miércoles, 24 de agosto de 2011

Pensar el infinito.

(Nota del 7 de agosto). La mañana del domingo viene vestida de quietud a esta plaza y nudo de calles tan transitadas los días de verano. Ese silencio y soledad inusuales me animan a quedarme largo rato asomado a la ventana.
No sé qué obtengo de este vago contemplar, quizá me baste ese amplio espacio vacío, ese resto de existir que queda en los lugares deshabitados. Hoy, además, resonaban las palabras de Fernando Pessoa, leídas ayer en un viejo número de la revista Poesía, casi memorizadas, y que decían así:
"Sin duda en algún otro lugar es donde se pone el sol. Pero hasta desde un cuarto piso abierto a la ciudad podemos pensar el infinito. Un infinito con tiendas debajo, ciertamente, pero con estrellas al fin. Es lo que me sucede en este acabar de tarde, asomado a la alta ventana, insatisfecho del burgués que no soy y triste por el poeta que nunca podré ser."
Bastaba con repetirse ese texto estando allí y uno no necesitaba ni mirar, sino ser el añorante Pessoa que escribió aquello.
Ha roto el hechizo el acre sonido del rodar de un coche. Era la patrulla de la guardia civil, pero no con el ritmo pausado con el que viene haciendo la ronda, con los guardias atravesados en los asientos después de una noche insomnes. El coche marchaba con brío y frente a mi casa ha frenado en seco. Allí ha estado un buen rato dudando. Junto al guardia que lo conducía venía un tipo vestido de paisano con barbas de cuatro días y despechugado. Cabía la posibilidad de que lo llevasen detenido, aunque entonces no iría colocado en aquel asiento. Le hablaba al guardia con desparpajo, como dándole órdenes. Una mano que llevaba fuera de la ventanilla se movía señalando la ruta que tenía que seguir. En el asiento de atrás se amontonaban otros cuatro o cinco hombres que también dejaban oír su voz. Aunque tenían un aspecto bastante desastrado, esa expresión entre canalla y amodorrada que quebranta las muecas de los que han dormido poco, se expresaban con determinación, casi con nerviosismo. Si se hubiera visto asomar el cañón de un fusil por una de las ventanillas podría haberse pensado que se trataba de alguna revuelta popular o que llevaban secuestrado al guardia.
El coche, al final, ha dado marcha atrás y se ha ido por una calle más abajo. Una vuelta bastante absurda, caprichos de ciudadanos con poder, pues al poco tiempo se le ha visto pasar por el fondo de la calle por la que derechamente pretendía ir el guardia.
La escena resultaba bastante extraña y, a ratos, según me venía la inquietud, he ido desgranando eventuales conjeturas para explicarmela.
Así hasta que, a media mañana, ha llegado la voz diáfana de dos mujeres interpelándose en la calle:
–Se lo han encontrado ahí en las vegas de la Fuente Santa.–Ha dicho una de ellas.
Ha sido como aspirar agua helada por la nariz. Una sensación de frío en la tapa de los sesos. Columbrar un cadáver a tanta distancia, con tan escasas palabras de por medio.
Un hombre de cuarenta años se había quitado la vida. Llevaba tres días desaparecido y habían organizado una batida para buscarlo. Se había matado tomando unas pastillas. Ésa era la sucinta explicación de todo. Antes de que los morbosos detalles empiecen a recubrir inevitablemente su cadáver.
Resuenan de nuevo las palabras de Pessoa, algo más afiladas ahora. Pensar el infinito. La muerte tiene unas cuantas papeletas en ese juego. Ella es también quien sostiene el espejo que refleja esa triste certeza de lo que no seremos nunca.

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