Digo que me voy. Con esa forma de irme que tengo, un poco de repente, porque aún no he logrado saber exactamente cuál es el instante adecuado para abandonar una reunión, y, al tener que elegir uno cualquiera, no hay más remedio que hacerlo de esta manera, como quién salta de un tren en marcha.
Me levanto, pues, de un salto de la silla y dando la espalda a los presentes, cuando ya casi he traspasado la cortina digo adiós con la mano.
Justo en ese momento oigo detrás de mí la voz de L. diciendo:
—Un beso, un beso, un beso.
L. (4 años) está sentada acabando su cena, la mesa le llega a la altura de la barbilla. Parecemos franceses L y yo. Hemos ritualizado las despedidas de tal modo que cualquiera diría que en la puerta de la calle me espera un transatlántico para llevarme a otro continente.
L. me da un beso y yo a ella otro ( dejo aquí escrito para que ella pueda algún día desengañar a cualquier engreído que se le acerque, que por mucho que ellos se crean, al hombre que más besos ha dado L. — fuera de los que reparte a su familia— ha sido a mí).
Cada beso de despedida que yo le doy a L. o L. me da a mí lleva añadido un comentario sobre el estado de mi cutis, más exactamente de mi afeitado.
"Pinchas. No pinchas". Suele decir.
Yo suelo contestarle con frases corteses y un poco rimbombantes que a ella le gustan mucho.
—Lo lamento señorita, la próxima vez procuraré estar perfectamente rasurado.
Cuando oye estas gentilezas le entra una risa que le conmueve, que le hace quedarse sin fuerza ni para sostener el tenedor.
Hoy ha dicho:
—No pinchas.
He contestado:
—Hoy no. Pero mañana pincharé. Soy un cactus al que le crecen las espinas.
Aunque lo he dicho con voz alegre, e incluso he guiñado un ojo, L. no se ha reído esta vez.
¿Por qué? No lo sé. Quizá la palabra espina, esa cosa que se clava y duele, la haya alertado.
He enfilado el pasillo y, desde el fondo, cuando ya tocaba el pestillo de la puerta de la calle, he oído a L. decir:
—Bueno, si pinchas no te preocupes.
Su abuela, que ha salido a despedirme, dice riendo y con cierta musiquilla:
— Ya sabes, no te preocupes.
Me encojo de hombros como he visto hacer a aquel negro que cantaba "don't worry be happy".
A R., la abuela, le da un retortijón de ternura y dice:
—¿No me digas que no es para comérsela?
L. cumple hoy (27-3-2022) 8 años. Creo que se le va pasando la edad de prohijar monstruos. Ahora a los monstruos los estudia. Tiene un hermano de un año, lo que justifica el empeño. Es muy aficionada a hacer dibujos, y a construir maquetas con cartón y pegamento. Todos sus proyectos van acompañados del correspondiente manual de instrucciones. L. es muy previsora, piensa en los torpes que no entienden el manejo, y en las posibles averías. Otra manera de decir, a los que somos susceptibles de padecer esos ahogos, que, si pinchamos, no nos preocupemos.