miércoles, 17 de agosto de 2011

Morir con las botas puestas.

La última campaña antitabaco ha sido feroz. Los estanqueros han de tener mucha sangre fría para manejar con soltura y ofrecer con una sonrisa las condenas a muerte con que vienen adornados los paquetes de tabaco.
Nuestro estanquero lo está llevando muy mal, se aturulla y le inundan profundas zozobras cuando tiene que elegir entre los distintos consejos sanitarios. La imagen de esa boca abierta y amenazante, toda comida de negras podredumbres, que viene estampada en algunos paquetes le desquicia, le pone turulato.
Hace unos días coincidieron en el estanco tres mujeres, cincuentonas, que son las perversas, y un gallo "pilili" de los que se peinan como Cristiano Ronaldo. Las dimensiones del estanco, que está en un local bastante amplio, han sido reducidas a la mínima expresión, seguramente por achicar la carga impositiva, y allí cuatro personas más que verse se respiran. Le tocaba el turno al pollo pera, con su patillita recortada, depilación sumaria, y más tieso que un ajo.
El estanquero eligió lo que menos ofendía a la vista, el dibujo de un cigarro representado con la flacidez alusiva a la consecuencia que sufriría el fumador en su capacidad para empalmarse.
El exhibicionista, nuestro pollo, afiló la pupila y preguntó:
–¿Qué me das?
–Una impotencia–. Le dijo el estanquero, sudoroso, pensando haber elegido lo mejor para él.
–De impotencia nada, a mi dame un cáncer.
A las mujeres les dió la risa y quedaron encantadas con este espíritu de sacrificio. Les hizo tanta gracia que pidieron para sí mismas, muy relajadas, un surtido de impotencias.
El gallo cebollero que no entendió muy bien de qué iba la cosa, abandonó la reunión presumiendo de espolones, creyendo haber dejado a aquellas tres yeguas bravías domadas y satisfechas. Bueno, a ellas tres y al estanquero, una carambola de mucho mérito.
Todo esto me lo contó R., una de las perversas allí presentes.

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