(Nota del 8/8/2014. Viernes). He tenido la cabeza todo el día del revés y, a esta hora,
ocho de la tarde, mi habitación empezaba a estar completamente boca abajo. De
modo que, por cambiar de sitio, me he venido a regar a casa de R. La casa está
vacía. He entrado al patio y me he ido directo al grifo. Sólo he tenido que
girar la manilla y el agua se ha puesto a caer con un repiqueteo de lluvia
domesticada, demasiado declamatoria para mí gusto, sobre la planta que llaman
"oreja de elefante", demasiado selvática también, diría yo, para
nuestros ojos acostumbrados a estos campos de aquí, pajizos y requemados. Nada está recogido, sino en el
sitio que ocupa otra tarde cualquiera. Silloncitos de plástico rojo algo comido
por el sol, con la marca de un refresco grabada en el respaldo, alrededor de
una mesa redonda con tablero de piedra artificial; la tumbona azul en el lugar
que suele ocupar E., perpendicular a la televisión. Hasta en el cenicero quedan dos
colillas, que es algo más que un indicio de que los moradores no se han acabado
de ir. A nadie le gusta irse del todo.
El patio está muy tranquilo. Unos pájaros duermen en las
ramas del membrillero, al acomodarse remueven las hojas. Se escucha una pelota
golpeando la pared del frontón, hasta
aquí llega ese sonido tan leve pero tan nítido, un “plop” etéreo, como el que
hace al explotar una pompa de jabón. El frontón esta lejos, a más de trescientos
metros en línea recta. Hay de por medio una carretera y dos o tres manzanas de casas, con todo su
bagaje y ajetreo: una moto callejeando; algún que otro coche; el
bocinazo del automovilista que saluda al
pasar a alguien que conoce; otros muchos sonidos indiscernibles, mezclados,
amontonados, de magma humano, de campamento a la hora del rancho. Niños que no
quieren la cena y protestan. El cloqueo característico que producen al entrechocar cubiertos y platos. Alguien batiendo huevos
para hacer una tortilla. La banda sonora de alguna televisión excitada, no se
sabe muy bien si por retransmisión deportiva o por concurso. Entre todos esos
ruidos algo desajustados llega con
precisión milimétrica el sonido hueco de la pelota, con un ritmo que recuerda
el pulso de un submarino navegando bajo el agua.
Y esa es la sensación que nos va quedando según la noche se
cierra, la de irnos yendo hacia el fondo con los ojos cada vez más abiertos
para acomodarlos a la poca luz. En la casa vecina alguien sin saberlo nos echa
un cabo. Una bombilla se enciende e ilumina de amarillo los lienzos de las
paredes que se ven por encima de la tapia. En ese patio no se ha oído nada en
todo este tiempo, pero un timbrazo en la puerta de la calle delata que ha
habido allí dos personas calladas, dos viejos sentados en sus sillas
resistiendo el final del día a pleno pulmón. Se preguntan el uno al otro “quién
será” antes de abrir. Parece que es un nieto, con el que hablan de corrido,
como se habla con una visita, tratando de que no se noten demasiado los
silencios. No acaban de encontrar un asunto que les interese. Hasta que la
abuela explica que ella en el patio no tiene flores no porque no le gusten,
sino por que la gustan demasiado. Su habla tiene el tono de quien esta acostumbrado a que no le escuchen. Esa dicción aturullada que tienen los sordos. "Siempre me han gustado, y las he tenido
que daba envidia verlas". Pero el año que estuvo mala su madre antes de morirse, en uno
de los viajes que hizo para atenderla,
al regresar, se encontró todas las flores secas. De pasada ha insinuado que encargó a alguien esa tarea y no cumplió. Desde entonces ya no ha vuelto
a tener flores, “hasta tiré los tiestos para quitarme la tentación”.
La conversación ha desaparecido y han surgido aquí mismo
unos cuantos ruidos de la industria doméstica: el motor del aire acondicionado,
el gimiente burbujeo del termo. Son
ruidos programados por los habitantes de la casa que han dejado aquí encerrado
el fantasma de su temperatura.
*****
Acudí a regar a este mismo patio otro día de verano de hace doce años. El papel donde esto estaba escrito andaba suelto por la mesa cambiando del montón a la caja y de la caja al montón. Con la escusa de que podría perderse, este es el momento de librarlo de su vida errante. Creo que resultará curioso ver estos dos textos uno al lado del otro. Las distintas maneras que tenemos de cabalgar la realidad.
(Nota del 24 de Julio de 2002). R.
me dejó al cargo de sus cuatro tiestos y sus cuatro gatos. Voy a regar a
mediodía.
Las casas vacías ocultan todas
algún secreto. Como si las habitasen unos seres silenciosos en ausencia de sus
dueños. Unos seres que hablan muy bajito y que al oír la llave en la cerradura
interrumpen sus conversaciones de repente. Aunque algo de ellas se percibe al
entrar: un ligerísimo eco del último susurro que se confunde con el tic-tac del
reloj.
La casa tiene las persianas bajadas y al abrir la puerta la luz se cuela como un ladrón. Esa luz plana y cegadora, dueña de vidas y haciendas, señora de todo lo que alienta en estos territorios, no está conforme con que en su señorío haya éstos rincones en penumbra. Por la puerta se cuelan los sicarios que ella envía. Roban un momento. Asesinan un poco. Y mueren ellos al instante, en cuanto la puerta se cierra. O quizá esos soldados incendiarios se despojen de sus armas y corazas y, seducidos por el frío tacto de las baldosas en la planta de los pies descalzos, se hagan de la secta contraria, la de los seguidores del agua, la nube y el charco. La mía.
Los gatos perezosos están derrumbados en el sosiego del patio, dormitando encima de las mesas o en el alero de la pared medianera. Levantan la cabeza al verme entrar y vienen tambaleantes a rozarse con mis pantalones impregnados del olor de alguna hierba silvestre que les hace abrir la boca como si fuesen a estornudar. Lanzan uno o dos maullidos filosóficos en demanda de comida. Avanzan detrás de mí sin prisa y ponen el gesto de la gente empachada al ver que se les llena el plato. Mastican un poco de alimento con desgana y vuelven desmayados a buscar la sombra de la parra. Allí se quedan tirados con esa manera de dormir exhausta que tiene la gente noctámbula.
R. ha dejado los tiestos todos reunidos alrededor de la pila en dos escalones como una isla de vegetación espesísima. Dirigir la manguera hacia esta pequeña jungla y arrojar agua a placer nos puede hacer caer en la fantasía de que pudiésemos hacer llover sobre cierta porción de la tierra.
No digo que como señor de las aguas yo sería bueno. He traído a este minúsculo reino unas lluvias tan recias que tumbaban las plantas y escarnecían el suelo. ¿Pero cómo no inventar un diluvio en este territorio muerto de sed? Y aún no he quedado satisfecho: si hubiera sabido algo de magia, algún conjuro certero, os aseguro que ahora mismo todos los arroyos y ríos vendrían crecidos y no quedaría ninguna fuente ciega, ni manantial seco, ni regato que no corriera. Y, desde luego, garantizo que nadie tendría que volver a encender un motor de riego en esta parte del globo.
¿A que se nota que me he pasado la mañana arreglando el motor de sacar agua (de nombre Campeón, que tiene guasa) y que es la cuarta reparación de la temporada? ¡Y todavía a 24 de Julio! ¡Con lo que aún queda por regar!
*****
Acudí a regar a este mismo patio otro día de verano de hace doce años. El papel donde esto estaba escrito andaba suelto por la mesa cambiando del montón a la caja y de la caja al montón. Con la escusa de que podría perderse, este es el momento de librarlo de su vida errante. Creo que resultará curioso ver estos dos textos uno al lado del otro. Las distintas maneras que tenemos de cabalgar la realidad.
La casa tiene las persianas bajadas y al abrir la puerta la luz se cuela como un ladrón. Esa luz plana y cegadora, dueña de vidas y haciendas, señora de todo lo que alienta en estos territorios, no está conforme con que en su señorío haya éstos rincones en penumbra. Por la puerta se cuelan los sicarios que ella envía. Roban un momento. Asesinan un poco. Y mueren ellos al instante, en cuanto la puerta se cierra. O quizá esos soldados incendiarios se despojen de sus armas y corazas y, seducidos por el frío tacto de las baldosas en la planta de los pies descalzos, se hagan de la secta contraria, la de los seguidores del agua, la nube y el charco. La mía.
Los gatos perezosos están derrumbados en el sosiego del patio, dormitando encima de las mesas o en el alero de la pared medianera. Levantan la cabeza al verme entrar y vienen tambaleantes a rozarse con mis pantalones impregnados del olor de alguna hierba silvestre que les hace abrir la boca como si fuesen a estornudar. Lanzan uno o dos maullidos filosóficos en demanda de comida. Avanzan detrás de mí sin prisa y ponen el gesto de la gente empachada al ver que se les llena el plato. Mastican un poco de alimento con desgana y vuelven desmayados a buscar la sombra de la parra. Allí se quedan tirados con esa manera de dormir exhausta que tiene la gente noctámbula.
R. ha dejado los tiestos todos reunidos alrededor de la pila en dos escalones como una isla de vegetación espesísima. Dirigir la manguera hacia esta pequeña jungla y arrojar agua a placer nos puede hacer caer en la fantasía de que pudiésemos hacer llover sobre cierta porción de la tierra.
No digo que como señor de las aguas yo sería bueno. He traído a este minúsculo reino unas lluvias tan recias que tumbaban las plantas y escarnecían el suelo. ¿Pero cómo no inventar un diluvio en este territorio muerto de sed? Y aún no he quedado satisfecho: si hubiera sabido algo de magia, algún conjuro certero, os aseguro que ahora mismo todos los arroyos y ríos vendrían crecidos y no quedaría ninguna fuente ciega, ni manantial seco, ni regato que no corriera. Y, desde luego, garantizo que nadie tendría que volver a encender un motor de riego en esta parte del globo.
¿A que se nota que me he pasado la mañana arreglando el motor de sacar agua (de nombre Campeón, que tiene guasa) y que es la cuarta reparación de la temporada? ¡Y todavía a 24 de Julio! ¡Con lo que aún queda por regar!