Viernes Santo. Pocos días están más solitarios los campos
que en viernes santo. Es una de esas fiestas mayores que a la gente le gusta
ponerse ropa nueva y hacer vida de ciudad en la aldea. He ido al olivar a las diez de la mañana, y el
camino estaba limpio de señales de que nadie hubiera pasado todavía. La lluvia
de anoche había borrado las huellas humanas y había dejado las suyas, unos regueros
rojizos abiertos en el firme arenoso que cubre la superficie del camino. En las
cuestas más pronunciadas, y aprovechando las rodadas de los tractores, el agua
había trazado ya una profunda cárcava, donde las piedrecitas lavadas brillaban al sol. Hacía frío. Se
percibía en la punta de los dedos. Unos nublados ligeros han largado velas sobre nuestras cabezas.
Viajaban por un cielo azul lechoso que
no deslumbraba. Son muy de agradecer estas luces matizadas cuando nuestro
oficio es mirar y mirar los árboles para encontrarles la forma, los fuertes
contrastes de brillos y sombras camuflan un poco los volúmenes. Provenimos de
unos viernes santos sembrados por el
clero de tradiciones adustas hasta rozar el ridículo, no silbar o convocar a
los oficios religiosos tocando una carraca eran dos de ellas. Ahora todo eso ha
acabado. Cuesta incluso recordar otros viernes santos, aunque creo que en la
mayoría de ellos habré silbado. Este de hoy lo he afrontado con gran ligereza,
podando olivos con el serrucho largo,
siempre a cierta distancia del árbol, sin fajarme, abriendo
los huecos precisos y atemperando con limpios cortes el crecimiento
desordenado de algunas ramas.
Al regresar, a la hora de la comida, en el limo acumulado en
una cuneta, he visto las pisadas de un perro. Unas huellas que encerraban todo
el sentido de la existencia de ese animal en ese momento: ir, correr, rastrear,
cualquiera que fuese. Eso que nosotros a duras penas conseguimos después de
desechar tantas palabras.
Durante la tarde ha lloviznado cuando el sol estaba ya muy
bajo, las gotas de agua, muy lentas y gruesas, se llenaban de luz antes de
tocar el suelo. El silencio que ha acompañado a este fenómeno me ha hecho
recordar el verso de Unamuno: “florece sólo el agua que está queda”. El verso
se le ocurrió a Don Miguel contemplando una charca florecida. Aquí el agua
florecía de otra manera, pero la sensación que me ha quedado, pensando en ese
verso, era la de haber encontrado otra huella repleta de sentido y perfectamente
dibujada en el barro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario