muy viejos, con una gran cepa y los troncos cariados divididos en dos o tres patas de corteza rugosa, con abultadas venas llenas de nudos que se hunden en la tierra como tentáculos. Tienen un aspecto impresionante. El olivo es un árbol muy difícil de representar. No he visto ninguna pintura donde la trama finísima que componen sus hojas resulte tal como es en la realidad, los olivos pintados quedan reducidos a un tosco volumen. Las fotografías también lo desdibujan, anulan ese gracioso trazo fino que hace que pueda distinguirse cada hoja, cada ramo, cada aceituna, como sucede cuando lo tenemos delante de nosotros, aunque lo contemplemos de lejos, y que es lo que le da a este árbol de porte correoso y sufrido un aspecto ligero y airoso.
He empleado un buen rato en mirar con los músculos de la cara apretados, como si verdaderamente fuera un pintor en trance de devanar aquellas líneas con un lápiz en la mano. Luego he medido a pasos la distancia entre los árboles. Pasos más largos de lo normal para que equivalgan a un metro. Hay que sembrar olivos nuevos en estas calles que miden catorce metros. La nueva alineación queda señalada con unos cotos, tres o cuatro piedras formando una torreta, uno a cada extremo de la línea, que aparece en la imaginación como en la mirilla de una escopeta cuando uno los confronta.
Mientras me dirijo hacia el coche, de nuevo me atrapa la maravillosa estampa de los olivos, robustos y rendidos por el peso de la cosecha,  con las ramas vencidas hacia el suelo. Como desmayos, dicen los labradores de esta tierra, recreándose en la palabra que parece sacada de un fado. La aceituna tiene ya ese cremoso color membrillo que indica que la pulpa se vuelve oleosa y esa suavidad asoma en la piel de cada fruto. Es el momento del año en que los olivos tienen un aire más delicado. Y más con esta luz anubarrada de hoy, y el rojo fuerte de la tierra mojada.
Regreso. Quizá si hubiera tenido unos  lápices de colores habría perdido ahí toda la mañana. El camino baja como un tobogán entre dos cortados dejando dos corrales a mano izquierda, el primero una construcción rala, hecha con piedras y pegotes de cemento y llena de añadidos, donde ramonean unas cabras entre bañeras recicladas que les sirven de abrevadero; el siguiente, un cercado de ladrillo macizo rematado por agudos cristales. Más allá, por ese mismo lado, desemboca el camino de La Hoya, por el otro, un poco apartada, la cerca de tapiales de lo que fue un tejar, por donde asoman, recios y medio derruidos, los gruesos muros del horno y, frondosas, dos o tres higueras que dan una profunda sombra. Los terreros que rodean al tejar han sido recuperados para la agricultura, pedacitos de tierra excavada en los que medran como pueden almendros y plantones de oliva. Después otra nave con las ventanas atrancadas con puertas viejas recuperadas de distintos derribos. Un poco más allá otra nave más, a la que han fallado los cimientos y cuyas paredes han sido reforzadas por contrafuertes dignos de una fortaleza medieval. Al llegar a la cambronera aún siguen allí los pájaros fingiendo asustarse. Quizá estos pájaros nada sepan de Jaujas, ni puertas. Mucho más probable es que los esté confundiendo con la pajarería tremebunda que tengo yo metida en los sesos.
Cárcel soy de mis sueños// y en ellos anidan pájaros… dijo el poeta. Que es otra manera de decir lo mismo ahorrando muchas palabras y, en inciertos recorridos, mucha suela de zapato.

lunes, 7 de octubre de 2013

Especialistas.

11:31 ante merídiem.
Pregunto por teléfono:
–¿Estás todavía acostada?
Contesta:
–Nooo –un no muy largo. –No estoy acostada, estoy tumbada.

Donde se reconoce a un verdadero especialista es en la asombrosa exactitud, la precisión puntillosa, casi exasperante, que utilizan en la elección de los términos que conciernen directamente a su disciplina.

Aun a sabiendas de que concertar estas nomenclaturas es sólo para espíritus superiores, me he aventurado:
–¿Eso qué es, estar acostada boca arriba?
–No. –Ha dicho ella riéndose.
Y con la modestia de quien se sabe poseedora de un dominio completo de la materia, ha aclarado:
–Eso es estar acostada despierta.

martes, 3 de septiembre de 2013

Vitorinos.

Viéndole de medio lado manejando la escoba no se hubiera sabido si era un torero o un peón de la limpieza. Llevaba plantado en el mismo sitio, con los pies muy juntos, más de un cuarto de hora dándole pases a un trozo de plástico, buscando una manera artística de encauzarlo al cajoncito del badil que portaba en la mano izquierda. Era flaco, con las quijadas marcadas y una frente muy fruncida, preocupada, al estilo de los que miran con la cabeza gacha, cuyo modelo sería Napoleón, que cuando lo sacan con bicornio semeja un búfalo.
Era un contratado para hacer la limpieza de vísperas. Vienen las fiestas y el Ayuntamiento, esa empresa encargada de divertirnos, ha de parecer limpio. Y por blasonar de humanitario ha de elegir esta tropilla de peones con los expedientes laborales más ralos y baqueteados; gentes picardeadas, que han servido a muchos amos o a ninguno, y que  tienen muy presente que en estos oficios de corta duración es mejor no malgastarse.
Embarcadas en otra clase de limpieza, con cierta sofocación en el rostro, dos trotonas, las coletas en la coronilla bailando a cada zancada, el paso pesado y corto, los cuerpos amondongados, atravesaban el puente dando fuertes pisotones, cuando, sin inmutarse, el pajarraco del chaleco reflectante ha soltado este requiebro:
–¡Qué garbo! A ver si os vais a salir de España.
–Tranquilo que no.
Ha dicho entre dos alientos una de las zaheridas.
Y aún el “don Tancredo”, sobrado de casta, ha replicado:
–¡Menuda pérdida!
Se han alejado las dos mujeres diciéndose entre ellas: "¿De dónde habrá salido este calamar?" Y de la risa decía la de la camiseta rosa: "Calla, calla, que me da el flato".
El barrendero, ajeno al jolgorio, y con cara de haber estado encerrado aquella mañana con seis vitorinos, ha avanzado con unos pasitos muy medidos, como si le viniesen pequeñas las zapatillas, a depositar el plástico, al fin atrapado en su badil, en una papelera. 

lunes, 2 de septiembre de 2013

Nubecilla escuálida.

28 de Agosto. Miércoles. Cinco de la tarde. La consecuencia de haber dormido tan mal durante la noche pasada ha sido esta siesta oceánica de hoy.
Debía de estar bastante aletargado, medio soñando, cuando me ha parecido que atronaba. He dudado si el trueno pertenecería también al sueño. Ante un verano tan tenaz como el que estamos teniendo no cabía esperar una mínima señal de mudanza. Por descartar otra posible fuente del ruido he examinado la pantalla de la televisión, donde una musiquilla ensoñadora acompañaba a unas majestuosas imágenes de las montañas alemanas cargadas de nieve, esplendidos paisajes intemporales, en una quietud petrificada. Algunos animales un poco encogidos trampeaban para encontrar comida sobre aquel manto blanco. Ciervos, linces y urogallos estaban metidos en estos trabajos, mientras el lirón, sin pulso apenas, aovillado en su nido hecho de pasto seco, se entregaba a una soñarrera subterránea que le iba durando ya seis meses. En el estado catatónico del lirón he estado yo escuchando aquellos truenos que hacían el mismo ruido que un carro rodando por un empedrado. Sonaban a tanta distancia que he dudado si merecería la pena siquiera gastar un poco de ilusión asomándose a la puerta. Me he asomado, no obstante, para ver lo que ya sabía. La nube que estaba encima tenía unos bordes muy finos. Era una nubecilla escuálida, formada de recortes horizontales azules y grises, como una manta de orillo muy gastada, que a duras penas aguantase sobre nuestras cabezas  medio deshecha. Con gran parsimonia ha soltado unos enormes goterones a los que se veía caer haciendo giros como  globos o paracaídas desgobernados. No era propiamente lluvia, sino una siembra de solitarias gotas que formaban al chocar contra el suelo gordas manchas aisladas del tamaño de un huevo de perdiz, graciosamente a estas gotas les asomaban unas patitas o filamentos, que hacían el efecto de que quisiesen salir huyendo. Han caído las gotas justas, suficientes y necesarias para aromatizar el aire. Nos habría venido bien alguna gota más. La entrada de Septiembre es de las mejores épocas para que se moje el campo. Precisamente por eso tendremos que meter todo el aire que podamos en los pulmones, respirar a prisa este olor a mojado, tan carnoso y agradable, y sentarnos a esperar. Pero sin que parezca que esperamos.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Oviposición.

Las tengo aquí enfrente. El niño chico balbucea y cloquea la tía, la abuela y la bisabuela. Un corral de gallinas cloqueantes en disputa de aquella cosa que ha salido del huevo. Suerte que aún le queda juicio a la madre que cuando escucha al niño decir:
 –Tator.
Y al gallinero repetir:
 –Tator, tator, tator.
Dice:
 –El tractor.
Las gallinas no amainan:
 –Ta-ta-tor, ta-ta-tor, tator, tator.
Como si todavía tuviesen el huevo dentro, o acabasen de ponerlo.

sábado, 31 de agosto de 2013

Vecinos.

Día segundo. Los vecinos perseverantes y omnipresentes deben de resultar una insufrible molestia, pero los vecinos provisionales y transitorios pueden llegar a ser muy entretenidos. Durante todo el año las casas que tengo a la redonda están deshabitadas. En alguna de estas calles todas las casas están vacías. En el verano la floración vecinal es muy importante. Este año han coincidido todos durante unos días, supongo que de manera espontánea, sin acuerdo previo. De pronto se encuentra uno rodeado de curiosos personajes, a los que se puede estudiar en sus múltiples registros, y hacerlo además con ánimo benigno, ya que sabe uno que la pequeña afección no se va a enquistar. Desde luego soy consciente de que este sentimiento debe de ser reciproco y que yo debo de significar para ellos un buen pasatiempo, sobre todo porque lo único que saben de mí, ahora que el tiempo asfixiante no permite que cerremos las ventanas, es que a las cuatro o las cinco de la mañana enciendo la luz y me siento a mi mesa de espaldas a sus ventanas oscuras y cubiertas de tela mosquitera. Con este irrelevante detalle del que son testigos las invenciones que pueden surgir son infinitas. Gustoso les cambiaría el puesto de observación. Presumo que, si pudiese contemplar desde una de sus ventanas el obstinado proceder de un hombre de mi edad inclinado sobre una mesa bajo el foco de luz como si estuviese desentrañando enrevesadas incógnitas que le impiden conciliar el sueño, podría entonces contar algo interesante que, desde aquí, ¡oh vulgar y blanca cuartilla!, ni siquiera puedo imaginar.
 
Día cuarto. Durarán poco los vecinos. Son vecinos transeúntes. Normalmente acuden sólo los fines de semana. Este Agosto se han puesto de acuerdo. Viven sin modestia, despilfarrando su presencia. Al cuarto día empiezo a ser consciente de sus manías. Ayer descubrí que les gusta que oiga la radio. La tuvieron encendida más de dos horas a un volumen que distorsionaba. Debía de molestarles escucharla en su cocina a ese volumen, pero para que la oyese yo hicieron ese sacrificio. Quizá hoy me acerque a decirles que la emisora que ponen no me gusta. Pero no. No lo haré. La timidez me vence. Si no fuese así también iría a decirles que no me gustan esas conversaciones tan afectadas que tienen. Parece que están representando su vida para ciegos. Siempre incluyen el nombre del otro en cualquiera de sus frases. “¿Jorge Alberto te parece que este pan está duro?” “¿Has comprado el agua Jorge Alberto?”. Sobre todo la mujer le calza el nombre en sus frases de tres palabras a todo el mundo. Nunca da por supuesto que el otro sabe que se está dirigiendo a él. El hombre tiene aspecto de cansado y no es extraño. Nunca he experimentado un fraseo tan plomífero y estomagante. Por ese motivo los nombres de sus hijos, nombres absolutamente normales, me producen al escucharlos una especie de mareo. He tenido que cambiar mis hábitos pero no por su culpa. Procuro no encender la luz tan temprano. Estas palabras las escribo en la cocina, mientras prolongo el desayuno. Aquí estoy más tranquilo. Me da como respeto estar sentado de espaldas a esas oscuras ventanas estando la mía iluminada. Sólo porque imagino que soy yo el que observa desde allí a un pobre cretino maniático enfrascado en farragosas especulaciones que le roban el sueño.

lunes, 26 de agosto de 2013

Atrayentes.

16 de Julio. Martes. No sé la causa exacta por la que he decidido visitar el piso de abajo, si la necesidad de tomar un refrigerio, la de experimentar la agradable diferencia de temperatura entre el piso de arriba y el de abajo, unos cuatro o cinco grados, o la atracción inconsciente que ejercen sobre mí los suelos recién fregados y todavía húmedos. R. no tiene ninguna duda sobre esto. Apenas me ha visto asomar por la puerta del comedor ha dicho:
--¡Ya estás aquí! ¡Lo sabía! ¡El “efecto llamada”! Lo tengo comprobadísimo, en cuanto paso el suelo acudís a pisarlo.
--Seguramente será el friegasuelos --he dicho yo-. Le habrán incorporado algún atrayente. Los vendedores de química utilizan estas mañas. Estoy harto de oírselo decir a ...
En mitad de la frase me ha interrumpido:
--Debe de ser muy efectivo, porque no me da tiempo a soltar la fregona y ya estáis enzollando.
(Enzollar es palabra autóctona que no recoge el diccionario. Significa ensuciar, pero atribuyendo al que ensucia un plus de intencionalidad y de gorrinería. La palabra zulla, que sí viene en el diccionario, significa excremento humano. De ahí vendría enzullar, etc…).
Iba a decirle que hay una opinión casi unánime entre los agricultores con los que trato de que los plaguicidas al tiempo que matan un bicho atraen otro diferente al cultivo, (algunos aviesamente aseguran que la semilla de esos otros bichos va incluida en el plaguicida) que vendría a ser la misma treta empleada por los fabricantes del friegasuelos, todo ello para que las industrias no paren de fabricar y de vender y la rueda no deje de dar vueltas a costa de los incautos. Pero no lo he dicho.
He mirado la fregona que estaba allí presente, apoyada contra el canto de la mesa, recién abandonada, y me he dirigido al cuarto de baño, fingiendo que tenía alguna necesidad perentoria, e imaginando qué clase de atrayentes  podrían utilizarse. Quizá, precisamente, alguno que nos hiciese recordar la existencia del retrete. He entrado luego en la cocina. Me ha extrañado que R. no viniese detrás de mí haciendo desaparecer las huellas en un rápido zigzag con la fregona, cosa que le he visto hacer otras veces y que resulta espeluznante. Esa eliminación de rastros instantánea da la dimensión exacta de cuan exigua será nuestra pervivencia. Se ha quedado repantigada en el sillón de orejas con un pie en lo alto de una silla.
Mientras yo extraía los cubitos para el café frío, la he oído decir:
--Estaba aquí esperando a que se secase el suelo y… me he puesto a ver esto de Ancha es Castilla-La Mancha… es un programa que te deja sin fuerzas.
La televisión desprendía un autentico estrépito, el presentador-agitador entrevistaba a un ritmo endiablado a un participante que hablaba entre sonidos de guitarras y bandurrias, si el participante se atascaba en alguna respuesta, el entrevistador. que sabía aproximadamente lo que tenía que responder, le ayudaba. Cuando he cruzado por delante de la pantalla han cortado para la publicidad.
Ha aparecido la cortinilla de la emisora cuyo lema es: “Castilla-La Mancha engancha”.
--Ves, mira, –ha dicho R. – ves esto y no sabes cómo reaccionar.
Tenía razón R. uno se sentía completamente estúpido, era como si aquel mensaje ripioso tuviese un fuerte poder contaminante. Por aligerar un poco la atmosfera he dicho:
--Como a la televisión de Extremadura le dé por hacer rimas de esta clase le van a salir unos programas curiosos.
–Jíííí  —Ha dicho R. dando una especie de jipido.
En nuestra televisión ha aparecido Iniesta, el futbolista, promocionando unos bífidus activos, pero lo hacía expresa y puntualmente para los castellano-manchegos, la empresa, una multinacional del sector, decía concretamente que la digestión de los castellano-manchegos se vería muy favorecida por aquel producto. Al nombrar a los castellano-manchegos daba la impresión de que nuestro aparato digestivo fuese diferente al del resto de la humanidad,  que nuestras capacidades para beneficiarnos de ese producto fuesen mayores, y que la empresa trabajaba secretamente por nuestra salud, quedando convertidos el resto en consumidores de segunda clase.
Mientras Iniesta nos ayudaba a reconocernos diferentes a través del Bífidus, podía verse en un recuadro o ventana de la pantalla al conjunto de las bandurrias; aunque, al no oírseles y estar en pleno desgañite, el aspecto de orates demudados que trasmitían era muy notable.
--Es tan ridículo. –Ha dicho R.
Y no había acabado de decirlo, cuando ha saltado a la pantalla el anuncio patrocinador del programa Ancha es Castilla-La Mancha, se trataba de “X”, el Quitamanchas.
--¡Esto si que es rizar el rizo! –Ha dicho R. totalmente abducida.
Yo he regresado a mi habitación, cuatro grados por encima, por temor a ser irradiado.
Me he ido diciendo:
--Luego no te quejes si no te salen los sudokus.

jueves, 22 de agosto de 2013

"Pretencioso".

Cuatro de Agosto. Domingo. M. y R. fueron ayer a Talavera. También iba E. pero en estado de piloto de pruebas, que es como un denso nirvana. M. iba viendo en la cara de R., su madre, un gesto que no acababa de saber interpretar. Viajaban en un coche que M. acababa de comprarse. El viaje por tanto era una especie de desfloración. El coche no era cualquier cosa, era un Audi alta gama, un autentico huracán con ruedas. El segundo de esa marca que llega a las orillas de R. por conducto filial, terrible conducto por el que puede entrar lo inimaginable. A mitad del viaje M. quiso que R. le tradujese el significado de aquel gesto. Entonces R., para poder enderezar el cuello que lo tenía tronchado desde que vio el espectacular maquinón aparcado en su puerta, escupió el hueso del atraganto y se quedó tan ancha: “Pretencioso”, dijo, con una facilidad de palabra que a M. la sentó muy mal.
Cuando lo contaban anoche debajo del alpende de la casilla de la huerta, a pesar de que la luz de la bombilla era muy mansa, y la carne en las ascuas inundaba el aire de los arenosos riscales de Navajata de olor a civilización, todavía se notaba el resentimiento.
Es un coche como los que llevan los jugadores del Madrid a los entrenamientos. S., el copropietario, que le dio una vuelta por el pueblo, decía que la gente saludaba al coche con efusión, y que de haber tenido puesto él un brillante en la oreja hubiera firmado algún autógrafo, por lo que pensaba birlarle a su abuela un colgajo de la lámpara de cristal para sentirse estrella balompédica.
Yo hice la felicitación de rigor, sólo que al estilo cañí: “Que lo disfrutes con salud y te mueras de otra cosa”. Y, sin decirlo, para no desequilibrar los frentes, me pareció que “pretencioso” era un nombre que lo mismo que era bonito para un toro o un caballo también le quedaba bien a un coche. Y que a M., que es tan taurófila, una vez que se la olviden las concordancias, le acabará gustando pensar que “Pretencioso” espera en el aparcamiento para que le claven la espuela.
Hay que felicitarse, además, por la evolución nominadora de R., que necesitó una frase entera (y hubo que buscarla) para expresar su estado de animo con el primer Audi, aquello de “peer en botija para que retumbe”, y ya para este segundo le ha bastado con una precisa y única puñalada.
En cualquier barrio modesto de Madrid, se dijo en nuestra agradable reunión, dos Audis aparcados en la misma puerta, si no hay eximente de alto cargo público, dan motivo para que la policía haga una redada, por lo propensa que es a esta motorización la gente del hampa. Aun siendo nuestros usos pueblerinos algo mas leves, R. ya sabe que la puerta de su casa podría correr peligro. Esperemos que antes de disparar pregunten.

Los reclusos.

                                Contando las campanadas se acaba oyendo la hora. (Frase oída a J. A. Belmonte, perteneciente al rango de las "obviedades significativas").      
                         
 –¡Qué felices somos! ¡Cuánto nos queremos!
Se decían el uno al otro, a cada instante, mirándose a los ojos. Sólo para asegurarse de que ninguno de los dos se había soltado del cepo.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Noche de verano.

Se oye el lloriqueo de un niño chico en mitad de la noche. Al principio era un gemido entrecortado que se confundía con los maullidos de los gatos que a estas alturas de Agosto tienen sus celos y reyertas. Luego los lloros han comenzado a expandirse de un modo continuo, tal como suenan las zanfoñas o las gaitas, por encima de la oscuridad de los tejados. El resto de los ruidos habituales a esta hora, el perro que da unos ladridos anémicos, o el que gañe o medio aúlla, o los gallos estirando el gañote con el grito algo encasquillado, en duda todavía de que vaya a amanecer, quedan ahogados por la llantina que cae como un manto que abarcase la noche entera.
Intento averiguar de qué ventana o qué casa procede, pero la emisión tiene la cualidad de las sirenas, que suenan cerca y lejos. A medida que dura el llanto me va ganando la incertidumbre. Quizá no sea un simple dolor de tripa o el nacimiento de los dientes. El silencio se va abriendo hueco dentro de nuestro cuerpo. Contengo la respiración. Aminoro el pulso. Hasta que, aguzado el oído, se oye en sordina la voz de una mujer diciendo “ya-ya-ya”, mientras pasea o mece a la criatura dándole golpecitos en la espalda. La cataplasma ha resultado muy eficaz. Es la misma voz, con la misma musiquilla, que ha aplacado tantos injustificados primeros berrinches, seguramente también alguno nuestro, del que si acaso algo se recuerda es ese “ya-ya-ya” llevándonos suavemente de la tempestad al sueño.
Vuelta la calma, la noche ha recuperado sus gallos, sus perros, algún grillo, el gorgoteo de la fuente y el ruido de pasos de los madrugadores, siempre acompañados de toses y carraspeos. Como quien sella un certificado, el reloj de la torre ha golpeado seis veces.
 

martes, 20 de agosto de 2013

Lo bailado.

Habían sonado “campanadas” y había dos en la calle hablando de eso. Uno preguntaba: “¿A qué hora es el entierro?”. El otro decía: “A la una”. Era una conversación de mañana, pero poco ágil. Habría veinte años de diferencia entre los dialogantes. El más joven de los dos sobrepasaba los sesenta años. Se ha extrañado de aquella hora tan mala para enterrar. “Tendremos que ir pero nos vamos a cocer. Con el calor que va ha hacer hoy”. Tanto el más anciano como el otro hablaban con los brazos un poco despegados del cuerpo para ventilar los sobacos, como los aguiluchos en el nido cuando hay soflama. “Yo tenía que cumplir --ha dicho el viejo--, pero con ella, con la muerta, a los que quedan ni los conozco. Así que no sé qué hacer”.
Pasada una hora o dos he vuelto a encontrar al viejo en la Caja Rural. Estaba ensayando una variación del tema matinal. Ese entierro tan mal puesto. Ir o no ir, esa era la cuestión. Monologaba pensativo:
–Yo a ella si que la conocía, a la muerta, y muy bien. Era muy amiga. De joven…lo que yo habré bailado con ella. Si voy es por ganas de ir porque, a los del pésame, les va a dar lo mismo que vaya o no vaya.
Pausa. Mirada al suelo donde restriega el pie en la raya verde de “espere su turno”. El habla ahora menos convencida.
–Aunque, claro,  –remata – te acuerdas y, por lo bailado, dan ganas de ir.
Había mucha miga en ese “lo bailado”. Me hubiera gustado escuchar alguna variación más tardía del tema. Ese anciano, distraídamente, esta mañana, en alguna tienda o en cualquier esquina, se habrá marcado tres frases muy bien dichas que a lo mejor no encuentra uno en un par de años leyendo poesía canonizada. Habrá que conformarse con haber asistido a los ensayos.

viernes, 12 de julio de 2013

El infiltrado.


–Deja de mirarme.
Le digo a mi ordenador cuando veo el reflejo de mi rostro en la pantalla apagada.

domingo, 5 de mayo de 2013

Escisiones.


Diez de Abril. Miércoles. Grandes lienzos grises en el cielo. El aire que han anunciado no aparece por ningún sitio. Una gran calma o un cabrilleo insignificante. Durante la noche han debido de caer cuatro gotas. Todas han quedado acumuladas sobre la hierba en forma de gruesas burbujas relucientes. He llamado a R para ver qué podía ser más conveniente hacer. La conversación ha sido un poco acorchada y llena de bostezos. Mientras hablaba he caminado un poco entre la hierba y he comprobado cómo se me empapaban las botas. Demasiada agua para ir a tirar herbicida. R me ha animado para que vaya a desbrozar, trabajo que ayer se quedó a medias. Su filosofía es: “una cosa detrás de otra”. La mía, impracticable: “todo a la vez”. Deberíamos poder escindirnos. Dejar una parte de nosotros sentada al escritorio, otra divagando contemplativamente de un lado a otro, otra frente a estas hojas de hierba dignas de ser dibujadas, otra sembrando en el terreno de la nave las parras, higueras, nísperos que llevan ya un año metidas en macetas; otra parte subida a cada tractor, triturando ramón, o abonando, otra podando, otra injertando, otra arrancando olivos enfermos, otra sembrando plantones, etc. Para mi desgracia por cada sitio que paso no veo sino lo que está por hacer. Esta especie de conciencia de mis deberes múltiples me hace avanzar siempre con pulso tembloroso, como esas perras que han parido una gran camada de cachorros y se amustian por temor a no tener suficiente leche para todos.
Al final he ido a desbrozar. La hierba cortada huele como los niños lactantes, un dulzor soñoliento, apaciguador. La máquina pasa sobre la hierba espigada como un rumiante hambriento, transforma el terreno, que parece un tupido matorral, en un prado en el que hubiera pastado un rebaño de ovejas. Inexplicablemente, cuando quedan tres olivos por desbrozar, se quiebra la luna trasera del tractor. No sé cómo. La he visto desmenuzarse y derramarse en trozos pequeñísimos. Las fracciones de cristal se han vuelto de color azul. Tanto pensar en escisiones. Ha sido como un truco de magia. La cuestión práctica de que el recambio vaya a costarme 250 euros me impide gozar del espectáculo abiertamente, aunque también podía pensar que he pagado la entrada por ver esta función de manera exclusiva. La exclusividad siempre resulta un poco cara.
Cuando le cuento a R lo de la luna del tractor, aprovecho para hacerla ver el punto flojo de su filosofía, “una cosa detrás de otra”, que trasmite una idea de avance y puede convertirse también en una forma de andar para atrás.
--Podría darse el caso –le digo- de que por cada cosa que hiciésemos sumásemos cuatro o cinco más a la lista. Mira si no lo que ha pasado hoy, he resuelto una y me he traído unas cuantas por hacer: encargar la luna, traer la luna, pagar la luna, desmontar los restos de la luna vieja y montar la luna nueva. ¿Qué me dices?
R no dice nada.
--Según esta lógica –insisto- la única manera de avanzar es quedarnos acostados hasta las once.
Esta última inocente conclusión ha hecho que R saque las uñas. La filosofía, llevada a sus últimas consecuencias, la irrita.
--Ya sabía yo que tenías que lanzar alguna pullita –dice-. Tu no hace falta que te quedes acostado hasta las once. Tiras tu pullita y te quedas de lo más descansado.
En el caso de que pudiéramos escindirnos, esta porción mía que filosofa correría un gran peligro si R tuviese a mano un matamoscas.
 

Encargar la luna, traer la luna, pagar la luna, desmontar la luna vieja y montar la luna nueva.  
Leído el Romancero Gitano, creo que nadie se hubiese extrañado si entre los papeles póstumos de García Lorca se hubiese encontrado una nota como esa. Y García Lorca sólo sería un ejemplo, se ha hecho trabajar mucho a la luna, utilizándola  como material poético.  

viernes, 19 de abril de 2013

El muestrario.


 
Once de Abril. Jueves. A las nueve de la mañana, el sentido del deber me saca de la habitación a empujones. De todas formas llevaba un buen rato con la cabeza en otro sitio. Así que, más vale que lleve el cuerpo también allí.

Voy pendiente del aire. La actividad del día tomará una u otra deriva dependiendo de este elemento. Mientras he sacado el coche no lo he percibido. Dentro del coche aún menos. Eso hace que al pasar delante de uno de los puestos del mercadillo, repare en la agitación y revuelo de una colección de camisas que cuelgan en uno de los puestos. Lo primero que me ha llamado la atención ha sido el movimiento, luego no he podido resistirme ante la sugestiva imagen del muestrario. He echado mano a la cámara y lo he grabado. Los violentos colores y el estampado africano de las camisas me han dejado derretido. Por el modo de  ondear parecían estar reclamando un cuerpo que cubrir. Un poco de compañía. A unas prendas tan exultantes les iba mal la soledad de la percha. Estas curiosas camisas son muy apreciadas por un determinado género de mujeres gordas. Esas gordas vitales, expresivas, desinhibidas y tan risueñas como un campo de amapolas. Unos seres de apariencia feliz que todavía lo parecen más cuando lucen estos colores estampados que son en sí mismos una proclamación de la más ingenua alegría.
La imagen, lo digo sin ironía ninguna, desde el primer momento me ha subyugado. Cuando reviso el video, lamentablemente corto, lamentablemente movido, sólo lamento no haber dejado que la cantata de Bach que en ese momento emitían en radio clásica se enredase un  poco más entre el tejido pintarrajeado de aquellas camisas que el aire movía con tanta ligereza.

CODA:
Trasladado esto a la pantalla, me ha dado por curiosear un poco. Es lo que tienen los putos ordenadores. La cantata de Bach BWV 208 se titula en castellano: “Lo que me place es sólo la alegre caza”, y se compuso como felicitación de cumpleaños para el príncipe Cristian de Sajonia. Se le da, como es lógico, bastante coba a este príncipe. Los fragmentos de las arias 12 y 13 que se oyen en el video, dicen cosas como esta: “Deleitadnos a ambos, rayos de la alegría, adornad con diamantes los cielos, ¡y que el príncipe Cristian se deleite, libre de penas sobre amables rosas!”, y esto otro: “mientras la ovejas ricas en lana en estos loados campos sean alegremente conducidas ¡viva el príncipe de Sajonia!”. Como ya he explicado, de todo esto yo no sabía nada cuando me he detenido delante del muestrario, ni cuando he redactado el apunte. Pero ahora pienso que tal vez haya sido la música la que ha hecho que me quede plantado delante de aquellas prendas como un perro de presa. La música de esta cantata de Bach reflejaba perfectamente el espíritu del muestrario. Yo sólo habría servido de hilo conductor entre ambos. El coro final de la cantata dice: “Amables visiones, horas felices, que la dicha eternamente os acompañe ¡que el cielo os corone con el más dulce regocijo!”. Para ponerle la guinda al pastel, he buscado una imagen de este Cristian de Sajonia y no la he encontrado. Lástima. Me hubiera gustado encontrarme con un gordo jocoso, abundante, alguien, en definitiva, que al pasear por este mercadillo no hubiera tenido más remedio que “deleitarse libre de penas sobre las amables rosas”, es decir, comprarse una de estas fabulosas camisas.

jueves, 18 de abril de 2013

Métodos medievales.

Ocho de Abril. Lunes. Salgo de la nave con un airecillo flojo y al llegar a Los Valerios se ha adueñado de aquel cerro una enorme ventolera que impide el reparto de herbicida. Hay un cielo nublado delicioso y el aire es frío. Al norte se ve  la cordillera central con las crestas más altas cubiertas de una nieve blanquísima. El dibujo de las cumbres es muy nítido. La hierba en el olivar parece haber sido plantada con fines ornamentales por un jardinero. Cada olivo tiene alrededor del pie un cerco de hierba alta y muy apretada. Jaramagos, lechuguillas, cardos, malvas, caléndulas. Las malvas alcanzan en algunos tramos del olivar tal altura y frondosidad que se enredan entre las ramas bajas de los árboles. La fuerza invasiva de las malvas con sus grandes hojas cerosas de un verdor pletórico, hace que los olivos parezcan unos arbolillos ingrávidos, acobardados, tenues. Me ha parecido que la necesidad de intervenir a favor de los olivos era urgente. Por eso, a pesar del vendaval, en condiciones desastrosas para realizar este trabajo, he repartido la cuba de herbicida. La sensación de estar haciendo algo completamente inservible no me ha abandonado mientras ha durado esta labor. Cuando R ha llegado con la cuba del agua ha habido que tomar la única solución posible, regresar con las orejas gachas.
Estos trabajos aplazados siempre producen una gran desazón. Los criadores de algo, animales o plantas, acabamos por tener un sexto sentido para percibir el estado anímico de las criaturas que dependen de nosotros. Durante el viaje de vuelta voy buscando maneras de liberar de inmediato a los árboles del asedio de las malvas, demasiado altas para atacarlas con el herbicida.
Pienso que no me va a quedar más remedio que utilizar la desbrozadora, una máquina torpe y de muy poco rendimiento, al menos el modelo que yo tengo. La desbrozadora es un artilugio de concepción casi medieval, tres rotores con gruesas cadenas que giran a gran velocidad, de lo más apropiado para deshacer un asedio. Me saca de esta ensoñación medieval una llamada de R. Ha pinchado el tractor en medio de la carretera. Una rueda gorda, dice. Ha oído que se le salía el aire desde dentro de la cabina y con el tractor en marcha. “¿Has oído el aire?”, le pregunto. “Sí, y me he bajado y la rueda está muy baja”, dice. “¿La llanta en el suelo?”, le pregunto. “En el suelo no, pero casi”, dice ella. “¿Pero sale agua?”, le pregunto (las ruedas de los tractores llevan dos tercios de agua). “No, pero se oye el aire perfectamente”, dice ella. “Si no sale agua tira lo más rápido que puedas”.
Movido por la intranquilidad y la inconveniencia de tener que reparar el tractor en medio de la carretera, cuando llego a la nave la llamo para decirle que si la rueda está muy baja se meta en el primer camino. “Calla –la oigo decir-, déjame, que no puedo perder tiempo, voy disparada, ya estoy en la rotonda”. El tractor ha llegado con su rueda intacta a la nave. Miramos la rueda de arriba a abajo. A pesar de las evidencias ella afirma que la rueda no está baja del todo, pero que está un poquito baja, y que además ha escuchado perfectamente cómo se salía el aire. “¡¡A mí es al que se me sale el aire!! ¿No lo escuchas? Es un soplo cardiaco”. Se ríe. Argumenta: “¿No me vas a decir que esta rueda no está un poquito baja?”. Estas dos frases, la mía, clamando al cielo, y la suya mirando la rueda, se repiten tres o cuatro veces.
Sólo porque S estaba allí en la nave contemplando aquel sainete, y porque hubiera testificado a favor de ella (son uña y carne), no me he decidido a estrangularla, el método más medieval que se me ha ocurrido para hacerla entrar en razón.
 
ANEXO:
Al trasladar aquí esta nota, pensándolo con más calma, veo con perfecta claridad que hubiera sido un tremendo error estrangularla. Conociendo la maña de S para arreglar cosas, puede que hubiera conseguido resucitarla con una pequeña reparación. “No tenía nada –hubiera dicho-, un huesecillo de la glotis descolocado”. Y ya para los restos hubiera tenido que estar oyéndola decir que la estrangulé sin motivo.  Y el tremendo juego que podría sacarle al estrangulamiento fallido.  Cada vez que el asunto saliese a relucir yo habría tenido que declararme culpable sólo para que ella pudiese mostrar el certificado de una lesión más en su curriculum. “¿Es verdad que me estrangulaste o no?”, diría ella delante de su público. “Sí, te dí por muerta, sólo por eso dejé de apretarte el cuello”, diría yo. “A mí no me gusta presumir –diría ella-, pero si tengo algo bueno es que aguanto mucho y cicatrizo muy bien”.  Imagínense qué papelón el mío. El papel de oso de este espectáculo circense. El oso amaestrado y la domadora que más cicatrices tiene en el cuerpo. Menos mal que sé contenerme.

viernes, 5 de abril de 2013

Gimnasia y magnesia.


Un A. indignado viene soltando resoplidos e invectivas del Instituto porque le han suspendido en gimnasia. La sobreactuación seguro que encubre alguna otra avería. Yo no sé muy bien cómo se evalúa ahora, y creo además que me conviene no saberlo para mantener la cordura. Por lo que entresaco del furibundo alegato que A. realiza delante de su madre, la asignatura se califica en función de tres constantes: Los trabajos que mandan para casa, la gimnasia propiamente dicha, y la "participación". Según declara A., y teniendo muy presente que es una confesión de parte, él ha aprobado los trabajos porque los ha llevado hechos, y la gimnasia porque ha superado las pruebas, pero le han suspendido en “participación”. Todo esto podría ser sólo una escusa, por tanto no me interesa en absoluto tratar este caso particular, sino el caso hipotético de que se hubieran dado estas condiciones en un alumno cualquiera.
Confieso que la palabra participación tiene para mí una significación confusa cuando se presenta como una materia evaluable.
Sé que una de las últimas actividades realizadas en esa clase ha sido una competición de carreras de sacos. Lo sé porque recibí por parte de A. un insistente acoso para que le proporcionase el material escolar que necesitaba para la prueba. Lo que no pude hacer, puesto que los sacos que yo tenía eran demasiado pequeños, y eso debido, dicho sea de paso, a una ordenanza europea humanizadora de la carga y descarga que obliga o al menos aconseja que los sacos no sobrepasen los cuarenta kilos de peso por unidad, sin tener en cuenta los posibles usos escolares que pueda darse a estos envases.
Respecto a esta prueba en concreto, y dando por hecho que el alumno no se negase a hacerla, lo que supondría suspenderlo también en la sección gimnástica de la asignatura, ¿cómo podría obtenerse una buena nota en participación? ¿Poniéndose el primero en la línea de salida? ¿Corriendo con más euforia que los otros? ¿Dando más vueltas de las solicitadas? ¿Animando a los compañeros? ¿Rescatándolos de  sus caídas? ¿La participación estaría relacionada con la voluntad del individuo por hacer algo más de lo que se le exige como meramente obligatorio, un obrar a favor de la asignatura con entusiasmo, una adhesión a las propuestas del profesor, un sentirse penetrado por el espíritu de grupo?
Francamente, creo que los profesionales de la enseñanza lo tienen bastante difícil cuando han de evaluar conceptos tan huidizos. Quizá esto de la participación quiera sólo indicar el interés que los alumnos se toman por la materia, y como en este mundillo de la enseñanza son unos especialistas en el eufemismo (al recreo le llaman segmento de ocio) la palabra interés haya sido substituida por la de participación, que es una palabra con resonancias solidarias y no como la de interés que atufa a individualismo. El “interés” por la materia sería más fácilmente evaluable, puesto que bastaría con ir quitando nota según el número de bostezos, o alguna otra señal de tedio más o menos parecida.
Antes de desentenderme del asunto por completo, he querido saber qué había que hacer en este caso para aprobar la asignatura, y me han contestado que “recuperar” la parte suspendida, es decir la participación.
Oído lo cual me he quedado estupefacto mirando el plato de lentejas que estaba comiendo y para no dar argumentos victimistas al sector adolescente de la casa, tan proclive a la auto conmiseración, (paso previo a todo proceso incendiario, o revolucionario si ustedes lo prefieren) he mascado la pregunta para mis adentros: ¿Y cómo examinan de “participación” si el resto de la asignatura esta aprobada, dicho de otra manera, cuando no hay nada en lo que participar?
Los enseñantes han de hacer frente a unos embolados considerables. Cuando mi hija I. tenía siete años, en un informe trimestral que acompañaba a sus notas, la maestra señalaba que uno de los progresos realizados por la niña era que “ya sabía que Dios era el creador de todas las cosas”. Hubiera preferido, francamente, que no hubiera sabido tanto. Quedé tan impresionado que le envié una nota a la maestra felicitándola por su capacidad para impartir tales conocimientos y, para que la felicitación no fuese tan seca, añadí: “Había oído hablar de la dureza de las oposiciones a Juez, a Notario y a Registrador de la Propiedad, pero si se requiere de ustedes esta inédita capacidad pedagógica, creo que sus oposiciones no tienen parangón. Deberían estar mejor pagados. Como mínimo al nivel de los Jueces, que algo saben también de atribuciones divinas. Siga con su labor. Un saludo”. (Es copia literal).
Sigo pensando lo mismo. Los maestros deberían ganar más. Enseñan y evalúan cosas dificilísimas.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Santa Piña, ora pro nobis.


Hace unos días vino R impresionada por la imagen que había visto de sí misma en el espejo de los probadores de una tienda de deportes. Iba a comprarse unos pantalones que la estilizasen y se encontró delante de aquel incomodo tribunal juzgándola con animadversión. Aquella enormidad no podía ser ella, fue lo primero que pensó. Pero, luego, por si acaso aquello que había visto se pareciese en algo a la verdad, al tiempo que se fustigaba y auto laceraba llamándose a sí misma “montón de carne”, decidió contradecir a aquellos malintencionados espejos y declaró que esa misma noche iba a comenzar un plan de adelgazamiento estricto. La animamos como pudimos:”Estás como siempre”. Eso no hizo sino que se incrementasen sus ganas de flagelarse.
--Estoy obesa –dijo- y no me vais a convencer de lo contrario.
Cuando las cosas toman este cariz es mejor no porfiar.
En estos dos o tres últimos días R. me va contando algunos detalles de su terapia. Mide el aceite. Suprime el pan, etc.…Pero todas las noches se toma su cerveza, come pipas, y me asegura que a mediodía se toma otra cerveza, con lo que me iba haciendo a la idea de que esta dieta sería de las pasajeras, a pesar del enorme borrasco que la había desencadenado.
Hoy, sin embargo, en la cocina de su casa he visto una piña. Señal de que la cosa iba en serio. Aquí en los pueblos quedan todavía imágenes de santos itinerantes que se llevan de casa en casa metidos en una capillita de madera por riguroso turno para obtener un cierto trato de favor cuando haya que invocarle porque las cosas se tuerzan. Algo semejante a esto ocurre cuando R trae a su casa una piña. Tiene un gran fervor en las piñas. Cuando el cuerpo insiste en desobedecer a la dieta, ahí está Santa Piña para enseñarle al cuerpo la senda del desprendimiento.
Tengo documentada la primera vez que la piña obró el milagro. Por si alguien tiene curiosidad por saber cómo surge el primer brote de una fe inquebrantable, he aquí el momento exacto. Me permito recomendar que se lea con espíritu científico y no curiosidad malsana.  
FRAGMENTO DE UNA NOTA del día 28 de Septiembre de 2009. Lunes.
Íbamos a eschuponar. R estaba allí, en la nave, esperándome. Todavía no había salido del coche. La saludé con una impertinencia: “estira las piernas que te vas a quedar entumida”. Esta manera de hablar forma parte de nuestro estilo directo. Acababa de recoger en correos un paquete que le había enviado su hija M. Leía la nota que acompañaba al paquete. Estaba tan contenta que ha ignorado por completo mi saludo. Ha comprobado de una ojeada que la herramienta estaba en el coche, y ha ocupado, muy efusiva, su asiento de copiloto. Traía en la mano un hermoso melocotón amarillo para comérselo a media mañana.
Era un buen comienzo del día, y para R el mundo rodaba a plena satisfacción. No dijo una sola palabra sobre su cadera. Aquella cadera que sólo dos días atrás, el sábado, la hacía renquear y arrugarse como un papel albal. M le acababa de mandar, nada menos que desde Canarias, dos botellas de vino y un libro. A R le asombraba lo bien empaquetadas y envueltas que habían venido las botellas. Sólo el envoltorio ya le hacía ilusión. Yo, pensando en lo mal que viajaba el vino, rumié la idea de que a lo mejor en Carrefour tenían algún sistema de envío de mercancías desde el punto más cercano, y uno podía regalar desde Canarias y que el regalo viniese de Talavera, por ejemplo. R casi se ofende al oírme sugerir aquello. Me desmintió de inmediato. “Todo esto viene de Canarias”. Ella no quería componendas, ni apaños. Le pedí disculpas por si le había ofendido y proseguí imaginando. Mira que si el vino procedía de alguna bodega de La Mancha, aquí al lado, como quien dice, el viaje que le habían dado para llegar al mismo sitio. Menudo cuento contemporáneo podría componerse con un motivo como ese. Unas botellas que dan la vuelta al mundo para ser bebidas en el lugar  del que salieron y se descubre que ese vino incorpora unas cualidades organolépticas sorprendentes, o que cura algún deterioro físico muy visible, como la calvicie, he de contenerme para no continuar con la historia.
Todo esto sucedía mientras recorríamos con el coche el caminejo que va desde la nave hasta la puerta del cercado. Unos ochenta metros. M le había mandado una nota cariñosísima. En la mismísima puerta de la alambrada, cuando se apeaba con gran jovialidad para cerrarla, le pregunte:
--¿Manda algo para mí?
Como es una estratega de primera, se quedó callada y pensativa. Cerró la puerta y regresó a su asiento con la ligereza de una pluma. Había pensado una respuesta integradora.
--Manda besos para todos, así que si te quieres incluir.
--Incluirme no es mi estilo –le dije con mucha sangre fría-.
(Aquí se han censurado unas líneas de un dialogo desenfrenado y abrupto del estilo Pulp Fiction, para el que se requiere el postgrado en cuidados paliativos, autopsia y taxidermia).
….Todavía no habíamos salido a la carretera. Estábamos esperando a que cesase el tráfico para entrar en ella. Aprovechamos para ponernos los cinturones de seguridad, más que nada por acallar los pitidos del auto. Muchas veces nos complacemos en la pequeña rebeldía de tratarle como a un niño caprichoso y no hacerle caso, pero esta mañana ha sido R la primera en ceñírselo. Yo también me lo he puesto, pero más tarde y más despacio. No sé si se habrá dado cuenta de este rasgo de superioridad. Creo que no. Creo que incluso ella se ha sentido superior por ponérselo la primera. Cuando ha hablado he comprendido la causa de aquella orgullosa manera de comportarse.
--Anoche –ha dicho- cené sólo piña.
--¡Joder! –He dicho en tono admirativo, aunque me he quedado pensando en el largo viaje realizado por la piña.
Luego la he oído emitir un gorjeo de satisfacción. Al fin su báscula se había dignado a reconocerle que había adelgazado.
Somos cincuentones, y estamos en esta pelea de aprender que a nuestro cuerpo le sobra el aparato digestivo, o que no tiene otra función que ser examinado por terribles microcámaras. Ella llevaba diez días en un zafarrancho de ayunos, quejándose amargamente de su báscula obstinada y de su cuerpo desobediente. El ser humano es ridículo en casi todas sus cosas, pero imaginarse a alguien pesándose en una báscula de baño y sintiéndose un incomprendido es bastante desolador. Conste que lo digo sobre todo por mí, que me alimento como un grillo desde hace seis semanas y corroboro casi a diario que mi báscula hace tope en los ochenta y cinco kilos.
Seguramente por las mentiras que nos han contado y que nosotros hemos asumido, a los cincuenta años empieza a parecernos que la delgadez ennoblecerá un poco nuestra incipiente flacidez. Creo que la publicidad nos tiene a todos trastornados. Yo, cuando me pongo a fantasear,  llego a creer que, alcanzado un determinado peso, la inteligencia se me agudizará de tal modo que será como si me asistiese el Espíritu Santo. No se puede ser más idiota.
A pesar de su contento R no ha sabido decirme exactamente cuantos kilos había perdido.
--Como kilo y medio o así. –Ha dicho.
Estaba seguro de que se sabía hasta los gramos, pero no ha habido manera humana de arrancarle una respuesta exacta.
Una báscula que se había mostrado inmutable hasta ese momento, bien podía estar engañándola a su favor, con lo que se prevenía de posibles desmoralizaciones haciendo una lectura aproximada. Esto no ha sido expresado por ella de manera inteligible, sino que es el resultado obtenido después de aplicarle el descifrador de sinsentidos al batiburrillo de  palabras y pensamientos íntimos entrecortados.
Luego, poniendo ojos soñadores, ha dicho:
--Menos mal que ahora, sabiendo lo de la piña, el hambre que se pasa por lo menos se notará.
Bueno. Así fue como ocurrió. No alcanzó la tensión dramática de la famosa escena de “Lo que el viento se llevó”, pero fue algo parecido: “A Dios pongo por testigo de que cuando pase hambre se me va a notar”. Es para que se hagan una idea. Nada más.

lunes, 18 de marzo de 2013

Media función.

Entre las ocho y media y las nueve de la noche comenzaron a oírse los estampidos de los cohetes. La onda expansiva retumbando en el cielo nos lleva a imaginar que vivimos debajo de una cúpula contra la que los cohetes se golpean y estallan. Igual que cuando arrojamos una piedra a un pozo profundo.
El sonido de los cohetes significa que alguien está celebrando algo. Últimamente, cuando suenan fuera de los periodos de fiestas, son debidos a euforias futbolísticas. Las victorias del Madrid sobre el Barcelona suelen ir acompañadas de unos cuantos petardazos.
Al cuarto o quinto estallido ya sabía que no se trataba de futbol. El polvorista los tiraba con una cadencia muy regular. Más que una expansión emocional parecían formar parte de un protocolo muy bien programado.
Levanté un poco la cabeza, dejé el hilo que me mantenía unido a la lectura y recordé que al día siguiente era San José. Día del Padre. Dicen. Cuando al pobre San José no le dieron ni la posibilidad de fingir que no se había enterado, le dejaron dicho desde un principio que no tuvo nada que ver en la concepción. Así son las cosas. Afortunadamente a San José también lo celebran por algo que hizo en su vida, ser carpintero. Estos cohetes recuerdan que son las vísperas del patrón de los carpinteros. No tengo una idea muy clara de si el gremio de los carpinteros habrá sido en esta población lo suficientemente fuerte alguna vez para que haya quedado arraigada esta costumbre.
 De mis tiempos de muchacho recuerdo ocho o diez carpinterías, lugares destartalados, con los techos muy altos de los que colgaban abundantes telarañas, y donde había dos o tres máquinas, metidas entre una montaña de virutas y serrín, que producían un ruido de los que hacen pitar los tímpanos. Las carpinterías solían tener las puertas abiertas, sobre todo si las máquinas estaban funcionando, y el carpintero, siempre con mucho cuidado a la hora de colocar las manos, trabajaba en medio de una polvareda que le ponía los ojos rojos y unas ganas constantes de toser y de escupir. Cuando el trabajo se desarrollaba en el banco, el carpintero tomaba muchas medidas y trazaba líneas, y miraba con un ojo cerrado el trozo de madera al que estaba dando forma. De esa misma manera, aunque con los dos ojos abiertos, miraban luego a todo el que hablaba con ellos. Los carpinteros que he conocido han sido más bien huraños y retraídos. Si entonces sumaban diez, doce o quince, ahora, haciendo el inventario de los que quedan, no cuento nada más que tres (lo cual ocurría también antes de la crisis, nadie se alarme), y de estos tres sólo a uno le veo con el suficiente entusiasmo por su oficio para que esté dispuesto a lanzar cohetes.
La exaltación gremial ha durado poco. Y hasta ha dado la impresión de que ha acabado de repente, como si los cohetes hubieran estado contados. Estas tradiciones que se celebran un poco a la pata coja acaban causando el efecto contrario al que pretenden. Los cohetes de hoy han parecido bengalas de náufrago antes que el anuncio de una fiesta. Si lo lamento es por el pobre San José, que siempre ha de quedarse a media función.
Adenda:
Al nuevo Papa, (que presenta un cuadro clínico de densísima megalomanía, la peor de todas, la del que quiere ser tomado por bueno, sencillo y demás zarandajas desde el único lugar que todas esas virtudes no pueden ejercerse, la cima del poder), le ha gustado adornarse con el nombre de Francisco, indicando con ello que la humildad será la más importante directriz de su pontificado. San Francisco era un exhibicionista de su bondad, como parece que también le gusta serlo a este Papa, tal vez se trate sólo de eso, de mera exhibición. Si fuera por humildad de la que se vende dentro del arca, hubiera tenido que investirse con el nombre de José, que ya lo traía de pila. Creo que San José reúne en este campo de la humildad más estigmas que ningún otro santo que yo conozca. Aunque hay quien lo ve de otra manera. Antonio Escohotado, en un curioso trabajo (Rameras y esposas) en que analiza los modelos de relación que se establecen en cuatro leyendas clásicas, entre ellas la de la Sagrada Familia, cree que el papel de José en este mito fundacional del cristianismo es el de un calzonazos, "pusilánime, asustadizo, sufragador o pobre idóneo" son los terminos que emplea. Una definición bastante exacta de lo que hoy se conoce como un "pagafantas". Quede para otra ocasión el averiguar si en el humilde no hay siempre un cierto sustrato de "pagafantas", o viceversa. Y por derivación tangencial puede colegirse el nexo que existe entre el padre y San José. No digo más.

O si. Escuchen que advertencias tan oportunas hace en estas sevillanas Paco Toronjo. Oyéndolo piensa uno si la "humildad" de San José no sería una estrategía para salvar el cuello. Sirva de aviso. Corto y cierro.



martes, 5 de marzo de 2013

Interacciones.


Le he hecho un retrato al puro que me estaba fumando. Bueno, dos, una fotografía y un dibujo rápido. El dibujo incluye mi mano, en la foto he procurado que salga sólo el puro, no vaya nadie a creerse que tengo el menor interés en hacerme presente, cuando es todo lo contrario. Mi máxima favorita a este respecto, y lamento no saber si alguien lo ha dicho antes para poder citarle, es: "cuando observo me gustaría no estar". Dicho sea esto en pro de obtener la máxima naturalidad de lo representado y no por conseguir documentos escabrosos ni espiar intimidades ajenas.
He retratado el puro cuando me había fumado la mitad, primero por recordar el buen rato que estaba pasando saboreando aquel humo, y segundo porque es un puro demasiado caro para mi presupuesto y no sé si lo fumaré más veces.
He tenido suerte de fumar muy buenos puros de los que regalan en las bodas. Bodas de gente adinerada a la que ha ido algún pariente o conocido que no consumía este género de tabaco. Pero este puro del que hablo lo compré hace unos días porque en el estanco no tenían el puro de clase media que consumo habitualmente. Ha sido una honorable excepción que no me puedo permitir tomar como norma.
Lo tenía reservado para un momento de absoluta tranquilidad, y esta tarde lluviosa se ha presentado una buena ocasión.
El protagonista de toda esta historia es el “robusto” de Partagas Serie D Nº 4, un puro muy bien considerado por el gremio de los fumadores de cigarros. Lo que se dice de él en esta página es bastante exacto desde mi punto de vista.
Pero, lo que me ha llamado la atención, al revisar la fotografía, en la que yo sólo he estado pendiente de que se viera la vitola, ha sido la forma atrevida, pugnaz, retadora y hasta un poco libidinosa de la posición, grado de inclinación sobre todo, en la que el puro, recalco que yo no he estado pendiente de eso, ha salido retratado. Y eso que ya se había convertido en ceniza la mitad.
“Gran nobleza la del animalito” me he dicho, y como aún rodaba la vitola por encima de la mesa he decidido redondear esta operación fetichista pegándola como recuerdo a una hoja del cuaderno. Ha sido entonces, al buscar el pegamento, cuando ha caído en mis manos y he visto con detalle la clase de bolsa en la que el puro había sido transportado hasta mi casa.
Nuestro estanquero es un comerciante polivalente y diversificado que tiene su establecimiento convertido en un bazar. Se puede comprar allí desde un bote de pintura hasta un pendrive. El textil es con el tabaco el ramo que más espacio ocupa en su tienda. Dentro del textil la sección prendas íntimas esta presente. Pues bien, el "robusto" de Partagas del que hablo vino hasta mi casa, y aun estuvo incubado dentro algunos días más, en una bolsita con propaganda muy bien elaborada de estas prendas íntimas. En la bolsa, e impresas en un gran fotograma se anuncian unas medias de nombre Cherie. Para que se vea el efecto que hacen, ha sido necesario colocar dentro las piernas de una señorita que esta sentada, como si dijéramos, fuera del espacio que se representa en la bolsa, cosa importante si se quiere que la atención se concentre en la prenda que se promociona. De igual manera, siendo estas medias de las que llegan hasta medio muslo, parece que una de las cosas que interesaba enseñar era la clase de elástico con la que se sujetan, para lo que  ha debido quedar al aire una escasa aunque muy estratégica porción de muslo. Lo que hace que, siendo cautos, podamos decir que esta campaña les da a las medias un cierto valor añadido.
¿Por qué nos dispensan el tabaco en esta clase de bolsas? Difícil saberlo. Tal vez nuestro estanquero esté combatiendo soterradamente contra las campañas del “cigarro mustio” con que se comercializa el tabaco. Tal vez el maquiavelismo no llegue a tanto y se trate sólo de acabar con un excedente  de estas bolsas. O que todo se deba a la casualidad más tonta e inopinada.
El efecto sobre los fumadores está por ver, ya que somos más tardos en reaccionar, pero, por el aspecto que este puro Partagas de hoy ha mostrado en la foto, parece que le ha sentado maravillosamente bien un envoltorio tan sugestivo.

jueves, 28 de febrero de 2013

Un boceto.



(Nota del 24 de Febrero). Preparo las motosierras en la nave. Afilado de cadena y limpieza sumaria. Tiempo de poda. Todos los fríos apretaditos han estado aguardando a enseñar los dientes en este último recodo del invierno. Será porque les han salido las primeras flores a los almendros, tímidas y tardías.  Los charcos tienen un dedo de hielo y la tierra endurecida por la helada tiene el aspecto reseco de un bacalao curado. Limpiando el serrucho me mojo las manos y llegan a doler de frío. Echo unos papeles en la estufa y meto las manos entre las llamas para desentumecerlas. El día es muy claro. El cielo, completamente limpio, de un azul desvaído. La luz primeriza, un poco lechosa, alumbra intensamente en un costado de árboles, edificios, lomas, lindazos y toda clase de resaltes del terreno. Los volúmenes quedan un poco simplificados por este efecto. Las sombras proyectadas sobre el suelo forman una mancha muy larga.
En Radio Clásica presentan la Quinta de Beethoven. Entre Beethoven, Mozart, Bach, Haydn y cuatro más se lo han puesto muy difícil al resto de los músicos. Suena la Quinta en la radio del coche. Las representaciones de este músico como alguien enfadado, aún si no se tuviese otra noticia de su vida, podrían deducirse oyendo esta música compuesta a golpes. Beethoven sacude de lo lindo, salta como un potro al que quieren domar, cocea y se encabrita. Aunque no son golpes mostrencos como el que se da a una cucaracha con la suela de una zapatilla, sino arreones animosos que os empujan a hacer, a esforzaros, a avanzar. La propiedad cinética de esta música compagina con cualquier cuerpo en movimiento. Digamos que nos ayuda a movernos.
Tras coronar un altillo, este camino de la Solana por el que voy al olivar ofrece una vista muy hermosa, ondulante. Este adjetivo siempre viene asociado al recuerdo de Josep Pla citando a Montaigne: “la vida es ondoyante”. La vida llena de curvas, subidas y bajadas. Nuestro paisaje quebrado permite que los caminos ilustren con mucha justeza esta metáfora. Los caminos son una de las cosas que mas han educado la inteligencia del ser humano, caminos y ríos, tal vez la misma cosa. Aprender a ir de un sitio a otro evitando los obstáculos, no demoliéndolos entiéndase bien. Desde cualquier lugar donde pueda verse el tramo de un camino metiéndose por esos resquicios en que la orografía se hace más accesible, su contemplación resulta fascinante.
Hoy por este camino avanzaba un hombre, el paso algo irregular, ondulante también. Llevaba puesta una gorra de skay con las orejeras bajadas, que el sol hacía relucir en uno de sus lados, también brillaba de manera más tenue el anorak en que iba enfundado. Portaba en su mano derecha una cachava que más le servía para marcar el paso que de apoyo. Hubiera podido valer alguna otra música algo más sosegada, no digo que no, pero Beethoven, con su punto un tanto conminatorio, no desentonaba con aquel caminar lento y voluntarioso del paseante. Incluso el hecho de que avanzase cuesta arriba encajaba con el empuje de aquellos compases Cada día ocurre con más frecuencia que la música que surge por azar en Radio Clásica se acopla perfectamente con las imágenes que tengo delante. Quizá ocurre esto porque hay músicas que encajan con todo.
Como llevo la cámara metida en un bolsillo del gabán, no voy a ser yo menos tonto que el resto de mis contemporáneos, he detenido el coche y he grabado desde dentro un video de dos minutos.
Una de las maneras más elementales y efectivas de representar la existencia humana, es esta de poner a un hombre avanzando por un camino. En la pintura china y japonesa es una composición repetida en todas sus variantes, con animales, bajo una sombrilla, con viento, con lluvia, transportando pesados fardos, yendo con una barquilla o una balsa por una gran corriente, y los caminos que se ven recorren toda clase de paisajes insólitos, aunque simplificados con gran maestría por esos pintores tan sabios. A mí, cuando me ha dado por entretenerme emborronando una tablilla o un cartón, muchas veces he acabado dibujando hombrecillos apenas perceptibles que transitan vagamente por caminos desproporcionados. Y no hay vez que contemple una estampa con este motivo que no perciba la mordedura, el pellizco, como dicen los flamencos, y me quede un poco pensativo.
Digo todo esto para que se comprenda hasta que punto hoy, con la cámara en la mano, me he sentido como un cazador ante una pieza codiciada. No tiene nada que ver con el resultado obtenido. Es sólo un boceto, y en un boceto lo que ha de quedar reflejado es el instante en que se dispara, y no la pieza capturada.
   Cuando paso junto al hombre, al que conozco, intercambiamos un saludo poco efusivo. Tiene los ojos rajados, y las carnes enrojecidas de la cara le sobresalen del cerco apretado que forman las orejeras de la gorra, alienta nubecillas de vaho azul. Parece un mogol. De cerca puedo ver con detalle el bastón, que ha despegado un palmo del suelo al saludarme, es un soberbio garrote lebrero con una buena porra en la punta. Presiento que, si ha de lanzarlo, el boceto le sabrá a poco.
He podado con mucha aplicación durante toda la mañana. A las once el sol ha podido con el frío. Hay muchos pájaros que no se ven, pero que marcan su territorio con un piar frenético.