viernes, 19 de abril de 2013

El muestrario.


 
Once de Abril. Jueves. A las nueve de la mañana, el sentido del deber me saca de la habitación a empujones. De todas formas llevaba un buen rato con la cabeza en otro sitio. Así que, más vale que lleve el cuerpo también allí.

Voy pendiente del aire. La actividad del día tomará una u otra deriva dependiendo de este elemento. Mientras he sacado el coche no lo he percibido. Dentro del coche aún menos. Eso hace que al pasar delante de uno de los puestos del mercadillo, repare en la agitación y revuelo de una colección de camisas que cuelgan en uno de los puestos. Lo primero que me ha llamado la atención ha sido el movimiento, luego no he podido resistirme ante la sugestiva imagen del muestrario. He echado mano a la cámara y lo he grabado. Los violentos colores y el estampado africano de las camisas me han dejado derretido. Por el modo de  ondear parecían estar reclamando un cuerpo que cubrir. Un poco de compañía. A unas prendas tan exultantes les iba mal la soledad de la percha. Estas curiosas camisas son muy apreciadas por un determinado género de mujeres gordas. Esas gordas vitales, expresivas, desinhibidas y tan risueñas como un campo de amapolas. Unos seres de apariencia feliz que todavía lo parecen más cuando lucen estos colores estampados que son en sí mismos una proclamación de la más ingenua alegría.
La imagen, lo digo sin ironía ninguna, desde el primer momento me ha subyugado. Cuando reviso el video, lamentablemente corto, lamentablemente movido, sólo lamento no haber dejado que la cantata de Bach que en ese momento emitían en radio clásica se enredase un  poco más entre el tejido pintarrajeado de aquellas camisas que el aire movía con tanta ligereza.

CODA:
Trasladado esto a la pantalla, me ha dado por curiosear un poco. Es lo que tienen los putos ordenadores. La cantata de Bach BWV 208 se titula en castellano: “Lo que me place es sólo la alegre caza”, y se compuso como felicitación de cumpleaños para el príncipe Cristian de Sajonia. Se le da, como es lógico, bastante coba a este príncipe. Los fragmentos de las arias 12 y 13 que se oyen en el video, dicen cosas como esta: “Deleitadnos a ambos, rayos de la alegría, adornad con diamantes los cielos, ¡y que el príncipe Cristian se deleite, libre de penas sobre amables rosas!”, y esto otro: “mientras la ovejas ricas en lana en estos loados campos sean alegremente conducidas ¡viva el príncipe de Sajonia!”. Como ya he explicado, de todo esto yo no sabía nada cuando me he detenido delante del muestrario, ni cuando he redactado el apunte. Pero ahora pienso que tal vez haya sido la música la que ha hecho que me quede plantado delante de aquellas prendas como un perro de presa. La música de esta cantata de Bach reflejaba perfectamente el espíritu del muestrario. Yo sólo habría servido de hilo conductor entre ambos. El coro final de la cantata dice: “Amables visiones, horas felices, que la dicha eternamente os acompañe ¡que el cielo os corone con el más dulce regocijo!”. Para ponerle la guinda al pastel, he buscado una imagen de este Cristian de Sajonia y no la he encontrado. Lástima. Me hubiera gustado encontrarme con un gordo jocoso, abundante, alguien, en definitiva, que al pasear por este mercadillo no hubiera tenido más remedio que “deleitarse libre de penas sobre las amables rosas”, es decir, comprarse una de estas fabulosas camisas.

jueves, 18 de abril de 2013

Métodos medievales.

Ocho de Abril. Lunes. Salgo de la nave con un airecillo flojo y al llegar a Los Valerios se ha adueñado de aquel cerro una enorme ventolera que impide el reparto de herbicida. Hay un cielo nublado delicioso y el aire es frío. Al norte se ve  la cordillera central con las crestas más altas cubiertas de una nieve blanquísima. El dibujo de las cumbres es muy nítido. La hierba en el olivar parece haber sido plantada con fines ornamentales por un jardinero. Cada olivo tiene alrededor del pie un cerco de hierba alta y muy apretada. Jaramagos, lechuguillas, cardos, malvas, caléndulas. Las malvas alcanzan en algunos tramos del olivar tal altura y frondosidad que se enredan entre las ramas bajas de los árboles. La fuerza invasiva de las malvas con sus grandes hojas cerosas de un verdor pletórico, hace que los olivos parezcan unos arbolillos ingrávidos, acobardados, tenues. Me ha parecido que la necesidad de intervenir a favor de los olivos era urgente. Por eso, a pesar del vendaval, en condiciones desastrosas para realizar este trabajo, he repartido la cuba de herbicida. La sensación de estar haciendo algo completamente inservible no me ha abandonado mientras ha durado esta labor. Cuando R ha llegado con la cuba del agua ha habido que tomar la única solución posible, regresar con las orejas gachas.
Estos trabajos aplazados siempre producen una gran desazón. Los criadores de algo, animales o plantas, acabamos por tener un sexto sentido para percibir el estado anímico de las criaturas que dependen de nosotros. Durante el viaje de vuelta voy buscando maneras de liberar de inmediato a los árboles del asedio de las malvas, demasiado altas para atacarlas con el herbicida.
Pienso que no me va a quedar más remedio que utilizar la desbrozadora, una máquina torpe y de muy poco rendimiento, al menos el modelo que yo tengo. La desbrozadora es un artilugio de concepción casi medieval, tres rotores con gruesas cadenas que giran a gran velocidad, de lo más apropiado para deshacer un asedio. Me saca de esta ensoñación medieval una llamada de R. Ha pinchado el tractor en medio de la carretera. Una rueda gorda, dice. Ha oído que se le salía el aire desde dentro de la cabina y con el tractor en marcha. “¿Has oído el aire?”, le pregunto. “Sí, y me he bajado y la rueda está muy baja”, dice. “¿La llanta en el suelo?”, le pregunto. “En el suelo no, pero casi”, dice ella. “¿Pero sale agua?”, le pregunto (las ruedas de los tractores llevan dos tercios de agua). “No, pero se oye el aire perfectamente”, dice ella. “Si no sale agua tira lo más rápido que puedas”.
Movido por la intranquilidad y la inconveniencia de tener que reparar el tractor en medio de la carretera, cuando llego a la nave la llamo para decirle que si la rueda está muy baja se meta en el primer camino. “Calla –la oigo decir-, déjame, que no puedo perder tiempo, voy disparada, ya estoy en la rotonda”. El tractor ha llegado con su rueda intacta a la nave. Miramos la rueda de arriba a abajo. A pesar de las evidencias ella afirma que la rueda no está baja del todo, pero que está un poquito baja, y que además ha escuchado perfectamente cómo se salía el aire. “¡¡A mí es al que se me sale el aire!! ¿No lo escuchas? Es un soplo cardiaco”. Se ríe. Argumenta: “¿No me vas a decir que esta rueda no está un poquito baja?”. Estas dos frases, la mía, clamando al cielo, y la suya mirando la rueda, se repiten tres o cuatro veces.
Sólo porque S estaba allí en la nave contemplando aquel sainete, y porque hubiera testificado a favor de ella (son uña y carne), no me he decidido a estrangularla, el método más medieval que se me ha ocurrido para hacerla entrar en razón.
 
ANEXO:
Al trasladar aquí esta nota, pensándolo con más calma, veo con perfecta claridad que hubiera sido un tremendo error estrangularla. Conociendo la maña de S para arreglar cosas, puede que hubiera conseguido resucitarla con una pequeña reparación. “No tenía nada –hubiera dicho-, un huesecillo de la glotis descolocado”. Y ya para los restos hubiera tenido que estar oyéndola decir que la estrangulé sin motivo.  Y el tremendo juego que podría sacarle al estrangulamiento fallido.  Cada vez que el asunto saliese a relucir yo habría tenido que declararme culpable sólo para que ella pudiese mostrar el certificado de una lesión más en su curriculum. “¿Es verdad que me estrangulaste o no?”, diría ella delante de su público. “Sí, te dí por muerta, sólo por eso dejé de apretarte el cuello”, diría yo. “A mí no me gusta presumir –diría ella-, pero si tengo algo bueno es que aguanto mucho y cicatrizo muy bien”.  Imagínense qué papelón el mío. El papel de oso de este espectáculo circense. El oso amaestrado y la domadora que más cicatrices tiene en el cuerpo. Menos mal que sé contenerme.

viernes, 5 de abril de 2013

Gimnasia y magnesia.


Un A. indignado viene soltando resoplidos e invectivas del Instituto porque le han suspendido en gimnasia. La sobreactuación seguro que encubre alguna otra avería. Yo no sé muy bien cómo se evalúa ahora, y creo además que me conviene no saberlo para mantener la cordura. Por lo que entresaco del furibundo alegato que A. realiza delante de su madre, la asignatura se califica en función de tres constantes: Los trabajos que mandan para casa, la gimnasia propiamente dicha, y la "participación". Según declara A., y teniendo muy presente que es una confesión de parte, él ha aprobado los trabajos porque los ha llevado hechos, y la gimnasia porque ha superado las pruebas, pero le han suspendido en “participación”. Todo esto podría ser sólo una escusa, por tanto no me interesa en absoluto tratar este caso particular, sino el caso hipotético de que se hubieran dado estas condiciones en un alumno cualquiera.
Confieso que la palabra participación tiene para mí una significación confusa cuando se presenta como una materia evaluable.
Sé que una de las últimas actividades realizadas en esa clase ha sido una competición de carreras de sacos. Lo sé porque recibí por parte de A. un insistente acoso para que le proporcionase el material escolar que necesitaba para la prueba. Lo que no pude hacer, puesto que los sacos que yo tenía eran demasiado pequeños, y eso debido, dicho sea de paso, a una ordenanza europea humanizadora de la carga y descarga que obliga o al menos aconseja que los sacos no sobrepasen los cuarenta kilos de peso por unidad, sin tener en cuenta los posibles usos escolares que pueda darse a estos envases.
Respecto a esta prueba en concreto, y dando por hecho que el alumno no se negase a hacerla, lo que supondría suspenderlo también en la sección gimnástica de la asignatura, ¿cómo podría obtenerse una buena nota en participación? ¿Poniéndose el primero en la línea de salida? ¿Corriendo con más euforia que los otros? ¿Dando más vueltas de las solicitadas? ¿Animando a los compañeros? ¿Rescatándolos de  sus caídas? ¿La participación estaría relacionada con la voluntad del individuo por hacer algo más de lo que se le exige como meramente obligatorio, un obrar a favor de la asignatura con entusiasmo, una adhesión a las propuestas del profesor, un sentirse penetrado por el espíritu de grupo?
Francamente, creo que los profesionales de la enseñanza lo tienen bastante difícil cuando han de evaluar conceptos tan huidizos. Quizá esto de la participación quiera sólo indicar el interés que los alumnos se toman por la materia, y como en este mundillo de la enseñanza son unos especialistas en el eufemismo (al recreo le llaman segmento de ocio) la palabra interés haya sido substituida por la de participación, que es una palabra con resonancias solidarias y no como la de interés que atufa a individualismo. El “interés” por la materia sería más fácilmente evaluable, puesto que bastaría con ir quitando nota según el número de bostezos, o alguna otra señal de tedio más o menos parecida.
Antes de desentenderme del asunto por completo, he querido saber qué había que hacer en este caso para aprobar la asignatura, y me han contestado que “recuperar” la parte suspendida, es decir la participación.
Oído lo cual me he quedado estupefacto mirando el plato de lentejas que estaba comiendo y para no dar argumentos victimistas al sector adolescente de la casa, tan proclive a la auto conmiseración, (paso previo a todo proceso incendiario, o revolucionario si ustedes lo prefieren) he mascado la pregunta para mis adentros: ¿Y cómo examinan de “participación” si el resto de la asignatura esta aprobada, dicho de otra manera, cuando no hay nada en lo que participar?
Los enseñantes han de hacer frente a unos embolados considerables. Cuando mi hija I. tenía siete años, en un informe trimestral que acompañaba a sus notas, la maestra señalaba que uno de los progresos realizados por la niña era que “ya sabía que Dios era el creador de todas las cosas”. Hubiera preferido, francamente, que no hubiera sabido tanto. Quedé tan impresionado que le envié una nota a la maestra felicitándola por su capacidad para impartir tales conocimientos y, para que la felicitación no fuese tan seca, añadí: “Había oído hablar de la dureza de las oposiciones a Juez, a Notario y a Registrador de la Propiedad, pero si se requiere de ustedes esta inédita capacidad pedagógica, creo que sus oposiciones no tienen parangón. Deberían estar mejor pagados. Como mínimo al nivel de los Jueces, que algo saben también de atribuciones divinas. Siga con su labor. Un saludo”. (Es copia literal).
Sigo pensando lo mismo. Los maestros deberían ganar más. Enseñan y evalúan cosas dificilísimas.