viernes, 13 de abril de 2012

Inclinaciones.

A la mujer yo le veía el peinado, una “permanente” oxigenada, entre el hueco de los dos asientos del autobús. Procuraba no apoyarse en el reposacabezas para no arruinar aquella superestructura. Siempre me ha impresionado esa capacidad de sacrificio que tienen ellas para estar hermosas a su manera. Una manera que la mayoría de los hombres no acabamos de captar, pues, generalmente, cuando más nos gustan no es cuando están más arregladas, es decir, cuando ellas consideran estar más perfectas, (esculturales sería la palabra justa), sino con un punto de deconstrucción.
De la conversación que aquella mujer se traía, un asunto muy complejo de amores muy masticados que había tenido aquel verano y que, salpimentados con cierta inventiva, le iba refiriendo a una amiga que llevaba sentada a su lado, me llegó nítida a los oídos la siguiente frase, exacta y literal puesto que la anoté en un sobre que me servía de marcapáginas del libro (El antropólogo inocente, de Nigel Barley) que iba leyendo en aquel viaje. Dijo:
–Pues no va y me dice, el muy majadero, estando los dos asomados a aquel acantilado, en el borde mismo del abismo, hija, y teniéndome abrazada, que él era un hombre con grandes inclinaciones….
La mujer estaba decepcionada, esperaba otra cosa que no fuera una declaración de principios en ese momento impresionante, y menos aún si se trataba de inclinaciones. Pero, oída desde el asiento de atrás, tajada en frío y fuera de contexto, la frase, en su pura literalidad, ponía la carne de gallina.

miércoles, 11 de abril de 2012

Lectores pura sangre.

Los lectores, y eso se ve mejor que en ningún sitio aquí, en la nube internáutica, llena de reseñas, críticas, comentarios, exaltaciones y exultaciones, muy pocos leen únicamente por aprovechamiento propio, sino que leen también para los demás. Leer un libro y estar pensando en alguien a quien podría gustarle, imaginarse a ese alguien riendo o disfrutando con eso con lo que nosotros nos solazamos, es bastante común. Compartir algo así es como amplificar nuestra capacidad de gozo. Abrir pequeñas delegaciones para nuestro disfrute en un cuerpo ajeno. Una especie de colonización. El placer de los demás nos interesa, pero, más vale no recurrir a autoengaños filantrópicos, nos interesa mucho más nuestro propio placer, el que recibimos al imaginar el deleite que le hemos proporcionado al otro.
En el terreno de la lectura, como en cualquier otro, hay gente mejor dotada, no sólo para captar todos los matices del libro, sino también para saber a quien recomendárselo, o regalárselo, llegado el caso.
Mi hermano (no en vano fue educado como un pura sangre, y puesto en pista por un jinete de tan aguda espuela como lo fue mi madre) ha desarrollado para esto un grado de afinación extraordinario (casi igual al punto de frío que da a sus cervezas). Lo cual hace que, coincidiendo con alguna fecha señalada, cuando nos regala un libro (nunca es uno sólo, sino series de tres, un pequeño recital) eso se convierta en un verdadero acontecimiento.
El sábado pasado, sábado Santo, trajo tres libritos. Yo acababa de cumplir los mismos años que había cumplido el siglo el año en que nací. Aunque la carambola era lo de menos. Los dejó encima de la mesa envueltos en papel de regalo y me los fue presentando con modestia, como si hubiesen caído en la red por casualidad, aunque yo olfateaba lo orgulloso que se sentía de poder ofrecerme esa hermosa captura, tal como él leía debajo de mis desaliñadas barbas un indisimulado aire de glotonería. Sólo con verlos fuera de los envoltorios era para babear, eran libros muy bien editados, se podría haber formado con ellos un bonito bodegón. ¿Que si yo tenía todo esto escrito en el rostro? Me vendo caro, pero es muy probable.
Ahora bien, para que la elección de estos libros resulte totalmente irreprochable, y esto ya es un asunto suplementario, una especie de broma que yo he instituido por mi cuenta, es fundamental que mi cuñada consorte CF no haya oído hablar de ellos.
CF es también una lectora impenitente, relacionada con lectores furibundos, visitadora de librerías, devoradora de suplementos literarios. En fin, otra auténtica pura sangre, procedente de las cuadras de las madres Agustinas.
Estos especialistas disfrutan mucho con su erudición. Son felices anticipándose, conociendo de antemano lo que los demás acaban de conocer. Su expresión indulgente cuando oyen hablar de algo que ellos ya han saboreado es casi tan graciosa como el gesto de pánico que asombra sus caras, siempre bien disimulado, cuando oyen hablar de algo que no se encuentra en su archivo. Cuando se presenta esta situación, suele ocurrir que, al mismo tiempo que se están interesando con una vocecilla inaudible por los datos de la novedad, un vozarrón interior les fustige diciendo: "pero como ha podido escapárseme esto a mí".
Este juego si se da entre los propios especialistas es muy insulso. Cuando se relacionan entre ellos se recubren de un tejido inerte sobre el que reciben los aguijonazos sin inmutarse. Pero si es a través de terceros, es jocoso y divertido al máximo. Sobre todo para el que intermedia y observa las mutaciones, esos pequeños tics que tratan de esconder en lugares remotos de su expresión y que, precisamente por eso, resultan tan llamativos.
El primer episodio de estos, que yo recuerde, tuvo lugar hace dos años, cuando le presentamos a CF "Las andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador de un solo brazo", la novela de Tommy Wieringa, que mi hermano nos había dejado para leer ese verano. A CF se le oyeron todas las vocecillas a coro. No menos cómico fue el magnánimo indulto general de mi hermano al enterarse de que CF había hecho agua en ese título.
Así pues, este sabado, mientras dábamos buena cuenta de unos aperitivos, y yo acariciaba complacido los lomos de mis tres nuevos lebreles, cumpliendo con mis obligaciones de promotor de esta invención, he dicho:
–Sería muy conveniente que C no hubiese oído hablar de estos libros.
Parecía que en un primer momento nadie supiese a qué me estaba refiriendo, pero pronto he visto cómo la cara de RF, hermana de CF, delataba un cierto resquemor consanguíneo, y hasta creo haber oído un: "¡qué cabrón!" encajado en la trituración molar de una patata frita.
Luego, he mirado a mi hermano y, aplicando toda la experiencia que tengo en sus ardides gestuales, (su característica mirada "yo no he roto un plato" y cierta tensión en la nuez), he leído con toda claridad que, a la hora de elegir los libros, aquella variable había sido sopesada.
No obstante, he querido cerciorarme.
–A lo mejor C no ha leído estos libros –he dicho-, pero si ha leído otros de estos mismos autores, ya se sabe lo que pasa, tiene uno que escuchar cosas como:”no, ese precisamente no lo conozco, pero me he leído los otros cinco que tiene publicados y no eran gran cosa”.
Mi hermano, muy de pasada, ha dicho que no, que dos de aquellos autores no tenían ningún otro libro traducido al castellano.
Por tanto, sólo quedaba dar cuerda al reloj, y esperar los acontecimientos. Todo, claro está, si RF no le hubiera estado haciendo confidencias a su hermana CF. Y si la misma RF, no me hubiera venido con el cuento de que su hermana le había dicho que ya sólo se dedicaba a los clásicos, que había abandonado las novedades. Así ha llamado a estos libros escrupulosamente seleccionados, como si hubiéramos pasado por el mostradorcillo de unos grandes almacenes y los hubiésemos elegido sólo por nuevos, y al buen tuntún.
Se habrá observado que hasta ahora, astutamente, no he dicho de qué libros se trata, tampoco R, la delatora, se había quedado con los nombres, eso formaba parte del proceso de cocción a fuego lento de C. Pero, puesto que ellas presentan esta estrategia de llevar una vida sin “novedades”, pues démosles un poco de envidia; he ahí la foto y…que  aproveche.



lunes, 9 de abril de 2012

Huellas.

Viernes Santo. Pocos días están más solitarios los campos que en viernes santo. Es una de esas fiestas mayores que a la gente le gusta ponerse ropa nueva y hacer vida de ciudad en la aldea.  He ido al olivar a las diez de la mañana, y el camino estaba limpio de señales de que nadie hubiera pasado todavía. La lluvia de anoche había borrado las huellas humanas y había dejado las suyas, unos regueros rojizos abiertos en el firme arenoso que cubre la superficie del camino. En las cuestas más pronunciadas, y aprovechando las rodadas de los tractores, el agua había trazado ya una profunda cárcava, donde las piedrecitas  lavadas brillaban al sol. Hacía frío. Se percibía en la punta de los dedos. Unos nublados ligeros  han largado velas sobre nuestras cabezas. Viajaban por un cielo  azul lechoso que no deslumbraba. Son muy de agradecer estas luces matizadas cuando nuestro oficio es mirar y mirar los árboles para encontrarles la forma, los fuertes contrastes de brillos y sombras camuflan un poco los volúmenes. Provenimos de unos viernes santos  sembrados por el clero de tradiciones adustas hasta rozar el ridículo, no silbar o convocar a los oficios religiosos tocando una carraca eran dos de ellas. Ahora todo eso ha acabado. Cuesta incluso recordar otros viernes santos, aunque creo que en la mayoría de ellos habré silbado. Este de hoy lo he afrontado con gran ligereza, podando  olivos con el serrucho largo, siempre a cierta distancia del árbol, sin fajarme,  abriendo  los huecos precisos y atemperando con limpios cortes el crecimiento desordenado de algunas ramas.  
Al regresar, a la hora de la comida, en el limo acumulado en una cuneta, he visto las pisadas de un perro. Unas huellas que encerraban todo el sentido de la existencia de ese animal en ese momento: ir, correr, rastrear, cualquiera que fuese. Eso que nosotros a duras penas conseguimos después de desechar tantas palabras.
Durante la tarde ha lloviznado cuando el sol estaba ya muy bajo, las gotas de agua, muy lentas y gruesas, se llenaban de luz antes de tocar el suelo. El silencio que ha acompañado a este fenómeno me ha hecho recordar el verso de Unamuno: “florece sólo el agua que está queda”. El verso se le ocurrió a Don Miguel contemplando una charca florecida. Aquí el agua florecía de otra manera, pero la sensación que me ha quedado, pensando en ese verso, era la de haber encontrado otra huella repleta de sentido y perfectamente dibujada en el barro.

domingo, 8 de abril de 2012

Golpe a golpe.

S y E habían dado muchos martillazos en balde para sacar las rótulas de la dirección del coche. S, que era el propietario, y que ya había desmontado más piezas de las que tenía pensado, se resistía a desmontar la barra de dirección completa, no fuese a ser que, como ocurre en el cuento tradicional, luego no encontrase el camino de vuelta a casa y se quedase perdido en el bosque. E, por el contrario, abogaba por el desmontaje de la barra para poder trabajar con ella en el banco, donde sería sencillísimo sacar aquellas articulaciones que se habían mostrado inmutables a los porrazos y apalancamientos.
Como yo les había dejado en ese punto de la acción, eso había ocurrido el martes santo, mientras llovía, y ahora ya era sabado santo, le pregunté a E cómo se había resuelto luego la cosa. Parece ser que la barra, una vez sacada de los bajos del coche y colocada sobre el banco, no sólo no se había resistido sino que incluso había sido complaciente. Estas no fueron sus palabras, desde luego, pero se le aproximaban. E se quejó un poco de la manera un tanto deficiente que tienen de relacionarse con la mecánica los "electrónicos", grupo en el que se encontraba S, y trajo el ejemplo de la poca entidad del martillo con el que había estado trabajando. Los "electrónicos" estaban rodeados de cosas de plastico con mucha ranura y mucho tornillito, y el arte de golpear les era totalmente desconocido. Cada martillo hablaba un idioma distinto....... Fue así como comenzamos a hablar de martillos. Un tema interesante donde los haya. Por decantación, yo hablé de mi martillo fetiche, una rotunda maceta que, dije, les habría venido muy bien a E y a S para darle su merecido a esas piezas anquilosadas. En la reunión en la que se hablaba de todo esto esa maceta era conocida. La he llevado siempre, bien visible y bastante a mano, en el piso de la cabina del tractor. Su función, entre otras, era (y es) la de asustar. En mecánica, siempre es importante que un elemento disuasorio como el martillo esté presente, para que las máquinas sepan que sus roturas, tan caprichosas (de otro modo no se romperían, como lo hacen siempre, los fines de semana, cuando más difícil resulta arregrarlas), serán tratadas con toda severidad.  Esta teoría no es exclusiva mía, es una creencia básica a la se hayan acogidos muchos agrarios.
Y, puestos a sacar cerezas del cesto, una vez nombrada la maceta, cómo no acordarse de aquel día de  aceituna del año pum, cuando   le lancé a R ese famoso martillo de un modo cómico, y sin intención de acertarla, claro. Solía mostrarselo poniendo cara de loco cuando ella se enrabietaba, lo cual no hacía sino empeorar su estado de agitación, y ese día probé a lanzarlo. No sirvió de nada, ella siguió gesticulando desaforadamente y amenazándome con una piedra que había cogido del suelo. Entonces tuve que bajarme del tractor y decirle con mucha calma, énfasis y vocalicación: "cuando te tire el martillo lo vuelves a dejar en su sitio, que, luego, cuando quiero tirartelo otra vez , no lo encuentro". Del surrealismo de aquella frase nos reímos hasta hartarnos. Como nos reímos anoche mismo en la media hora escasa de tertulia para la que nos quedó tiempo.  

miércoles, 4 de abril de 2012

Procesiones.

Se ha venido presintiendo que llovería, y tras dos o tres días nublados hoy por fin ha aparecido el agua. Dos o tres trombas magníficas con gran acompañamiento de truenos. Si pudiéramos elegir pediríamos esto que aquí llamamos "agua temporal", es decir una lluvia constante y mantenida, larga, dulce y un poco triste como un adagio. Pero mejor es que no podamos decidirlo, o no llovería nunca. Ayer mismo salían gentes llorando en las televisiones porque no habían podido sacar no sé qué paso de Semana Santa. Era lunes. Santo, si ustedes quieren. Un poco pronto para llorar. ¿O ha sido siempre así de larga la semana Santa? Tal vez nos hagamos una idea equivocada y no sean tantos los que lloren. El ojo mediático  tiene sus predilecciones. De no ser así, ¿a qué nos conduciría ese infantilismo?

Al comienzo de la mañana, las nubes, de un gris tórtola algo desvaído, no iban ni venían. He pensado, provocadoramente, que serían otra vez nubes de atrezo o nieblas altas que  fingían ser otra cosa. Pero tras dos horas de estar allí parado, ese nublado laminar ha soltado unas gotas muy dispersas y atolondradas que han hecho despertar de la tierra un rotundo olor a champiñones crudos. Uno de esos olores que explicarían por sí solos por qué al poeta bíblico se le ocurrió relacionar la generación del primer hombre con el barro. Aquellas gotas eran las mensajeras de un enorme nubarrón, como una ballena varada, que venía arrastrándose por el flanco sur. He salido del olivar perseguido por una lluvia inclinada y muy recia, que ha tomado una plenitud un poco aparatosa un cuarto de hora más tarde, cuando yo había llegado a la nave. El cobertizo de la nave es un observatorio perfecto para ver el avance de las nubes, salvo que la nube esté descargando con ahínco en ese momento sobre la cubierta de chapa, entonces,  la sensación de estar dentro de un tambor  aporreado por un loco provoca cierto encogimiento, y nos impide mirar demasiado lejos. Gran parte de esa agua ha rodado por las laderas, buscando un punto de fuga por el que alcanzar el arroyo más cercano. La representación  más palpable de esto la tenía delante de mi, una porción de tierra donde se dibujaban cientos de hilillos de agua, que componían un entramado de pequeñas ramas, que iban a su vez formando un tronco de mayor grosor, hasta que encontraban un cauce por un surco roto donde el agua color chocolate cogía velocidad y se iba sin saludar. Así venía también el arroyo, rojo y borboteante.
El segundo nublado ha surgido de la nada, como sale un genio de la lámpara. Serían las tres de la tarde. El cuarto de abajo, aun con el visillo descorrido, se ha quedado casi sin luz. La nube, tan espesa como humo de leña verde, ha crecido tan alto como ha podido, hasta que han empezado a resquebrajársele los cimientos. De esa parte procedían los primeros crujidos, unos sonidos retorcidos y soterrados. El derrumbe ha venido acompañado de unos chasquidos que iban recorriendo de una parte a otra la cresta del nublado. Estos hachazos encadenados acababan indefectiblemente con un ruido colosal, abrumador, un desgarrón voluminoso en el vientre de la nube. Ha llovido furiosamente. También ha granizado un poco, granizos del tamaño de garbanzos. Este agua, tirada con escopeta, vale poco. Pero los nublados, sirvan esos dos ejemplos malamente descritos, hubieran podido ser sacados en andas con profundo recogimiento y con tanto mérito como el de nuestras adoradas, lloradas y procesionadas estatuas. 

martes, 3 de abril de 2012

Biodegradables.

Ha sido la casualidad y también el vicio compulsivo con el que se me abren las ganas de leer cuando estoy sentado en el inodoro; y también, por qué no decirlo, la urgencia que me ha impedido agenciarme alguna otra lectura a la hora de entrar en el cuarto de baño, la que me ha hecho reparar en la recomendación que figuraba escrita en el canuto de cartón en que viene enrollado el papel higiénico.

Soy especialmente sensible a esta clase de mensajes en los que las cosas, los objetos o seres inanimados adoptan una identidad y hablan en primera persona. Lo que no sabré explicar es por qué, al instante, he captado el hondo sentido que llevaba implícito ese mensaje, hasta el punto de llegar a pensar que si hoy tuviera que escribir un poema de amor, lo haría utilizando ese único verso revelador y magnífico, repitiéndolo una vez tras otra en los mismos seis idiomas en que viene estampado en el tubo de cartón. Así vendría a quedar la cosa:

Puedes tirarme al inodoro, amor mio, 100% garantizado.
Podes deitar-me na sanita, 100% garantido.
You can flush me down the toilet, 100% guaranteed.
Vous pouvez me jeter dans les toillettes,100% garanti.
Je kan mij het toilet werpen, 100% gegarandeerd.
Mi puoi gettare, amore, nel water, 100% garantito.

¿A qué mujer en el mundo, por adiestrada que estuviese en las doctrinas preventivas, de raiz feminista, que corren últimamente por esta parte de occidente, no le temblaría la mano a la hora de tirar de la cadena ante una declaración de amor tan acabada, y biodegradable, como esa?

domingo, 1 de abril de 2012

Sistema solar.


Durante gran parte de la noche estuve oyendo la noticia en el segmento marginal de los informativos, esa noticia que ha de rellenar un hueco en caso de que quede hueco, es decir que su existencia depende de la gordura de las hermanas que la preceden, como en cualquier lechigada de gorrinos; escuché, digo, la noticia de que el sol estaba teniendo últimamente mucha actividad. Nadie puede hacerse una idea de cuanta actividad puede llegar a tener el sol, hasta que lo sufre a campo abierto en una de estas absurdas zonas del mundo en que les gusta residir a los anticiclones. Llevamos meses y meses de anticiclones impertérritos. Pero la noticia no se refería a esa clase de actividad. En los últimos días, y no sé si eso es posible, pero lo dijeron, habían tenido lugar catorce tormentas solares. La emanación magnética de dichas tormentas (repito como un loro lo que oí, no sé si las tormentas emanan o no) creaban muchos problemas en las comunicaciones por ondas. Las interferencias, un chisporroteo desagradable que yo oía en aquel momento en el transistor, (nos lo anunciaba el locutor), podían deberse a esas tormentas solares. Aflojé el ritmo de mi respiración para poder calibrar adecuadamente lo que significaban aquellas palabras. Deduje que aquellas interferencias vendrían a ser algo así como si el sol se estuviese dirigiendo a nosotros en un mensaje nocturno a través de la radio.
Aproveché otro momento de apnea para pensar. El sol tiene a todos sus planetas a raya, unos congelados, otros abrasados, otros repletos de ácido sulfúrico. Una estrella en la que se producen desintegraciones atómicas cada milésima de segundo, ha de tener sospechas, por fuerza, de que a este planeta nuestro no llegan claras sus órdenes.
Yo, para preservarme, apagué el transistor. Tengo una edad demasiado proclive a las interferencias. Podría llegar a entenderlas.