domingo, 27 de octubre de 2013

Pájaros.

Voy a la Alberiza. Al lado del camino queda una espinosa cambronera junto a unas construcciones muy feas, corrales y naves levantadas con precarias rasillas y coronadas con uralitas. Antes estos caminos, a las afueras del pueblo, estaban bordeados de cambroneras que, en forma de seto, servían para proteger los frutos que se producían en estos terrenos aledaños de posibles saqueadores. Los pájaros también debían de sentirse protegidos en el interior de estos arbustos de espeso ramaje y cuajados de fuertes y largas espinas. Debió de ser durante un tiempo un hábitat muy favorable para ellos, un pequeño paraíso que fue desapareciendo. Condición imprescindible para que un paraíso merezca ese título es que haya desaparecido. Al paraíso perdido se le añora, se le canta o se le recuerda, y eso puede proporcionar mayor gozo que habitarlo tediosamente hasta el fin de los tiempos. Ahora esta cambronera aislada es muy vulnerable. A los pájaros ya no les sirve para anidar y malamente para ocultarse, pero no obstante la suelen utilizar de posadero. Siempre que paso por este camino la cambronera esta repleta de pájaros. Son muchas las veces que he parado el coche para hacerle una fotografía, pero los pájaros salen en estampida en cuanto ven que el vehículo aminora el ritmo. Junto a esta cambronera hay dos almendros que podrían servirles a los pájaros para emboscarse evitando aquel amontonamiento que por la agitación y revuelos se intuye repleto de querellas. Pero no. Salen volando asustados y, cuando regresan, vuelven siempre a esta misma cambronera medio pelada, hechos todos una pelota, como atraídos por un imán.
Desde que se sabe que las especies evolucionan, ha de darse por hecho que las especies también recuerdan. Nadie sabe que impulso rige la querencia de estos pájaros, pero lo mismo que otros pájaros hermanos se embarcan en travesías continentales en pos, seguramente, de la tierra prometida, tal vez los gorriatos que acuden a esta cambronera, esperen que entre el enmarañado laberinto de ramitas y espinas se abra un día la puerta que lleva al País de Jauja.  
Por el espejo retrovisor, una vez pasada la cambronera, veo como se puebla al instante de sus obstinados huéspedes. Mientras dura el camino voy pensando en el componente ilusorio que anima a todo bicho viviente, imprescindible para que haya vida. En el olivar, los árboles doblados por el fruto. ¿Cuánto tiempo he estado parado contemplándolos? Son olivos muy viejos, con una gran cepa y los troncos cariados divididos en dos o tres patas de corteza rugosa, con abultadas venas llenas de nudos que se hunden en la tierra como tentáculos. Tienen un aspecto impresionante. El olivo es un árbol muy difícil de representar. No he visto ninguna pintura donde la trama finísima que componen sus hojas resulte tal como es en la realidad, los olivos pintados quedan reducidos a un tosco volumen. Las fotografías también lo desdibujan, anulan ese gracioso trazo fino que hace que pueda distinguirse cada hoja, cada ramo, cada aceituna, como sucede cuando lo tenemos delante de nosotros, aunque lo contemplemos de lejos, y que es lo que le da a este árbol de porte correoso y sufrido un aspecto ligero y airoso.
He empleado un buen rato en mirar con los músculos de la cara apretados, como si verdaderamente fuera un pintor en trance de devanar aquellas líneas con un lápiz en la mano. Luego he medido a pasos la distancia entre los árboles. Pasos más largos de lo normal para que equivalgan a un metro. Hay que sembrar olivos nuevos en estas calles que miden catorce metros. La nueva alineación queda señalada con unos cotos, tres o cuatro piedras formando una torreta, uno a cada extremo de la línea, que aparece en la imaginación como en la mirilla de una escopeta cuando uno los confronta.
Mientras me dirijo hacia el coche, de nuevo me atrapa la maravillosa estampa de los olivos, robustos y rendidos por el peso de la cosecha,  con las ramas vencidas hacia el suelo. Como desmayos, dicen los labradores de esta tierra, recreándose en la palabra que parece sacada de un fado. La aceituna tiene ya ese cremoso color membrillo que indica que la pulpa se vuelve oleosa y esa suavidad asoma en la piel de cada fruto. Es el momento del año en que los olivos tienen un aire más delicado. Y más con esta luz anubarrada de hoy, y el rojo fuerte de la tierra mojada.
Regreso. Quizá si hubiera tenido unos  lápices de colores habría perdido ahí toda la mañana. El camino baja como un tobogán entre dos cortados dejando dos corrales a mano izquierda, el primero una construcción rala, hecha con piedras y pegotes de cemento y llena de añadidos, donde ramonean unas cabras entre bañeras recicladas que les sirven de abrevadero; el siguiente, un cercado de ladrillo macizo rematado por agudos cristales. Más allá, por ese mismo lado, desemboca el camino de La Hoya, por el otro, un poco apartada, la cerca de tapiales de lo que fue un tejar, por donde asoman, recios y medio derruidos, los gruesos muros del horno y, frondosas, dos o tres higueras que dan una profunda sombra. Los terreros que rodean al tejar han sido recuperados para la agricultura, pedacitos de tierra excavada en los que medran como pueden almendros y plantones de oliva. Después otra nave con las ventanas atrancadas con puertas viejas recuperadas de distintos derribos. Un poco más allá otra nave más, a la que han fallado los cimientos y cuyas paredes han sido reforzadas por contrafuertes dignos de una fortaleza medieval. Al llegar a la cambronera aún siguen allí los pájaros fingiendo asustarse. Quizá estos pájaros nada sepan de Jaujas, ni puertas. Mucho más probable es que los esté confundiendo con la pajarería tremebunda que tengo yo metida en los sesos.
Cárcel soy de mis sueños// y en ellos anidan pájaros… dijo el poeta. Que es otra manera de decir lo mismo ahorrando muchas palabras y, en inciertos recorridos, mucha suela de zapato.

lunes, 7 de octubre de 2013

Especialistas.

11:31 ante merídiem.
Pregunto por teléfono:
–¿Estás todavía acostada?
Contesta:
–Nooo –un no muy largo. –No estoy acostada, estoy tumbada.

Donde se reconoce a un verdadero especialista es en la asombrosa exactitud, la precisión puntillosa, casi exasperante, que utilizan en la elección de los términos que conciernen directamente a su disciplina.

Aun a sabiendas de que concertar estas nomenclaturas es sólo para espíritus superiores, me he aventurado:
–¿Eso qué es, estar acostada boca arriba?
–No. –Ha dicho ella riéndose.
Y con la modestia de quien se sabe poseedora de un dominio completo de la materia, ha aclarado:
–Eso es estar acostada despierta.