lunes, 9 de abril de 2012

Huellas.

Viernes Santo. Pocos días están más solitarios los campos que en viernes santo. Es una de esas fiestas mayores que a la gente le gusta ponerse ropa nueva y hacer vida de ciudad en la aldea.  He ido al olivar a las diez de la mañana, y el camino estaba limpio de señales de que nadie hubiera pasado todavía. La lluvia de anoche había borrado las huellas humanas y había dejado las suyas, unos regueros rojizos abiertos en el firme arenoso que cubre la superficie del camino. En las cuestas más pronunciadas, y aprovechando las rodadas de los tractores, el agua había trazado ya una profunda cárcava, donde las piedrecitas  lavadas brillaban al sol. Hacía frío. Se percibía en la punta de los dedos. Unos nublados ligeros  han largado velas sobre nuestras cabezas. Viajaban por un cielo  azul lechoso que no deslumbraba. Son muy de agradecer estas luces matizadas cuando nuestro oficio es mirar y mirar los árboles para encontrarles la forma, los fuertes contrastes de brillos y sombras camuflan un poco los volúmenes. Provenimos de unos viernes santos  sembrados por el clero de tradiciones adustas hasta rozar el ridículo, no silbar o convocar a los oficios religiosos tocando una carraca eran dos de ellas. Ahora todo eso ha acabado. Cuesta incluso recordar otros viernes santos, aunque creo que en la mayoría de ellos habré silbado. Este de hoy lo he afrontado con gran ligereza, podando  olivos con el serrucho largo, siempre a cierta distancia del árbol, sin fajarme,  abriendo  los huecos precisos y atemperando con limpios cortes el crecimiento desordenado de algunas ramas.  
Al regresar, a la hora de la comida, en el limo acumulado en una cuneta, he visto las pisadas de un perro. Unas huellas que encerraban todo el sentido de la existencia de ese animal en ese momento: ir, correr, rastrear, cualquiera que fuese. Eso que nosotros a duras penas conseguimos después de desechar tantas palabras.
Durante la tarde ha lloviznado cuando el sol estaba ya muy bajo, las gotas de agua, muy lentas y gruesas, se llenaban de luz antes de tocar el suelo. El silencio que ha acompañado a este fenómeno me ha hecho recordar el verso de Unamuno: “florece sólo el agua que está queda”. El verso se le ocurrió a Don Miguel contemplando una charca florecida. Aquí el agua florecía de otra manera, pero la sensación que me ha quedado, pensando en ese verso, era la de haber encontrado otra huella repleta de sentido y perfectamente dibujada en el barro.

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