A la mujer yo le veía el peinado, una “permanente” oxigenada,
entre el hueco de los dos asientos del autobús. Procuraba no apoyarse en el
reposacabezas para no arruinar aquella superestructura. Siempre me ha
impresionado esa capacidad de sacrificio que tienen ellas para estar hermosas a
su manera. Una manera que la mayoría de los hombres no acabamos de captar,
pues, generalmente, cuando más nos gustan no es cuando están más arregladas, es
decir, cuando ellas consideran estar más perfectas, (esculturales sería la
palabra justa), sino con un punto de deconstrucción.
De la conversación que
aquella mujer se traía, un asunto muy complejo de amores muy masticados que había
tenido aquel verano y que, salpimentados con cierta inventiva, le iba
refiriendo a una amiga que llevaba sentada a su lado, me llegó nítida a los
oídos la siguiente frase, exacta y literal puesto que la anoté en un sobre que
me servía de marcapáginas del libro (El antropólogo inocente, de Nigel Barley)
que iba leyendo en aquel viaje. Dijo:
–Pues no va y me dice, el muy majadero, estando los dos
asomados a aquel acantilado, en el borde mismo del abismo, hija, y teniéndome
abrazada, que él era un hombre con grandes inclinaciones….
La mujer estaba decepcionada, esperaba otra cosa que no fuera una declaración de
principios en ese momento impresionante, y menos aún si se trataba de inclinaciones. Pero, oída desde el asiento de atrás, tajada en frío y fuera de contexto, la frase, en su
pura literalidad, ponía la carne de gallina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario