Día segundo. Los vecinos perseverantes y omnipresentes deben
de resultar una insufrible molestia, pero los vecinos provisionales y
transitorios pueden llegar a ser muy entretenidos. Durante todo el año las
casas que tengo a la redonda están deshabitadas. En alguna de estas calles
todas las casas están vacías. En el verano la floración vecinal es muy
importante. Este año han coincidido todos durante unos días, supongo que de manera
espontánea, sin acuerdo previo. De pronto se encuentra uno rodeado de curiosos
personajes, a los que se puede estudiar en sus múltiples registros, y hacerlo
además con ánimo benigno, ya que sabe uno que la pequeña afección no se va a
enquistar. Desde luego soy consciente de que este sentimiento debe de ser
reciproco y que yo debo de significar para ellos un buen pasatiempo, sobre todo
porque lo único que saben de mí, ahora que el tiempo asfixiante no permite que
cerremos las ventanas, es que a las cuatro o las cinco de la mañana enciendo la
luz y me siento a mi mesa de espaldas a sus ventanas oscuras y cubiertas de
tela mosquitera. Con este irrelevante detalle del que son testigos las
invenciones que pueden surgir son infinitas. Gustoso les cambiaría el puesto de
observación. Presumo que, si pudiese contemplar desde una de sus ventanas el
obstinado proceder de un hombre de mi edad inclinado sobre una mesa bajo el foco
de luz como si estuviese desentrañando enrevesadas incógnitas que le impiden conciliar
el sueño, podría entonces contar algo interesante que, desde aquí, ¡oh vulgar y
blanca cuartilla!, ni siquiera puedo imaginar.
Día cuarto. Durarán poco los vecinos. Son vecinos transeúntes.
Normalmente acuden sólo los fines de semana. Este Agosto se han puesto de
acuerdo. Viven sin modestia, despilfarrando su presencia. Al cuarto día empiezo
a ser consciente de sus manías. Ayer descubrí que les gusta que oiga la radio.
La tuvieron encendida más de dos horas a un volumen que distorsionaba. Debía de
molestarles escucharla en su cocina a ese volumen, pero para que la oyese yo
hicieron ese sacrificio. Quizá hoy me acerque a decirles que la emisora que
ponen no me gusta. Pero no. No lo haré. La timidez me vence. Si no fuese así
también iría a decirles que no me gustan esas conversaciones tan afectadas que
tienen. Parece que están representando su vida para ciegos. Siempre incluyen el
nombre del otro en cualquiera de sus frases. “¿Jorge Alberto te parece que este
pan está duro?” “¿Has comprado el agua Jorge Alberto?”. Sobre todo la mujer le
calza el nombre en sus frases de tres palabras a todo el mundo. Nunca da por
supuesto que el otro sabe que se está dirigiendo a él. El hombre tiene aspecto
de cansado y no es extraño. Nunca he experimentado un fraseo tan plomífero y
estomagante. Por ese motivo los nombres de sus hijos, nombres absolutamente
normales, me producen al escucharlos una especie de mareo. He tenido que
cambiar mis hábitos pero no por su culpa. Procuro no encender la luz tan
temprano. Estas palabras las escribo en la cocina, mientras prolongo el
desayuno. Aquí estoy más tranquilo. Me da como respeto estar sentado de
espaldas a esas oscuras ventanas estando la mía iluminada. Sólo porque imagino
que soy yo el que observa desde allí a un pobre cretino maniático enfrascado en
farragosas especulaciones que le roban el sueño.
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