Voy a la Alberiza. Al lado del camino queda una espinosa cambronera
junto a unas construcciones muy feas, corrales y naves levantadas con precarias
rasillas y coronadas con uralitas. Antes estos caminos, a las afueras del
pueblo, estaban bordeados de cambroneras que, en forma de seto, servían para
proteger los frutos que se producían en estos terrenos aledaños de posibles
saqueadores. Los pájaros también debían de sentirse protegidos en el interior de
estos arbustos de espeso ramaje y cuajados de fuertes y largas espinas. Debió
de ser durante un tiempo un hábitat muy favorable para ellos, un pequeño
paraíso que fue desapareciendo. Condición imprescindible para que un paraíso
merezca ese título es que haya desaparecido. Al paraíso perdido se le añora, se
le canta o se le recuerda, y eso puede proporcionar mayor gozo que habitarlo
tediosamente hasta el fin de los tiempos. Ahora esta cambronera aislada es muy
vulnerable. A los pájaros ya no les sirve para anidar y malamente para
ocultarse, pero no obstante la suelen utilizar de posadero. Siempre que paso
por este camino la cambronera esta repleta de pájaros. Son muchas las veces que
he parado el coche para hacerle una fotografía, pero los pájaros salen en
estampida en cuanto ven que el vehículo aminora el ritmo. Junto a esta cambronera
hay dos almendros que podrían servirles a los pájaros para emboscarse evitando
aquel amontonamiento que por la agitación y revuelos se intuye repleto de
querellas. Pero no. Salen volando asustados y, cuando regresan, vuelven siempre
a esta misma cambronera medio pelada, hechos todos una pelota, como atraídos
por un imán.
Desde que se sabe que las especies evolucionan, ha de darse
por hecho que las especies también recuerdan. Nadie sabe que impulso rige la
querencia de estos pájaros, pero lo mismo que otros pájaros hermanos se
embarcan en travesías continentales en pos, seguramente, de la tierra prometida,
tal vez los gorriatos que acuden a esta cambronera, esperen que entre el
enmarañado laberinto de ramitas y espinas se abra un día la puerta que lleva al
País de Jauja.
Por el espejo retrovisor, una vez pasada la cambronera, veo
como se puebla al instante de sus obstinados huéspedes. Mientras dura el
camino voy pensando en el componente ilusorio que anima a todo bicho viviente, imprescindible
para que haya vida. En el olivar, los árboles doblados por el fruto. ¿Cuánto
tiempo he estado parado contemplándolos? Son olivos muy viejos, con una gran
cepa y los troncos cariados divididos en dos o tres patas de corteza rugosa,
con abultadas venas llenas de nudos que se hunden en la tierra como tentáculos.
Tienen un aspecto impresionante. El olivo es un árbol muy difícil de
representar. No he visto ninguna pintura donde la trama finísima que componen
sus hojas resulte tal como es en la realidad, los olivos pintados quedan
reducidos a un tosco volumen. Las fotografías también lo desdibujan, anulan ese
gracioso trazo fino que hace que pueda distinguirse cada hoja, cada ramo, cada
aceituna, como sucede cuando lo tenemos delante de nosotros, aunque lo contemplemos de lejos, y
que es lo que le da a este árbol de porte correoso y sufrido un aspecto ligero
y airoso.
He empleado un buen rato en mirar con los músculos de la
cara apretados, como si verdaderamente fuera un pintor en trance de devanar
aquellas líneas con un lápiz en la mano. Luego he medido a pasos la distancia
entre los árboles. Pasos más largos de lo normal para que equivalgan a un
metro. Hay que sembrar olivos nuevos en estas calles que miden catorce metros.
La nueva alineación queda señalada con unos cotos, tres o cuatro piedras
formando una torreta, uno a cada extremo de la línea, que aparece en la
imaginación como en la mirilla de una escopeta cuando uno los confronta.
Mientras me dirijo hacia el coche, de nuevo me atrapa la
maravillosa estampa de los olivos, robustos y rendidos por el peso de la
cosecha, con las ramas vencidas hacia el
suelo. Como desmayos, dicen los
labradores de esta tierra, recreándose en la palabra que parece sacada de un
fado. La aceituna tiene ya ese cremoso color membrillo que indica que la pulpa
se vuelve oleosa y esa suavidad asoma en la piel de cada fruto. Es el momento
del año en que los olivos tienen un aire más delicado. Y más con esta luz
anubarrada de hoy, y el rojo fuerte de la tierra mojada.
Regreso. Quizá si hubiera tenido unos lápices de colores habría perdido
ahí toda la mañana. El camino baja como un tobogán entre dos cortados dejando
dos corrales a mano izquierda, el primero una construcción rala, hecha con
piedras y pegotes de cemento y llena de añadidos, donde ramonean unas cabras
entre bañeras recicladas que les sirven de abrevadero; el siguiente, un cercado
de ladrillo macizo rematado por agudos cristales. Más allá, por ese mismo lado,
desemboca el camino de La Hoya, por el otro, un poco apartada, la cerca de
tapiales de lo que fue un tejar, por donde asoman, recios y medio derruidos, los gruesos muros
del horno y, frondosas, dos o tres higueras que dan una profunda sombra. Los
terreros que rodean al tejar han sido recuperados para la agricultura,
pedacitos de tierra excavada en los que medran como pueden almendros y
plantones de oliva. Después otra nave con las ventanas atrancadas con puertas
viejas recuperadas de distintos derribos. Un poco más allá otra nave más, a la
que han fallado los cimientos y cuyas paredes han sido reforzadas por
contrafuertes dignos de una fortaleza medieval. Al llegar a la cambronera aún
siguen allí los pájaros fingiendo asustarse. Quizá estos pájaros nada sepan de
Jaujas, ni puertas. Mucho más probable es que los esté confundiendo con la
pajarería tremebunda que tengo yo metida en los sesos.
Cárcel soy de mis
sueños// y en ellos anidan pájaros… dijo el poeta. Que es otra manera de decir lo mismo ahorrando muchas palabras y, en inciertos recorridos, mucha suela de zapato.