jueves, 25 de agosto de 2011

Recetas enigmáticas.

Encuentro a R junto al fogón, ensotada en el traje premamá que este verano ha elegido para estar en casa. El traje de estar en casa debería estar prohibido. Siempre tiene algo de carcelario. Y cuando es feo, que es lo más corriente, puede llegar a proporcionarnos largas horas de estupor.
Sobre el aparador, en un escurridor de acero muy brillante, unos espaguetis aguardan enroscados, con su bonito color crema, la hora de incorporarse a la salsa.
En otra olla, enorme para la cantidad de condumio que contiene, puesta al fuego, está la salsa. Salsa de tomate al parecer. Gran motivo de controversia en los últimos tiempos. La última vez que la hizo tampoco le salió. Aunque se atuvo, punto por punto, a mis indicaciones, según dijo cuando yo mostré cierta circunspección frente al plato.
No pude reargüir ante semejante acusación ya que ella tenía todas las pruebas de su parte, que no eran otras que su propia declaración.
La vida debería brindarnos, tal y como ocurre en nuestras casas, donde podemos experimentar algunos episodios de manera reiterada, la oportunidad de la comprobación, para no tener que ser tan crédulos, o tenernos que resignar a lo que nos cuenten sin más.
Ni siquiera he mirado en la olla con intención escrutadora, sino de paso, lo que no quiere decir que cuando he oído que lo que contenía era "salsa de tomate" no haya levantado las antenas hasta donde me ha permitido el techo.
Lo que yo había visto era tomate, ya de color chocolate, frito hasta la extenuación, con un ajo entero, y diría que medio crudo, asomando en la superficie. Pero no debe uno dejarse engañar por lo que está viendo, si tiene la posibilidad de que alguien se lo interprete.
–Le he echado vino como tú me dijiste.– He oído que me decía.
Para tener un documento al que atenerme, he ido a por el libro de recetas y lo he leído. Sofrito de ajo y cebolla picaditos, luego el tomate, sofrito también, sólo desecho, sin desintegrarlo, y por último el vino, luego la cocción.
–Claro, el vino, como yo lo he hecho.
No, no me estaba toreando, como cualquiera podría haber creído, sino que probaba una nueva receta y necesitaba la soledad del laboratorio. Por sutiles indicios he llegado a descubrir lo que se traía entre manos. A un pisto viejo, a punto de la extremaunción, que había en el frigorífico, le había añadido un par de desinfectantes, ajo y vino, y lo había puesto bajo la acción purificadora del fuego. Una manera más científica de encarar la receta.
Es lógico por tanto que, cuando se lleva la investigación a estos extremos, no quieran hacernos partícipes del experimento, e incluso que nos den pistas falsas. ¿Qué ganaríamos sabiéndolo?
Contestaré yo mismo: " inapetencia". Y un cobaya inapetente puede echar por tierra el más logrado de los experimentos.

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