viernes, 2 de noviembre de 2012

Cadena trófica.

(Nota del 12 de Septiembre). Tener público agota. Aunque se trate de tu propia familia. A RM a última hora le dolía la cabeza. La tensión de ser perfecta demasiado tiempo para los demás. Por la tarde había ido a Talavera de compras con M. Ir de compras produce mucha tensión también. Sobre todo si entras en los probadores. Los espejos de nuestras casas son indulgentes, pero los de los probadores arrojan sobre nosotros una mirada criminal. La imagen de uno de esos modelos llenos de repliegues y con piel de amortajados del pintor Lucian Freud acecha detrás de la lámina reflectante. Si sonreímos frente a ellos adecuadamente, parecerá que el cuerpo no es nuestro, o que estamos asomando la cabeza por uno de esos decorados con figuras deformes que eran tan populares antes en las ferias.
Aunque ellas son muy listas, nunca se prueban la ropa. Se calculan a ojo. Con esta actividad RM pasa muy buenos ratos desengañando a su hija, que siempre quiere tener una talla menos. Estas criaturas con tanta fe en su propio cuerpo, ¿qué harían sin una madre realista a su lado? También los modelitos. Esos modelitos con los que tanta mujer cree disimular la madurez y que tan sólo proclaman su inadaptación. RM ha consumido mucha energía haciendo de Pepito Grillo. M., sin embargo ha venido revitalizada. Esta noche tenía lugar el acto inaugural de las fiestas y había quedado con unas amigas.
El acto inaugural se realiza sobre un tabladillo en torno al cual se congrega mucha gente a mirar desde abajo cómo unos cuantos hacen el ridículo en lo alto. Lo de siempre. Los de abajo suelen aplaudir con fuerza porque saben que los de arriba alcanzan el súmmum de la ridiculez cuando son aplaudidos. El taimado pueblo siempre tan aficionado a los patíbulos. El episodio central de esta liturgia es la coronación de las mises, un rito que merece comentario aparte, y que por lo visto deja huella en las pobres criaturas investidas.
M., pues, iba a salir, aunque todavía tuvo que superar dos obstáculos. Uno hacerle saber a su madre que no iba a cenar, para lo que utilizó el consabido subterfugio: “vamos a tomar algo, no se si vendremos a cenar”. Y arrastrar a S. a la desolación del mundo exterior poblado de conversaciones planas, neutras, inconsistentes. A S. le gusta la esgrima dialéctica, y en el patio de RM se hace mucho uso del juego de florete. M. intentó arrancarlo de allí  primero con buenas palabras, pero visto que S. se resistía como un mulo falto de doma, tuvo que utilizar el “silbato”. Durante algún tiempo hemos estado engañados pensando que S. tenía la capacidad de leerle el pensamiento a M. por la facilidad con la que se anticipaba a sus deseos, hasta que el pasado verano, en un arrebato de burlesca sinceridad, nos reveló que M. tenía un silbato que sólo él podía oír. Oído el silbato S. se puso una camisa presentable y siguió a M con el gesto de un desterrado. Cuando salía le dijimos que le sentaba muy bien la camisa recién traída de Talavera. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Con esta deserción, que RM se tomó con mucha elegancia, surgió un problema. ¿Qué hacer con las raciones de merluza que quedarían huerfanas? RM barajó algunas posibilidades que no encajaban en sus cálculos y luego me miró fijamente, como si fuese una de sus lombrices recicladoras. Dije que por nada del mundo rompería mi dieta de los dos yogures otra noche más. Pero si se parte de un escalón tan bajo en la cadena trófica, resulta muy difícil que nadie tenga en cuenta tus opiniones.  

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