viernes, 21 de octubre de 2011

Nueva teoría de las antenas. (Una invocación a la lluvia).

Cuando la sequía, o el no llover, o estos aciagos e interminables veranos dan en hincarnos el diente, en cada pueblo nace una superstición, se mira para todos lados buscando algún culpable.
Casi siempre  la Iglesia y el Santo Local, y, claro está, los curas, nuestros hechiceros, se sienten obligados a hacer algo. Este modo de actuar no es una cosa reciente ni de ninguna cultura concreta. James G. Frazer, en su libro La rama dorada, recoge usos mágicos para propiciar la lluvia extendidos por tribus y pueblos de los cinco continentes.
Usos como aquel que recoge la copla: "No he visto gente más bruta//que la gente de Alcocer//que echaron el Santo al agua//porque no quería llover" no son infrecuentes, ni se deben a brutalidad alguna, sino que es un procedimiento mágico muy "racional". Se le da una aguadilla al santo para ponerle en contacto con aquello que queremos que nos traiga. Una manera de mostrarle el camino, de inspirarle.
Si bien éste sería un remedio drástico, para situaciones terminales. Antes de llegar a estos extremos lo más corriente es buscar alteraciones en las costumbres o en elementos del paisaje que hubieran podido traer el mal fario.
Como en materia de costumbres los cataclismos han sido incesantes (como si a propósito todos los días pasásemos por encima de ellas -las costumbres- una apisonadora) y el hombre tiene tendencia a buscar la pieza fácil, o por lo menos no pelear con lo irremediable, en nuestro caso, como puede verse por la fotografía, no ha habido que pensar mucho para encontrar al posible causante.

Desde tiempo inmemorial, es decir, cinco siglos, ha habido en la sierra que domina el pueblo una ermita. Una construcción discreta, más fea vista de cerca que de lejos. Las sucesivas reformas la han ido estropeando, e incluso le han hecho caer en contradicción, ya que estando dedicada a un santo (San Sebastián), luce en el frontal otro distinto, uno de esos espantosos Sagrados Corazones, con sus siglas JSH estampadas debajo, rémora de la propaganda de posguerra, y con los brazos en esa posición dudosa que no se sabe si es un signo de bondadoso ofrecimiento o una versión cáustica del toro de Osborne, lanzando el mensaje subliminal: "¡quietos que os empitono!".
En los años setenta colocaron al lado una antena. Lo que indica que la ermita estaba en un buen sitio para enviar ondas, en su caso celestiales.
Un elemento tan rimbombante plantado en un sitio tan "emblemático" hizo crecer rápidamente la superstición de que aquella antena espantaba el agua, la lluvia, nuestro sustento.
La superstición nace para tapar algo que no acaba de entenderse. Pero es un hecho que, cuando va a llover aquí, las nubes se prenden a ese cerro, y una torreta con esas características siempre será una molestia. No hay que ser nube para intuirlo.
La superstición es una creencia y, como tal, más vale no meterse en líos queriéndola explicar, aunque siempre hay alguien dispuesto a saber más que otro y arriesgarse a decir lo que se le pase por la imaginación (yo, como verán, soy también de ese gremio). Entre estos, la idea más propagada es que las antenas emitirían unas misteriosas señales que desintegrarían las nubes o les harían huir. Como se ve es una explicación muy poco dañina, ya que decir que las señales son misteriosas es no explicar nada.
Yo tiendo a creer que, en el fondo, ese descontento que atribuimos a las nubes, es la proyección de nuestro propio desagrado, provocado por la sugestión de que la nube fuésemos nosotros mismos.
Si bien, puestos a imaginar (cosa que facilita bastante la contemplación de la fotografía), el que verdaderamente parece estar preocupado es el Santo, el único habitante permanente del montículo. La presencia tan cercana de las torres le ha cambiado el gesto. Si antes se le veía un cierto ademán magnánimo dirigido enteramente a redimirnos y a tenernos al corriente, por telepatía, de las consignas de Dios Padre, ahora parece estar mostrándonos toda esa chatarra e indicándonos airadamente que le despejemos el solar. Quizá yo esté más capacitado para interpretarlo, puesto que ese es el mismo gesto que tengo que hacer todos los años cuando el ayuntamiento amontona a mis puertas toda esa cochambre que gustan de llamar Ferial. Por menos de nada, a Él también lo acusarán de ser un vecino quejica que no entiende los nuevos tiempos.
Creo pues, y aquí viene lo novedoso de mi teoría, que si las nubes huyen espantadas no es únicamente por las antenas, sino porque mal interpretan el aire de queja que exhibe el Santo, e incluso puede que allí arriba se oigan destempladas voces en baja frecuencia que no perciba el oído humano. Las nubes tienen algo de tropel de borregos y estos aspavientos y conflictos les harían salir en desbandada.
Conociendo la capacidad que tienen los nuevos tiempos para atropellarlo todo nadie va a remediar que las antenas sean cada vez más grandes, más prolijas, más abundantes. Incluso si se demostrase que nos falta el agua por su causa, feneceríamos gustosos a sus pies hablando con nuestros móviles, narrando en directo (así son los héroes de los nuevos tiempos) los síntomas de nuestra deshidratación.
Por tanto, por probar un remedio, y por si mi teoría tuviese algún fundamento, si es que quisiésemos acabar con la sequía, que también sobre esto hay muchas dudas entre nuestros contemporáneos, sugiero que deberíamos alterar la postura del Santo, colocar en la peana la imagen de un hombre sentado, distraído, y hasta fumándose un cigarrito. Un santo que pareciese un pastor apacentando ganado, aunque alguno lo confundiese  con el dueño de una chatarrería.

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