Ten piedad de mí, Dios mío,
advierte mi llanto.
Mira mi corazón
mis ojos lloran amargamente ante ti.
¡Ten piedad de mí!
Una vez escuchado esto (con unos buenos auriculares, desde luego) uno puede hacerse una idea bastante exacta del lugar que ocupa en el universo. Y hasta qué punto, aún arrastrados, puede dignificarnos el arte. ¡Ennoblecer de esta manera nuestra súplica y a quien ha de darnos la limosna! ¡Proclamar a corazón abierto lo ínfimos que somos y al mismo tiempo lo suficientemente grandes para hacerlo de esta manera! Tal vez ese Dios al que se ruega ni siquiera exista. Aunque si en algún sitio está encerrado es en las notas de esta bellísima aria.
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