Los lectores, y eso se ve mejor que en ningún sitio aquí, en
la nube internáutica, llena de reseñas, críticas, comentarios, exaltaciones y
exultaciones, muy pocos leen únicamente por aprovechamiento propio, sino que
leen también para los demás. Leer un libro y estar pensando en alguien a quien
podría gustarle, imaginarse a ese alguien riendo o disfrutando con eso con lo
que nosotros nos solazamos, es bastante común. Compartir algo así es como
amplificar nuestra capacidad de gozo. Abrir pequeñas delegaciones para nuestro
disfrute en un cuerpo ajeno. Una especie de colonización. El placer de los demás nos interesa, pero, más
vale no recurrir a autoengaños filantrópicos, nos interesa mucho más nuestro
propio placer, el que recibimos al imaginar el deleite que le hemos
proporcionado al otro.
En el terreno de la lectura, como en cualquier otro, hay
gente mejor dotada, no sólo para captar todos los matices del libro, sino
también para saber a quien recomendárselo, o regalárselo, llegado el caso.
Mi hermano (no en vano fue educado como un pura sangre, y
puesto en pista por un jinete de tan aguda espuela como lo fue mi madre) ha
desarrollado para esto un grado de afinación extraordinario (casi igual al
punto de frío que da a sus cervezas). Lo cual hace que, coincidiendo con alguna
fecha señalada, cuando nos regala un libro (nunca es uno sólo, sino series de
tres, un pequeño recital) eso se convierta en un verdadero acontecimiento.
El sábado pasado, sábado Santo, trajo tres libritos. Yo
acababa de cumplir los mismos años que había cumplido el siglo el año en que
nací. Aunque la carambola era lo de menos. Los dejó encima de la mesa envueltos
en papel de regalo y me los fue presentando con modestia, como si hubiesen
caído en la red por casualidad, aunque yo olfateaba lo orgulloso que se sentía
de poder ofrecerme esa hermosa captura, tal como él leía debajo de mis
desaliñadas barbas un indisimulado aire de glotonería. Sólo con verlos fuera de
los envoltorios era para babear, eran libros muy bien editados, se podría haber
formado con ellos un bonito bodegón. ¿Que si yo tenía todo esto escrito en el
rostro? Me vendo caro, pero es muy probable.
Ahora bien, para que la elección de estos libros resulte totalmente irreprochable, y esto ya es un asunto suplementario, una especie de broma
que yo he instituido por mi cuenta, es fundamental que mi cuñada consorte CF no
haya oído hablar de ellos.
CF es también una lectora impenitente, relacionada con
lectores furibundos, visitadora de librerías, devoradora de suplementos
literarios. En fin, otra auténtica pura sangre, procedente de las cuadras de
las madres Agustinas.
Estos especialistas disfrutan mucho con su erudición. Son
felices anticipándose, conociendo de antemano lo que los demás acaban de
conocer. Su expresión indulgente cuando oyen hablar de algo que ellos ya han saboreado
es casi tan graciosa como el gesto de pánico que asombra sus caras, siempre
bien disimulado, cuando oyen hablar de algo que no se encuentra en su archivo. Cuando se presenta esta situación, suele ocurrir que, al mismo tiempo que se están
interesando con una vocecilla inaudible por los datos de la novedad, un
vozarrón interior les fustige diciendo: "pero como ha podido escapárseme
esto a mí".
Este juego si se da entre los propios especialistas es muy
insulso. Cuando se relacionan entre ellos se recubren de un tejido inerte sobre
el que reciben los aguijonazos sin inmutarse. Pero si es a través de terceros,
es jocoso y divertido al máximo. Sobre todo para el que intermedia y observa las
mutaciones, esos pequeños tics que tratan de esconder en lugares remotos de
su expresión y que, precisamente por eso, resultan tan llamativos.
El
primer episodio de estos, que yo recuerde, tuvo lugar hace dos años, cuando le
presentamos a CF "Las andanzas de Joe Speedboat contadas por el luchador
de un solo brazo", la novela de Tommy Wieringa, que mi hermano nos había
dejado para leer ese verano. A CF se le oyeron todas las vocecillas a coro. No
menos cómico fue el magnánimo indulto general de mi hermano al enterarse de que
CF había hecho agua en ese título.
Así pues, este sabado, mientras dábamos buena cuenta de unos
aperitivos, y yo acariciaba complacido los lomos de mis tres nuevos lebreles, cumpliendo
con mis obligaciones de promotor de esta invención, he dicho:
–Sería muy conveniente que C no hubiese oído hablar de estos
libros.
Parecía que en un primer momento nadie supiese a qué me
estaba refiriendo, pero pronto he visto cómo la cara de RF, hermana de CF, delataba
un cierto resquemor consanguíneo, y hasta creo haber oído un: "¡qué
cabrón!" encajado en la trituración molar de una patata frita.
Luego, he mirado a mi hermano y, aplicando toda la
experiencia que tengo en sus ardides gestuales, (su característica mirada
"yo no he roto un plato" y cierta tensión en la nuez), he leído con
toda claridad que, a la hora de elegir los libros, aquella variable había sido
sopesada.
No obstante, he querido cerciorarme.
–A lo mejor C no ha leído estos libros –he dicho-, pero si ha
leído otros de estos mismos autores, ya se sabe lo que pasa, tiene uno que
escuchar cosas como:”no, ese precisamente no lo conozco, pero me he leído los
otros cinco que tiene publicados y no eran gran cosa”.
Mi hermano, muy de pasada, ha dicho que no, que dos de
aquellos autores no tenían ningún otro libro traducido al castellano.
Por tanto, sólo quedaba dar cuerda al reloj, y esperar los
acontecimientos. Todo, claro está, si RF no le hubiera estado haciendo
confidencias a su hermana CF. Y si la misma RF, no me hubiera venido con el
cuento de que su hermana le había dicho que ya sólo se dedicaba a los clásicos,
que había abandonado las novedades. Así ha llamado a estos libros
escrupulosamente seleccionados, como si hubiéramos pasado por el mostradorcillo
de unos grandes almacenes y los hubiésemos elegido sólo por nuevos, y al buen tuntún.
Se habrá observado que hasta ahora, astutamente, no he dicho de qué libros se
trata, tampoco R, la delatora, se había quedado con los nombres, eso formaba
parte del proceso de cocción a fuego lento de C. Pero, puesto que ellas
presentan esta estrategia de llevar una vida sin “novedades”, pues démosles un
poco de envidia; he ahí la foto y…que
aproveche.