martes, 6 de diciembre de 2011

La ciudad dorada.

Estos días mansos y limpios de finales de otoño, cuando el crepúsculo nos sorprende en nuestros afanes de hormiguitas, librando alguna batalla junto a un reguero o en una hondonada, y despues de que el atardecer haya jugado un rato a dibujar laberintos en el suelo con las largas sombras de los árboles; cuando el crepúsculo manda a sus serenos con las llaves de todos los rincones para que los vayan llenando de oscuridad y cierren las puertas.
A la hora en que el relente vespertino empieza ha dejarse sentir y hemos de ir a ponernos la chaqueta, entonces, el sol, de camino a los veranos del otro hemisferio, invisible ya para nosotros, deja esa llamarada amarilla en lo alto de los cerros.
Por uno de esos secretos pasadizos de que está formada nuestra memoria, hay momentos que tenemos asociados a canciones o a versos. A mí, esta luz de oro viejo con que suelen acabarse  algunas claras tardes de otoño, me hace recordar unos versos de Stevenson.

Aunque largo el camino, y duros sean
el sol y la lluvia, rocío y polvo;
aunque la desesperación y el ansia
a los viejos entierren y a los nuevos
estraguen; al final, seguro, amigos,
hagáis lo que hagáis o donde vayáis,
al cabo de todo, al fin de los fines
veréis asomar la ciudad dorada.

A cuántos aman lo azul y lejano. R. L. Stevenson. (trad. J. Marias).

Es el final del día, y en ese rastro de sol, derramado como un almibar espeso, podemos vislumbrar la ciudad dorada. 

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