(Nota del 15 de Octubre). Me sacan sangre para hacer las correspondientes
adivinaciones. Como antes se hacía por vía interpuesta, mirando el vuelo de los
pájaros: a la exida de Bivar ovieron la
corneja diestra, y a la entrada de
Burgos ovieron la siniestra, o también mirándoles las entrañas. Después de
todos los recuentos, pesos y medidas que hagan con nuestra sangre, todo tan
aseado y científico, a nosotros las
palabras del médico nos sonaran como un augurio medieval. Colesteroles y triglicéridos. Cornejas que vuelan con vaticinios
esperanzados o funestos.
Hoy éramos muchos para el análisis. Le he preguntado a uno
de los circunstantes si ese flujo era diario. Me ha dicho que no, que sólo
convocaban los lunes.
El Centro de Salud, (qué sutileza la de nuestras autoridades
a la hora de titular, lo harán para despistar a los enfermos y que no lo encuentren)
no tiene otra actividad a esta hora, las ocho de la mañana. La luz en la calle
está todavía desperezándose, y las vidrieras de la entrada arrojan hacía afuera
una luz lechosa e industrial. El edificio tiene la estructura de una nave con
un reparto de espacios muy esquemático, alrededor las consultas y salas de
espera y en el centro dos isletas, en una la recepción y en otra los retretes.
Las divisorias de estas dos isletas no llegan hasta la cubierta lo que produce
cierta sensación de desamparo.
Junto a la consulta de la sangre, todos los asientos están
ocupados. Predomina la tercera edad. El ambiente es de somnolencia. Pocas
palabras. Atocinamiento. Se pregunta por el último y la respuesta es un bostezo.
La luz fluorescente dibuja rasgos enfermizos. No hay nadie demasiado bien
peinado, ni demasiado bien vestido. Por los pasillos contiguos quedamos diez o
quince desparramados que hacemos la espera de pié. Todos los tópicos que nos califican de ruidosos quedan aquí
desmentidos. El comedimiento sobrepasa la media europea. Parecemos noruegos.
Casi todos los presentes portamos un vasito con nuestra “primera
orina” discretamente envuelto en una bolsa de plástico blanco. El pudor es muy
imaginativo.
El efecto es bastante cómico, porque todos lo llevamos en la
mano procurando que no se desnivele, por evitar vertidos. D., un hombre cargado
de espaldas y con las guías del bigote retorcidas hacia arriba, dice al pasar
junto a mí: “parecemos borrachos a deshora agarrados al cubata”. Nos reímos.
Esto da pié a un poco de conversación tabernaria a la que se arriman otros dos
o tres. D. lleva la voz cantante. Para parecer discreto habla con la barbilla
metida en el esternón. Se habla del hecho
de que haya tanta clientela. “Había ayer ahí dos mujeres –nos dice D.-
haciendo cola para la consulta y una le decía a la otra: uy fulana cuanto tiempo
hace que no vienes al médico, ¿es que has estado mala?” Nos reímos quizá más de
lo que merecía el chiste, y D. insistía: “Parece un chiste, pero es verídico.
Ahí mismo estaban las dos sentadas” y señalaba con el dedo dos butaquillas de
plástico verde que había pegadas a la pared.
Nuestra tertulia es atravesada por todo el que pasa por el
pasillo, que procuramos dejar diáfano manteniéndonos pegados a las paredes. Un
hombre con pesada respiración de fumador de puros sale de la consulta de la
sangre con cierta prisa, nos cruza con un trotecillo y gira a la derecha para
entrar en el váter. Llevaba el característico bote de plástico vacío en la
mano. De pronto no encontramos nada que decir y oímos los ruidos que surgen de
dentro del retrete. El hombre ha tenido que hacer más fuerza de la cuenta para
obtener la muestra. Ha habido una sonora emisión de gas que nos ha dejado
conmocionados. D. ha levantado la vista al techo y ha torcido el bigote. Otro
de los del corro, uno flaco y con el pelito por encima de las orejas que apodamos
W., ha dicho escuetamente: “Atruena”. El hombre nos ha surcado de nuevo con mucha
prisa. Al percibir el jolgorio ha dicho a modo de disculpa: “No salía”. La
tertulia después de esto ha quedado un tanto marchita. D. se ha reanimado
cuando ha visto pasar al médico que estaba de guardia, al que se ha referido
con un apócope. Con aire de conspirador me ha estado contando muy cerca de la
oreja unas cuantas historietas sobre el carácter rijoso de este médico. Tenía
mucha documentación sobre el caso. El médico ha entrado por la puerta de una
consulta con bata y ha salido de allí
vestido de calle. La chaqueta le quedaba enorme y llevaba un maletín en la mano.
D. ha atribuido el aspecto desmejorado del médico, a su reciente divorcio y la nueva
novia que tiene, “una yegua de veintiséis
años que lo estaba dejando en el esqueleto”. Lo último que le he oído decir ha
sido “ha encontrado la horma de su zapato”. Después de esta imagen erótica
insuperable todo lo demás ha carecido de interés.
El turno ha corrido bastante rápido, porque la mayoría de
los pacientes vienen acompañados. Siempre hay uno que se queda a la puerta
sosteniendo la chaqueta. Los más experimentados entran ya con el brazo
arremangado por encima del codo. Al salir de la salita extractora se quedan un
momento parados en la puerta con el brazo doblado y el dedo índice contrario
apoyado en la sangradura. La regularidad de las entradas y salidas, la repetición
del gesto, lo provocador de la posición del brazo, ese enfático corte de mangas
realizado con porte elegante y cara de despiste, me ha hecho recordar a
esos autómatas que asoman en los relojes de algunas torres al dar la hora. Y
creo que sería fantástico hacer uno con esta figura. Un anciano que saliese
arrastrando los pies por un portillo y, después de arremangarse la camisa, le
hiciese al tiempo, o a los asuntos mundanos, tantos cortes de mangas como horas
tuviesen que sonar. Al viejo de este reloj yo le pondría la cara de Epicuro, el primero que enunció la imposibilidad de experimentar la muerte: "mientras nosotros existimos no está presente y, cuando está presente, nosotros ya no existimos". No cabe mayor corte de mangas.
He quedado muy contento de dejar mi muestra de sangre, con
tal de tener patente para salir con el brazo doblado y ensayar en la misma
puerta del Centro de Salud que estaban dando las nueve.
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