(Nota del 29 de Septiembre). Ha dejado de llover. Pero la madrugada es húmeda y, cuando
amanece, se ve que el nublado desciende vaporoso hasta los tejados medio
deshaciéndose, aunque sin llegar a ser
niebla. No tiene la madurez ni hondura del nublado de ayer pero aún le queda
agua.
Un lacónico diálogo de dos personas sobre cómo corre el
arroyo despierta mi curiosidad. Salgo con la cámara para hacer el recorrido
inverso al que hice ayer cuando fui a la biblioteca. Traje muchas imágenes que
reclamaban su estampación metidas en la cabeza. Después de tanto tiempo sin
llover, las cosas mojadas adquieren una gran presencia, una oscuridad y una
blandura agradables de contemplar. Pero pasa lo de siempre, la cámara no ve lo
que yo veo. Con tanta cámara como esta mía, o peores, va a haber un testimonio
del mundo muy errado. No obstante, no paro de hacer fotos, (también he borrado
muchas después del cabreo correspondiente). Y eso es lo gracioso, que las
hacemos por hacerlas, aunque sabemos que son una deformación, y luego nosotros
olvidamos cómo eran las cosas y queda lo que ellas recuerdan. Claro que, en una
hora, habré capturado treinta o cuarenta imágenes, y para hacer un par de
dibujos, contando que hubiera sido capaz, habría empleado toda la mañana. Esto
sólo indica lo afectado que estoy por la banalidad de este siglo. Otros lo
llaman felicidad con el mismo derecho.
Me hago a la idea de que lo que la cámara hace no tiene nada
que ver conmigo, que, digamos, yo voy de acompañante de otro pintor que no es
de mi agrado, al que ayudo a transportar el caballete. Una manera de disimular la
frustración que resulta muy útil.
El arroyo trae un agua limpia y rodante que ocupa toda la
base de la canalización. Significa que ha llovido bien y muy sabiamente.
Normalmente el arroyo trae un hilito de agua al que le cuesta avanzar entre
espesos mazos de ovas y el correspondiente desecho recreativo, envoltorios de chucherías.
No hay un alma por las calles. El nublado, tan despeinado y canoso, deja caer
cuatro gotas imperceptibles que hacen espejear el suelo. El follaje de los
árboles muestra un verde saturado, henchido de vida, Las hojas brillan y acumulan
una gruesa gota de agua en la punta.
Mientras busco un encuadre me distraigo viendo pasar a Mj.
por el puente del Cristo. Es un hombre que ronda los noventa años y todavía
anda con las puntas de los pies, a saltitos. Siempre ha sido un andarín. Va
ensimismado debajo de un paraguas negro que tiene rota una varilla. Está
bastante sordo y no saluda. Tiene pocas carnes. No parece muy apasionado y suele
argumentar con evidencias, para no fallar. Dicen de él que no ha sabido nunca
leer la hora en el reloj, lo que denota superioridad. Se ha parado a encender
el cigarro, es de los que no se lo quitan de la comisura de la boca. Fuma desde
los catorce me dijo un día, y ha fumado hoja de patata y achicoria. Si le
sumamos los años que le corresponden por tener este vicio pasará de los cien.
Causa impresión ver circular esa eternidad de años con tanta ligereza.
En otro puente, el que da acceso al Tostadero, supermercado
que ha cambiado muchas veces en los últimos años de nombre y de administrador
sin lograr salir del declive, asomo la cámara por la barandilla, una posición difícil
para el hipotético pintor que me he inventado. Lo que hace el objetivo de la cámara
es indecente, succiona la imagen, tira de ella para adentro. Quizá deberían
saber mi opinión los ingenieros de Nikon. Cuando estoy con esta diatriba veo
avanzar hacia mí a N., ochenta años, otro tipo ligero pero con un caminar
distinto, el ángulo del pié muy abierto y la huella plana. Los pantalones muy
subidos, demasiado subidos, le campanean los bajos de las perneras en los
tobillos. Viene del corral. Asocio ambos detalles y resulta la idea de una agradable deposición recién
realizada. Una costumbre muy campesina. La reutilización del desecho y una
contemplación espaciosa, aparte de que en el corral es donde el labrador se
expresa más a sus anchas, (este asunto queda para otra vez). N. tiene que decirme
algo. Viene ya diciéndolo. Hasta que lo oigo lo habrá repetido tres veces.
--Digo que las fotos hay que sacarlas cuando esta todo lleno
de fusca y no ahora que esta todo tan limpito.
Quizá crea que soy un reportero edulcorado de los que no
gustan de enseñar las fealdades de la vida. O que me paga el Ayuntamiento para
que haga una campaña maquillando sus deficiencias. Le escucho. Habla con cierta
musiquilla. Tiene el pelo entrecano y la mirada poco perspicaz, volátil. Se ha
situado junto a mí en lo alto del puente. El efecto es de estar los dos en un púlpito
sermoneando a las aguas.
--Hace tres días estaba esto hasta arriba de mierda… ¿Y cómo
va estar? Si no lo limpian.
Él tiene su huerta aguas abajo. El arroyo hace allí mismo
una curva donde va dejando toda la fusca. Con peligro de que el agua le entre
en la huerta. A él le toca por tanto pelearse con el montón de fusca. Luego,
mirando la cámara, viene a decir que las fotografías ahora saldrán muy bonitas
pero irreales, que es justamente lo mismo que yo estaba pensando decirles a los
ingenieros de Nikon.
--Ahora esto está primoroso…. Teniendo yo toda la mierda
allí…. ¿Cómo va a estar?
Hago una fotografía delante de él, por animarlo. Le
desilusiona.
--Donde hay que hacer las fotos es ahí en los albañales, que
se ve bien el chorro.
Le hago caso y caminamos por el Paseo, arroyo arriba. Él hacía
su casa y yo hacía el puente de la Callejas. Unas chispitas nos pespuntean la
cara y el ozono nos satura los pulmones de optimismo. Va hablando sin mucha
gracia de lo que le parece. Se da la razón en dos o tres asuntos menores. Yo no
opongo resistencia porque juego con esta baza de la escritura. Para el que diga
que esto no vale para nada, aquí tienen una buena aplicación, el poder estar
callado mientras los demás se adornan. Un bien social incuestionable.
Llegados al puente me muestra orgulloso los chorros que
arrojan los albañales. El arroyo entra aquí en terreno civilizado y tiene tres
o cuatro muretes que lo represan para que quede ahí toda la broza que venga de
más arriba. El agua sale haciendo ruido por unos caños que tiene la última
pared. El agua suena y brinca pero tiene más aspecto de cloaca que de otra
cosa, incluso hay una espuma con un cardado peligrosamente llamativo.
Ir a los sitios muy anunciados para luego no ver nada es lo normal. En cambio me ha sorprendido encontrar la
sierra casi totalmente tapada por el nublado, hasta muy abajo de la
falda. Aquel era un no ver distinto. Como el del místico: Miré allí donde había / y perplejo vi no haber/ lo que antes existía.
Los barómetros debían de estar por los suelos.
Para mí, a este relato, no le hace falta fotografías, ni pintor. Este “cuadro” está pintado, y fotografiado. R.
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