domingo, 4 de diciembre de 2011

Cuestión de estatus.

R tiene la manía de creer que las especies evolucionan de manera favorable, es decir hacia sus propios puntos de vista. Ella cree que la edad debería ir despojando a las criaturas de supercherías adolescentes. El lujo es una de ellas. Las cosas de las que uno ha de servirse, o que han de servirle a uno han de estar despojadas de adornos y, desde luego, no han de adornarnos. ¿Para qué querríamos un azadón con un cascabel? Cuando el criado tiene más joyas que el amo –piensa ella, no así de claro, ni de esta manera, pero para eso estoy yo aquí, para traducirla– es el amo el que acaba esclavizado.
Ateniéndose a estos principios, ella, en materia de coches, es partidaria de las furgonetas. Son útiles, tienen gran capacidad de carga, consumen poco y llevan a cualquier sitio. Los extras y añadidos que llevan los demás coches, para aquellos que no se pasen la vida en la carretera, sirven sólo para que los demás vean lo que poseemos. Dicho en terminos de andar por  casa, para tirarnos el moco.
Le parecía a R que esta doctrina en los últimos años había ido conquistando algún terreno en su propia casa. Cuando había que hacer algún trabajo de verdad, no esas niñerias para las que suelen usarse los coches, todos utilizaban su furgoneta, y después de cada uno de estos servicios la furgoneta ganaba predicamento. Es lógico, pues, que R creyese que cuando los miembros de su familia, sólo los no recalcitrantes, cambiasen de coche, lo hiciesen a favor de su utopía.
Las utopías suelen saltar por los aires con la misma ligereza, cuando menos, que con la que se construyen. Ayer mismo, E le dio la noticia de que, después de una larga semana de incertidumbres y combinaciones, había elegido coche, un Audi tropecientosmil, de segunda mano, pero impecable. Viento en popa que suele decirse.
 En nuestra reunión vespertina E padre nos dió las medidas del vehículo y hasta pudimos verlo en una página de internet donde lo tenían expuesto. R intentó introducir alguna objeción pero había demasiada euforia en el ambiente.
–Demasiado coche–. Decía.
–¿Qué significa demasiado coche?–. Le respondían.
Y ella, que tenía la cabeza llena de líneas rectas, tangentes y secantes sobre todo, guardaba silencio rehuyendo el círculo vicioso.
Luego vinieron S y M e introdujeron en el bombo unos cuantos atenuantes. Que si era un capricho. Que si era una ganga. R pusó alguna pega:
–Cambiar una rueda a ese coche cuesta lo mismo que cambiar las cuatro ruedas de mi furgoneta.
Hubiera podido alargar el expediente con un sinfín de objeciones, pero, puesto ahí el coto, después pudo fingir que estaba convencida. R tiene el estilo de mosca cojonera totalmente dominado, cuando los demas creen que ya le han vendido la moto, saca el rejo y pica, y antes de volver a picar ha de dejar que sus interlocutores confíen otra vez en que han logrado despistarla.
Esta mañana, una mañana diamantina, cuando he recogido a R para ir al campo, apenas ha plantado sus posaderas en el asiento del coche, ha comenzado por presentarme los atenuantes. Un coche de los que ING requisa por impagos que, estando nuevo, valía una tercera parte. Habían preguntado a un amigo mecánico que trabaja en la casa Audi, para que le mirase el pedigrí al coche. Y el coche estaba inmaculado. Ni golpes, ni cosas raras. Un pura sangre.
A medida que enfilábamos  los caminos y la civilización se iba alejando, también ella iba perdiendo las formas encomiásticas y pasaba a las humorísticas. Contaba que S, uña y carne de E, había asistido en directo a las tribulaciones de su amigo. El paso a paso de la búsqueda, el flechazo y el cortejo, pues los síntomas habían sido de puro enamoramiento. Eso si no lo queremos llamar rendición, pues hasta ayer mismo E había sido un furibundo fustigador de esa marca de coches, sin dejar de lado a sus dueños. Su máxima de combate era: "los Audis una mierda, sus dueños unos pijos". Según ha contado S, cuando E ha tomado la decisión de comprárselo, imaginando la cantidad de gente que estaría dispuesta a recordarle sus palabras, ha dicho:
–Ojalá se le olvide a todo el mundo lo que he dicho sobre los Audis.
R se reía imaginándose la escena.
–Con lo grande que es –decía– le va a resultar difícil esconderse.
 Para animarla yo le he dicho:
–Desde luego, no tienen principios. Cualquier día nos dice que ya no es del Atleti. Aunque, claro, todos evolucionamos.
R me ha mirado de arriba a abajo para comprobar si yo era de los suyos o estaba dispuesto también a evolucionar. He levantado las manos del volante en son de paz y he dicho:
–Yo soy furgonetista declarado.
A todo esto ya habíamos llegado al olivar. Hemos tomado posesión de nuestras herramientas y nos hemos ido cada uno por nuestro lado. Ella a quitar chupones, yo a levantar estacas, esas jovenes díscolas que arrastran sus ramas.
Nos tienen enseñado, así lo promocionan, que el campo es un lugar para las expasiones idílicas y donde las criaturas segregan inocencia. Si te has comprado ropa "cásual", botas de treaking, una cachaba como la de Merlín y das un paseo a media tarde, puede que las cosas sean así. Para los usuarios de nuestra especie, me cuesta decir trabajadores pues somos una mezcla un poco rara de esclavos y señores, el campo produce, aparte de los momentos de fuerte impregnación bucólica, un cierto efecto Mr. Hyde que nos convierte en algo semejante a alimañas pensantes. El pensamiento se bestializa, no guarda ninguna regla. Las normas, lo que se considera correcto poder decir, no sirvirían en estos casos ni de servilletas para limpiarse la sangre de todo lo que se transgiede. El mundo civilizado no parece tener aquí jurisdicción, como si la ley secreta que rigiese en estas circustancias fuese: "dí lo que quieras que no te será tenido en cuenta". En otro momento desarrollaré esta teoría, absurda probablemente, como todas las mías, cuya tesis es que esto ocurre porque en el campo no hay paredes, y las palabras, al no tener dónde rebotar, pierden trascendencia.
Bien, pues hoy R, ayudada por la claridad de la mañana, unos azules vertiginosos, y recordando quizá que a su furgoneta le llaman en son de burla "fragoneta", o las veces que le habían dicho "¡ay mama, no seas pesada, ya sabemos lo que piensas!", ha entrado en uno de estos estados Mr. Hyde, que en su caso es el "moscacojonerismo" elevado a la enésima potencia, y no ha dejado títere con cabeza.
Cada vez que nos reuníamos para fumar un cigarro ella tenía en el filo de la espada unas cuantas requisitorias. Eran tan divertidas que ha debido de notárseme el brillo del narrador en los ojos y me ha prohibido que lo cuente porque la dejaría con el culo al aire.
–Yo podría contarlo con mucha sutileza –le he dicho–. Además E, que es el concernido, sabe muy bien de qué va todo esto.
E, sin duda, será de los que mejor entienda el efecto Mister Hyde. Ha estado con nosotros recolectando aceituna y no sólo ha podido contemplarlo, sino que lo ha experimentado. Ha sido testigo de cómo una vez R, su madre, nos recomendó que calentásemos nuestras meriendas en el "frenillo". Algo que nos dejó perplejos, pues no sabíamos cómo hacerlo, aunque en el caso de querer intentarlo acordamos hacerlo cada uno en el nuestro. Es sólo un ejemplo. También a él le divertía mucho definir la relación genética entre su madre y su hermana con la fórmula: "de tal palo tal palitroque", lo cual no quería decir que él no sintiese adoración por el "palitroque". Es sólo otro ejemplo.
En fin, que no podré decir nada de lo del maletero y la bolsita, (para ilusionarla le ponderaban a R el maletero del Audi, operación despiste, y ella pensaba en el tamaño de la bolsita que trae E los fines de semana, "si es como un neceser –decía–, se le va a perder dentro". Eso aparte de que, comparando maleteros, saldría ganando su furgoneta). Tampoco podré decir nada de lo que ha dicho de los caprichos, de cuándo y cómo puede uno permitírselos, siempre que no seamos concejales del ayuntamiento, de los que los fomentan o comprenden (ahí estaban metidos S y M) y de los que esperan en la retaguardia para echar mano del escalafón y comprarse un Jaguar.
De tanto no poder decir, ha sido la propia naturaleza la que ha hablado. Venía R quitando chupones cuando ha visto en el suelo un cartucho al que le había cagado encima una zorra. Me ha llamado a voces para que fuese a fotografiarlo. La imagen encerraba una fábula con mil moralejas. Podía uno imaginarse cualquier cosa, pero lo que más trascendía era el guiño burlesco de la zorra. Yo no le veía concomitancia alguna con lo que habíamos estado hablando, aunque R se empeñaba en ser el cartucho.
–Yo no te veo como cartucho–. Le dije.
–No voy a ser la zorra–. Dijo ella.
–No, tampoco.
–Ni la cagada.
Me quedé pensandolo.
–Menos aún –le dije–. Esto parece una especie de haikú.
Los haikús nacieron como humoradas, chistecitos, algo del estilo:"cáscara de plátano//pisa//costalada", luego han sido colonizados por una mística del instante que escapa dificilmente a la cursilería.
Durante todo el viaje de vuelta he venido pensando en posibles haikús. No han salido más que frasecillas de poco peso. La que más nos ha gustado ha sido esta: "tras el trueno, el credo". Que alude al sonido del disparo y la posterior defecación. Y, referido al asunto del estatus, la frase que R se ha llevado memorizada ha sido la que aquí atribuyen al tio Calrrilla: "peer en botija, para que retumbe".
Parece que hay demasiadas semillas en el excremento para que sea de zorra, aunque por astucia y atrevimiento ella tendría todas las papeletas.

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