viernes, 16 de septiembre de 2011

Papando moscas.


Sobrevuelan las avionetas sobre nuestras cabezas sin descanso. Tienen un ruido hondo para provenir del cielo, con algún componente orgánico, de abejorro o moscardón, que puede llevarnos fácilmente al amodorramiento o bien despertarnos la infantil ilusión de que volamos dentro de ellas, tal y como puede vérselas a lo lejos, con aquel lento planear tan distinguido, como si no les costase el menor esfuerzo.
Vistas de cerca son otra cosa, son unos avioncitos muy elementales, con un potente motor que brama. Un bramido que es furioso cuando despegan entre remolinos de polvo y chinitas arrancadas del suelo. Tienen mucha chapa recosida con remaches y mecanismos consistentes en tirar de un cable.
Entre aquellos elementos de gran simpleza llega a sorprender la cachaza con que acometen su faena los aviadores. Hacen su trabajo muy pegaditos al suelo, y en un terreno muy abrupto y poblado de olivares, donde les sería difícil improvisar un aterrizaje si algo les fallase. Pero ellos entran y salen de la áspera pista con la confianza de un jinete sobre un caballo bien domado.
Las avionetas suelen estar pintadas de colores muy llamativos, este año de amarillo chillón, y se diría que vuelan por fantasía, tendiendo líneas iguales para animar un poco la polvorienta fisonomía del paisaje abrasado por la luz y la sequedad a estas alturas del verano. Si bien tienen por oficio pacificar a la mosca del olivo, la "Dacus Oleae". Pacificar, que es tanto como decir, en un insecto que propende a convertirse en plaga, hacerle la guerra.
La Dacus tiene ahora a sus hijos metidos en nuestras aceitunas, allí puso su huevo y lo abandonó a su suerte, que es nuestra desgracia si prospera. La larva come la exquisita carne del fruto y al mismo tiempo labra su confortable residencia, una galería silenciosa, fresca y oscura.
La mosca, su larva, un gusano de color marfil, vive allí dentro sus mejores días. Digamos que es su paraíso, y en su vida en el exterior, lacónica, azarosa y aburrida, no hace otra cosa que soñar con regresar a él. Una obsesión que hemos de combatir si queremos sobrevivir en este negocio de la agricultura, de suyo tan azaroso.
De cualquier modo, cuando suenan las avionetas, no pienso que aquellas bandas paralelas que dibujan en el cielo, con las elegantes curvas que trazan al final de la línea, estén tejiendo un velo de sutil veneno para aminorar la plaga de mosca, lo que convendría más a mi edad y condición. Tan sólo pienso que vuelan, una idea estúpida en un hombre de cincuenta años.
Me fascina y me alegra el simple hecho de que estén en el aire. Como si fuese el primer avión que despega del suelo. Lejos de toda ciencia o conveniencia, como si fuese un niño alelado sosteniendo del hilo una cometa. Absurdo, sin duda, pero qué le vamos a hacer. El volar ha enloquecido a tantos hombres, que por uno que se haya idiotizado tampoco pasará nada.
Tal vez, ahora que lo pienso, yo tenga la misma obsesión que la mosca y, en este modo de mirar las avionetas, esté soñando con regresar al paraiso, no de carne y hueso como el suyo, sino de ingrávida banalidad aérea. Un paraíso que quizá ni siquiera necesite ser fumigado.

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