La carretera se despide de esta población haciendo una curva
muy cerrada para atravesar un puente que cruza el Arroyo del Valle, como lo
llaman los mapas. Parece que hay demasiados nombres por todos sitios y que al
hombre le gusta dejar la palabra clavada en el paisaje, pero a veces surge una
cosa tan decepcionante como esta. Arroyo del Valle. Hay que tener pocas ganas
de nombrar para elegir un nombre así. Y lo curioso es que además este nombre
se repite en casi todos los pueblos.
Después de esta cinta verde, de un verde muy oscuro, formada
por huertos subdivididos y amontonados, aparecen las estribaciones de la sierra.
La carretera se estrecha y empieza a hacer curvas para esquivar los cerretes
que surgen a ambos lados. El paisaje aquí, en tiempo seco, da un aspecto de
cosa roída, áspera y pobre. Las encinas que crecen aisladas o se arraciman en
las lindes, es lo único que prospera en este yermo. Lo demás se labra sin
ninguna convicción. Se han sembrado olivares y alguna viña pero nada luce. Todo
está muy troceado y rascado. En algunas parcelas se ha desistido de este
rasguñeo y el monte generoso las va cubriendo de nuevo.
El año anterior cuando pasamos por aquí llovía, pero no
había llovido antes. Todas las descarnaduras y desollones del terreno labrado
estaban a la vista, aunque con un aire menos inhóspito que en el verano. El
suelo empapado siempre parece menos escuálido. Debe de ser porque la tierra
oscura siempre parece más fértil, y la fertilidad tiene mando en plaza en
nuestro subconsciente, sobre todo cuando se trata de predilecciones estéticas.
Eso dicen al menos los que entienden de esto.
Este año todo está muy bien mojado desde hace dos meses. Por
eso al coronar el primer repecho y ver estos eriales tapizados de hierba
primorosa, hemos tenido que amortiguar la impresión causada por la imagen
arrojando sobre ella un tópico. Parecía una estampa Alpina. Rm ha dicho:
“parece el norte”. Yo, más pretencioso, he nombrado Suiza. Y luego un dúo de
bucólicos lamentos: “En cuanto caen unas chispitas fíjate como se pone todo”,
seguido de acusaciones al clima criminal que nos tiene condenados a la aridez perpetua.
En realidad no han sido unas chispitas. Llevamos trasegados trescientos litros.
Por aquellas laderas, repartidas en dos o tres sitios, pacían unas ovejas.
Grupos de cuatro o cinco. Tan aseadas y estretegicamente dispuestas como si hubieran estado colocadas a propósito. La hierba, formada por apretados
cepellones de un verde restallante, invitaba a salir del coche y dar unas
volteretas. A la hierba le pasa un poco lo que a la nieve, tiene la virtud de
hacer olvidar todo el cascote y la costra que tiene debajo. Las ovejitas estaban
plantadas en el lado derecho. Por la izquierda, detrás de unos chaparros, apareció
un rebaño completo de cabras triscantes y montaraces. El cabrero estaba subido
en un peñasco al lado de la carretera dándole la espalda al ganado. Tenía la
cara consumida, como si la intemperie se la hubiese escarbado a punta de
navaja. Y una mirada escudriñadora y sombría que, al cruzarse con la de Rm., la arrancó un escalofrio. Sería un pastor inadaptado que no ha hecho el cursillo de lírica que
exige el Ministerio de Agricultura a sus patrocinados. O quizá lo estuviese
haciendo intensivo en aquel momento. Los pastores son casi todos autodidactas.
(Continuará).
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