jueves, 3 de noviembre de 2011

¿Simple o con leche?

Es T un tipo singular donde los haya. Hombre afable, con fantásticas orejas que le dan un toque cómico, los ojillos disimulados, escaso pelo, cuerpo enjuto y el habla poco articulada. Conoce a todo el mundo, chicos y grandes, con sus genealogías completas, y las rutinas en las que cada uno de ellos está instalado. Es decir, lo que los políticos llaman, con no pocas ínfulas, el tejido social. Tiene el gran mérito de parecer inofensivo, aunque no hay inocente que lo sea, más bien al contrario, suelen ser devastadores, por eso la comunidad se esfuerza en hacerles pasar por simples, así se les descafeína un poco.
Sobre esto de los simples habría que hacer varias consideraciones. Primero, que no es tan fácil ser simple. Segundo, que el noventa por ciento de los que presumen de ser complejos tan sólo son más maliciosos. Y tercero, que la mitad de las complejidades del mundo sólo están para hacer que unos pocos luzcan enormes medallas en el pecho a fuerza de limpiar de obstáculos un camino que previamente ellos mismos han enredado. No hay más que echar una mirada al argot en que se expresan tantísimos titulados y luego ver lo fácilmente que se le entiende al verdadero sabio.
Dicho esto, digamos que T, sin ser sabio, a ratos, por simple, lo parece.
T es un hombre de rutinas domésticas, sus animalitos de consumo, gallinas, palomas o conejos; su huerto, con todas las especies de hortalizas que se pueda imaginar; y, como mozo viejo, las dos pasiones fundamentales que a éstos les definen, su madre, y la estética femenina. Llevadas estas dos últimas, como se verá, con mucha sabiduría.
Por ejemplo, cuando su madre, una mujer que tiene ya ochenta años pero de incuestionable solidez, se pone enferma, él, que ve el edificio de sus rutinas temblar, suele animarle diciendo:
–No te mueras madre que me jodes.
Es difícil afinar más a la hora de expresar un afecto. Éste es un gran ejemplo de poesía cruda, que está un punto más allá de la poesía desnuda, muy de moda en este momento.
En cuanto a las mujeres, como todos los que, a pesar de haberlo intentado, no han llegado a tener novia, T ha quedado para el resto de sus días un poco extasiado ante las formas femeninas.
Si un hombre cualquiera ante un muestrario de modelos atrevidos como los que ahora tanto se prodigan, digamos veinte, treinta o, en fin, cuarenta descotadas señoritas, las que cada uno aguante, acaba al final resignándose o, como dijera mi amigo Belmonte, mirando en son de paz; alguien como T, sin embargo, nunca entregará la cuchara. Ni a la mismísima enfermera que le estuviese aplicando un electrochoque dejaría de sacarle alguna ganancia.
Como consecuencia de esta entereza de ánimo pronunció una de sus frases más gloriosos. Estaría en un estado bastante efusivo cuando, al encontrarse con un amigo de confianza, para resumir la circunstancia vital en que se había hallado tras soportar uno de aquellos atracones visuales a los que la lozanía femenina y las modas imperantes lo tenían sometido, le dijo:
–No me la meneé allí mismo porque tenía muchas tareas.
Y que luego digan que las musas no existen. Pongan a un ejército de guionistas a trabajar un año entero a ver si sale de su alambique una frase tan lograda como esa.
Por lo demás, T es un hombre moderado de costumbres, muy considerado en el trato y poco amigo de despilfarrar. Lo último que vamos a contar de él tiene que ver en cierto modo con esta última característica suya.
Pusieron hace años enfrente de su huerta una discoteca de verano de esas que tanto proliferaron hace quince o veinte años, y que tanto más éxito tenían cuanto más escondidas estaban. Esta además tenía el aliciente de encontrarse junto al arroyo y en el lugar donde vertían los colectores de aguas sucias, lo que facilitaría las borracheras. Cuando cerraban el antro, los clientes remolones sacaban sus bebidas al camino y esperaban que amaneciese, para poder contar al día siguiente que habían empalmado.
Los vasos quedaban por allí tirados y T, considerando aquello un despilfarro, las mañanas después de la fiesta, como tenía que pasar por aquel camino, madrugaba un poco y recogía el botín. Todavía no había llegado la moda de los vasos de plástico.
Una de aquellas mañanas, cuando T estaba ya en su huerta atendiendo a sus vegetales, surgió en mitad del camino uno de aquellos beodos que se habría quedado por allí traspapelado. Atisbó a T entre las matas de patatas y pensó, con esa lógica tan rectilínea de los borrachos, que si estaba allí sería para algo y quiso acercarse para hacer con él un poco de tertulia. Desde el camino a la huerta hay un desnivel de tres metros y el borracho inició la marcha por el camino más recto, un espacio diáfano que había entre dos cambroneras y donde el desnivel era aún algo más profundo porque allí mismo estaba situada la alberca. Cuando T observó la maniobra comenzó a darle gritos de advertencia.
 Una vez:
–¡La alberca!
Otra vez, más alto:
–¡¡¡La alberca!!!
Otra vez, aún más alto:
–¡¡¡¡La alberca!!!!
Aquellas voces cada vez más alarmadas, la última ya casi histérica, las interpretó el borracho como gritos de ánimo, yendo derecho a caer, despues de una corta carrerilla, en el lugar exacto que le estaban señalando.
A lo cual T, viéndolo desplomarse, sin que sus avisos sirviesen para nada, no pudo más que decir:
–A tomar por culo, a la alberca.
Y, liquidado ese asunto, siguió dando tierra a sus patatas. Ya que lo que le sobra a un hombre como T son cosas por las que preocuparse.

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