El año pasado, un día tonto, en el que había llovido e iba a
llover más, y una luz gris, un poco oscura, como si estuviese espolvoreada con motitas de
hollín, no dejaba de caer entremezclada con el agua, hicimos el mismo recorrido
que hoy por las carreteras de la Sierra. Teníamos un buen recuerdo de aquel
viaje y queríamos repetirlo. Al repetir esta clase de periplos el recuerdo es
el primero en subirse al coche y, si cabe, es el que más habla.
Hacia la una del
mediodía he llamado a Rm. para sugerirle la expedición. Estaba en cama,
convaleciendo de la larga vigilia. Se deja ir por las noches y por las mañanas
ha de reposar. Tardó en orientarse. Pero cuando captó la onda todas las
iniciativas venían de aquella parte del teléfono. Era una hora difícil para
buscar dónde comer en esas sierras tan gozosamente deshabitadas. Teníamos la
experiencia de la otra vez, que comimos en Anchuras. Nos habían hablado bien de
un restaurante. Aquel día debimos pillar en mal momento al cocinero. Yo me
trague medio plato de un guiso de venado que parecía carne de burro, envuelto
en una mugre especiada que no lograba esconder el sabor a establo, lo que tiene su
mérito, pensando que la res había vivido selvática. A Rm. le había pasado tres cuartos de lo mismo. Por tanto,
decretamos que nos iríamos después de comer cada uno en nuestra casa. ¿Somos
o no somos gente juiciosa?
Había notables diferencias entre el cielo de hoy y el de
aquel día. Hoy, durante la mañana, ha estado lloviznando. Un ligero goteo
brotado de un nublo aborregado, entre blanco y amarillento, como la lana de ese
animal. A la hora de partir, la amarillez y el aborregamiento se habían esfumado
y a la nube se le había metido mucha luz dentro, demasiada para mi gusto. Eso
parecía al menos hasta que hemos entrado en la sierra, donde esa luz ha
resultado ser la precisa para afinar el dibujo un tanto abigarrado del manto
vegetal.
De nuestro anterior viaje, de la primera etapa, tengo un
recuerdo bastante vago. Como la intención era llegar a comer, esa ilusión nos
hizo ir un poco más rápido y relajar la vista. Aparte de que la luz borrascosa,
densa y llena de lluvia formaba manchas y difuminados que exigían menos
concentración. Tras el fiasco del comistrajo, quedamos de lo más
contemplativos.
Hoy, en cierto modo, el viaje también era un desquite.
Me he pertrechado de un mapa, que luego he dejado olvidado, de la cámara de
fotos y de un cuadernito. No hay trayecto, por ínfimo que sea al que no le
convengan estas herramientas, aunque luego no se utilicen, como ha sido hoy el
caso. ¡Cualquiera sacaba la libretita estando Rm. tan habladora! Ella conduciendo
y yo anotando. Lo hubiera tomado como una afrenta, y hubiera pisado el
acelerador para no dejarme ver nada. De esta otra manera hemos rodado todo lo despacio que nos ha sido posible.
Hasta Los Navalucillos la carretera es una línea recta
irreprochable. Y un llano. Una raña característica sembrada de olivos, con el
régimen parcelario de la zona. Mucha división y gran competencia por las
lindes. Los olivos están también metidos en esta guerra. En las lindes hay
superpoblación, cada propietario aprovecha el terreno hasta donde puede y la
consecuencia es que en las uniones se duplica el número de árboles. Habrá
guerra entre ellos, una guerra larvada al estilo vegetal, que sólo se vería a
cámara rápida, pero que se eternizará en colonizaciones y competencias por el
suelo, la luz y el agua. Los olivos bordean la carretera cuanto les dejan las
ordenanzas viarias. Ese suelo que hay debajo del asfalto a nadie hace daño si
lo pueden disfrutar los árboles. El año ha sido muy pobre y no ha quedado fruto
por casi ningún lado, pero aquí hay
bastante aceituna. Los olivos con las
aguas excelentes de esta otoñada se muestran vigorosos y con las ramas vencidas
por el fruto, con esos tonos alimonados que toma la aceituna cuando esta a
punto de enverar. Vamos a echar la tarde itinerando, pero con las mismas podríamos
plantarnos delante de un árbol de estos, a los que les sobran cualidades estéticas, y
no perderíamos nada. Por descansar de una cosa, haremos otra, no por refitolería.
El olivar, de todos modos, es la zona noble de esta raña. Hay también naves indistintas, cercados y granjas de cerdos, esas edificaciones aplastadas y llenas de troneras, con sus depósitos de zinc bien enhiestos, como torretas de vigilancia, modelo calcado de los campos de concentración. Y hay también una petardeante discoteca de verano y, un poco más allá, para compensar, el cementerio. Luego dirán que hay zombis. Y no lo digo porque vayan a levantarse los muertos, en todo caso escarbarían más profundo, sino por los míseros que van a la pista a ser percutidos y anestesiados.
El resto, en esta carretera, es lo que se ve en todas, unos postes de teléfono a los que han guindado el cable, y algún cartel donde se anuncia Cabañeros. El Parque Nacional. Nuestra ruta ha de atravesarlo. Los carteles llevan ya unos años puestos y no resaltan mucho. Esta es una cosa curiosa de las señales. Que cuando están siempre en un sitio dejan de verse. El estatismo es la médula de la ciencia del camuflaje. Quizá sirviese para imputar al gobierno todos los accidentes de tráfico. A fin de cuentas se ven ahora cosas igual de chuscas.
La carretera para entrar en Navalucillos hace dos o tres curvas. A mano derecha se ven algunos huertos y unas cuantas naves y camaranchones. La industria rural. Cerrajería. Muebles. Materiales de construcción. Quesos. Piensos. Mecánica. Almazara. A la izquierda casas adosadas a una calle de nuevo trazado. La carretera cuando atraviesa el pueblo cambia de pavimento. Un suelo adoquinado. El temible pavés que tanto castiga a los ciclistas. Tendrá su significado, pero no me arriesgo. Es una hora muerta. Un hombre con el paraguas debajo del sobaco espera a que pasemos un paso de cebra. Intenta ver quién somos. Yo le saludo y le dejo un tanto confundido. Otra mujer con mandil barre la puerta con una escoba muy gastada, mira de reojo sin levantar la cabeza. No son horas de barrer. Nos hace un seguimiento muy torero y acaba perdiendo el recato y poniéndose en jarras cuando llegamos a su altura. Todo pueblo que se precie tiene sus vigilantes voluntarios. En la plaza, donde se agrupan los bares y la iglesia, la clientela de estos foros estaba desaparecida. Sólo había una pandillita de muchachas adolescentes abrazadas a sus libros que acababan de ser desembarcadas del autobús escolar. Habían iniciado su camino de perfección. Todas eran seguidoras reglamentarias de la moda deformante. El pantalón ombliguero, las botas patizambas, el flequillo tapagranos y el diente atornillado. Eran sólo los comienzos. A pesar de todo sobrellevaban estos cilicios con alegría. Se reían fuerte y claro, con la esperanza de que se les quitasen las ganas de comer, que es otro serio inconveniente.
La carretera hace un zigzag por una calle estrecha y luego sube una cuesta larga hasta llegar a un punto en el que se despeja el panorama. El pueblo por esta parte ha crecido menos. A la gente le debe de parecer que si construye hacía la sierra se está alejando de algo. Esa o cualquier otra superstición. A la salida, cuando deja de haber casas en la acera de la derecha, vemos a otro hombre que camina distraído. Es de una factura más agropecuaria que los de la entrada. Va enfundado en un mono azul bastante trillado. Se le ven unas canas gruesas como cerdas adornando las patillas y el cogote. La piel curtida y de buen color. Lleva una destraleja colgando del antebrazo. Sea cual fuere su destino él se ha parado a mirar los montes desde aquella atalaya. He repasado mentalmente a todos los hombres que conozco de este pueblo y no hay uno que fume. Este sitio es de los que piden un poco de humo, para ralentizar. El hombre ni ha querido volver la cabeza para saber qué marca de coche llevábamos. Aquí, como en todos lados, los hombres se dividirán en subclases. Los habrá serranos y los habrá municipales. Este venteaba el airecito montuno como si le recordase algo anterior a su propio recuerdo.
El olivar, de todos modos, es la zona noble de esta raña. Hay también naves indistintas, cercados y granjas de cerdos, esas edificaciones aplastadas y llenas de troneras, con sus depósitos de zinc bien enhiestos, como torretas de vigilancia, modelo calcado de los campos de concentración. Y hay también una petardeante discoteca de verano y, un poco más allá, para compensar, el cementerio. Luego dirán que hay zombis. Y no lo digo porque vayan a levantarse los muertos, en todo caso escarbarían más profundo, sino por los míseros que van a la pista a ser percutidos y anestesiados.
El resto, en esta carretera, es lo que se ve en todas, unos postes de teléfono a los que han guindado el cable, y algún cartel donde se anuncia Cabañeros. El Parque Nacional. Nuestra ruta ha de atravesarlo. Los carteles llevan ya unos años puestos y no resaltan mucho. Esta es una cosa curiosa de las señales. Que cuando están siempre en un sitio dejan de verse. El estatismo es la médula de la ciencia del camuflaje. Quizá sirviese para imputar al gobierno todos los accidentes de tráfico. A fin de cuentas se ven ahora cosas igual de chuscas.
La carretera para entrar en Navalucillos hace dos o tres curvas. A mano derecha se ven algunos huertos y unas cuantas naves y camaranchones. La industria rural. Cerrajería. Muebles. Materiales de construcción. Quesos. Piensos. Mecánica. Almazara. A la izquierda casas adosadas a una calle de nuevo trazado. La carretera cuando atraviesa el pueblo cambia de pavimento. Un suelo adoquinado. El temible pavés que tanto castiga a los ciclistas. Tendrá su significado, pero no me arriesgo. Es una hora muerta. Un hombre con el paraguas debajo del sobaco espera a que pasemos un paso de cebra. Intenta ver quién somos. Yo le saludo y le dejo un tanto confundido. Otra mujer con mandil barre la puerta con una escoba muy gastada, mira de reojo sin levantar la cabeza. No son horas de barrer. Nos hace un seguimiento muy torero y acaba perdiendo el recato y poniéndose en jarras cuando llegamos a su altura. Todo pueblo que se precie tiene sus vigilantes voluntarios. En la plaza, donde se agrupan los bares y la iglesia, la clientela de estos foros estaba desaparecida. Sólo había una pandillita de muchachas adolescentes abrazadas a sus libros que acababan de ser desembarcadas del autobús escolar. Habían iniciado su camino de perfección. Todas eran seguidoras reglamentarias de la moda deformante. El pantalón ombliguero, las botas patizambas, el flequillo tapagranos y el diente atornillado. Eran sólo los comienzos. A pesar de todo sobrellevaban estos cilicios con alegría. Se reían fuerte y claro, con la esperanza de que se les quitasen las ganas de comer, que es otro serio inconveniente.
La carretera hace un zigzag por una calle estrecha y luego sube una cuesta larga hasta llegar a un punto en el que se despeja el panorama. El pueblo por esta parte ha crecido menos. A la gente le debe de parecer que si construye hacía la sierra se está alejando de algo. Esa o cualquier otra superstición. A la salida, cuando deja de haber casas en la acera de la derecha, vemos a otro hombre que camina distraído. Es de una factura más agropecuaria que los de la entrada. Va enfundado en un mono azul bastante trillado. Se le ven unas canas gruesas como cerdas adornando las patillas y el cogote. La piel curtida y de buen color. Lleva una destraleja colgando del antebrazo. Sea cual fuere su destino él se ha parado a mirar los montes desde aquella atalaya. He repasado mentalmente a todos los hombres que conozco de este pueblo y no hay uno que fume. Este sitio es de los que piden un poco de humo, para ralentizar. El hombre ni ha querido volver la cabeza para saber qué marca de coche llevábamos. Aquí, como en todos lados, los hombres se dividirán en subclases. Los habrá serranos y los habrá municipales. Este venteaba el airecito montuno como si le recordase algo anterior a su propio recuerdo.
(Continuará).
Después de tragarme el “sapo” de mi pereza, mañana (después de digerirlo), seguro, me gustará tú expedición más que la mía.R.
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