viernes, 4 de noviembre de 2011

Mientras va atardeciendo.

Estábamos sentados en el cobertizo de la nave. Un pequeño chubasco vespertino (dos litros/ metro cuadrado) había mojado los olivos y tuvimos que suspender el trabajo con las espaldas santiguadas. Un poco más que humedecidas, según mi versión de los hechos, aunque la descripción que R hacía de los mismos era que a ella el agua le había corrido por debajo de la ropa formando torrenteras y regatos.
Pasando por alto aquel sensacionalismo, es bastante corriente que en unos sitios llueva más que en otros, aunque estén muy próximos. En aquel mismo instante en las sierras, que se abren paso como un paciente rebaño de cabizbajos dinosaurios desde aquí hasta más allá de Navahermosa, se percibía claramente que seguía lloviendo, mientras que sobre nuestras cabezas ya estaba raso. Y si tomábamos como referencia la noche anterior, en Navahermosa habían medido veintinueve litros/metro cuadrado, en tanto que nuestro pluviómetro había recogido sólo doce.
Pudiendo, pues, tranquilamente haberle dado la razón a R, le brindé la ocasión de que discutiese un poco.
–Bien está –le dije– que llueva más en Navahermosa que está a veinte kilómetros y rodeada además por sierras más altas que las nuestras. Pero pretender que llueva más sobre ti, cuando estás a diez metros de mí y eres más baja, va siendo ya querer tener demasiados privilegios.
R siempre se resiste a lo que es razonable y puso por testigo a su chaqueta que, me hizo observar, estaba totalmente empapada.
–Estará hecha de algún material absorbente–. Le dije yo, intentando buscar la explicación más lógica.
Ella, claro, como es normal, eso se lo tomó a la tremenda, su chaqueta era como cualquier otra chaqueta, ¿o creía yo que ella iba vestida con una bayeta Vileda?.
Pasé por alto aquel intento de insultarme fingiéndose insultada y dije:
–Para acabar con estas discusiones tú y yo deberíamos salir al campo con un sombrerito que tuviese incorporado un pluviómetro.
–El pluviómetro –dijo ella– te lo vas a poner tú donde yo te diga.
Así acaban todas nuestras discusiones, como si de verdad hubiésemos discutido, cuando en realidad son tan sólo una terapia contra el Alzheimer. Dicen los médicos que las discusiones lo retrasan.
Quedaba poca tarde ya. En realidad estábamos allí para irnos. Corría un fino vientecillo. Había cuatro pájaros revoloteando alrededor de las madreselvas que crecen enredadas a los postes del portalón. Piaban de manera alterada e inconstante. Sonaban voces de niños. El ladrido de algún perro. Los silbidos inacabables de los tordos. El campanillo de la iglesia.
–¡Qué sonidos! ¿Verdad?– Dijo R.
Hubiera querido discutir algo más, pero tuve que estar de acuerdo con ella. Son tan bonitos que creo que si nuestros alcaldes tuviesen suficiente presupuesto los harían desaparecer de un plumazo, considerando que es una humillación que en nuestras calles no se oigan los mismos ruidos que en Nueva York.
Hablamos un poco del sonido de las campanas. Nosotros no sabemos nada de campanas, si bien deducimos que les ocurrirá como a nuestras herramientas de corte cuando las pasamos por la piedra esmeril. Las bien templadas tintinean con mucho brillo, las destempladas suenan como una lata vieja.
Entre los ruidos bonitos iba yo a contarle el de la flauta de un afilador que algunos días de este verano ha hecho la ronda por nuestras calles. Prometo hablar de él en cualquier otra ocasión, porque cuando R me ha escuchado decir "afilador" ya no me ha dejado pronunciar una palabra más. Eso le ha recordado a ella a un afilador de su pueblo y una historia que le contaba su madre. Era un tipo grandote y simplón, de los que no encuentran novia con facilidad, y un día apareció en el pueblo con una mujer algo más decorada de lo que allí era costumbre. Rápidamente creció el rumor de que era eso que por entonces se llamaba "una mujer de la vida". Parece ser que ella murió pronto y al afilador le quedó la misma doble angustia que a Boabdil con Granada, la de haberla perdido y la de no haber sabido defenderla (en este caso, su fama). Cuando al cabo de los años tuvieron que evacuar la fosa donde estaba enterrada, la mujer salió incorrupta, lo que dio ocasión al afilador para vengarse de todos diciendo:
–¡No era una puta, sino una santa!
De lo cual se colige que él tampoco estaría muy seguro cuando esperó a que se la devolviesen del otro mundo con el certificado.
Para que la tarde no se cerrase de una manera tan tremebunda, le conté yo a R que había escuchado hacía algunos días, en un programa de radio, unas entrevistas a sepultureros que contaban que la momificación era algo bastante frecuente en determinadas zonas de los cementerios, y hablaron del caso de un abogado, creo que era sevillano, que fue a ver el desenterramiento de un tío suyo al que no había conocido vivo, y cuando lo vio aparecer tan bien conservado, le hizo poner de pie, le echo un brazo por el hombro y se fotografió con él. Era una manera más ligera de afrontar el asunto de las mómias. El sepulturero que les había hecho la foto, para encomiar la conservación del muerto, decía que quien estaba más natural en el retrato era el tío. Otro de los sepultureros puso el comentario definitivo:
–Es que hay terrenos  -dijo-  que hacen muy buen escabeche.
Y ya, por no sacarle punta al asunto del escabeche, a riesgo de quedar nosotros escabechados por la puntita de frío que se estaba levantando, a lomos de nuestros coches nos fuimos.

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