miércoles, 4 de abril de 2012

Procesiones.

Se ha venido presintiendo que llovería, y tras dos o tres días nublados hoy por fin ha aparecido el agua. Dos o tres trombas magníficas con gran acompañamiento de truenos. Si pudiéramos elegir pediríamos esto que aquí llamamos "agua temporal", es decir una lluvia constante y mantenida, larga, dulce y un poco triste como un adagio. Pero mejor es que no podamos decidirlo, o no llovería nunca. Ayer mismo salían gentes llorando en las televisiones porque no habían podido sacar no sé qué paso de Semana Santa. Era lunes. Santo, si ustedes quieren. Un poco pronto para llorar. ¿O ha sido siempre así de larga la semana Santa? Tal vez nos hagamos una idea equivocada y no sean tantos los que lloren. El ojo mediático  tiene sus predilecciones. De no ser así, ¿a qué nos conduciría ese infantilismo?

Al comienzo de la mañana, las nubes, de un gris tórtola algo desvaído, no iban ni venían. He pensado, provocadoramente, que serían otra vez nubes de atrezo o nieblas altas que  fingían ser otra cosa. Pero tras dos horas de estar allí parado, ese nublado laminar ha soltado unas gotas muy dispersas y atolondradas que han hecho despertar de la tierra un rotundo olor a champiñones crudos. Uno de esos olores que explicarían por sí solos por qué al poeta bíblico se le ocurrió relacionar la generación del primer hombre con el barro. Aquellas gotas eran las mensajeras de un enorme nubarrón, como una ballena varada, que venía arrastrándose por el flanco sur. He salido del olivar perseguido por una lluvia inclinada y muy recia, que ha tomado una plenitud un poco aparatosa un cuarto de hora más tarde, cuando yo había llegado a la nave. El cobertizo de la nave es un observatorio perfecto para ver el avance de las nubes, salvo que la nube esté descargando con ahínco en ese momento sobre la cubierta de chapa, entonces,  la sensación de estar dentro de un tambor  aporreado por un loco provoca cierto encogimiento, y nos impide mirar demasiado lejos. Gran parte de esa agua ha rodado por las laderas, buscando un punto de fuga por el que alcanzar el arroyo más cercano. La representación  más palpable de esto la tenía delante de mi, una porción de tierra donde se dibujaban cientos de hilillos de agua, que componían un entramado de pequeñas ramas, que iban a su vez formando un tronco de mayor grosor, hasta que encontraban un cauce por un surco roto donde el agua color chocolate cogía velocidad y se iba sin saludar. Así venía también el arroyo, rojo y borboteante.
El segundo nublado ha surgido de la nada, como sale un genio de la lámpara. Serían las tres de la tarde. El cuarto de abajo, aun con el visillo descorrido, se ha quedado casi sin luz. La nube, tan espesa como humo de leña verde, ha crecido tan alto como ha podido, hasta que han empezado a resquebrajársele los cimientos. De esa parte procedían los primeros crujidos, unos sonidos retorcidos y soterrados. El derrumbe ha venido acompañado de unos chasquidos que iban recorriendo de una parte a otra la cresta del nublado. Estos hachazos encadenados acababan indefectiblemente con un ruido colosal, abrumador, un desgarrón voluminoso en el vientre de la nube. Ha llovido furiosamente. También ha granizado un poco, granizos del tamaño de garbanzos. Este agua, tirada con escopeta, vale poco. Pero los nublados, sirvan esos dos ejemplos malamente descritos, hubieran podido ser sacados en andas con profundo recogimiento y con tanto mérito como el de nuestras adoradas, lloradas y procesionadas estatuas. 

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