sábado, 31 de agosto de 2013

Vecinos.

Día segundo. Los vecinos perseverantes y omnipresentes deben de resultar una insufrible molestia, pero los vecinos provisionales y transitorios pueden llegar a ser muy entretenidos. Durante todo el año las casas que tengo a la redonda están deshabitadas. En alguna de estas calles todas las casas están vacías. En el verano la floración vecinal es muy importante. Este año han coincidido todos durante unos días, supongo que de manera espontánea, sin acuerdo previo. De pronto se encuentra uno rodeado de curiosos personajes, a los que se puede estudiar en sus múltiples registros, y hacerlo además con ánimo benigno, ya que sabe uno que la pequeña afección no se va a enquistar. Desde luego soy consciente de que este sentimiento debe de ser reciproco y que yo debo de significar para ellos un buen pasatiempo, sobre todo porque lo único que saben de mí, ahora que el tiempo asfixiante no permite que cerremos las ventanas, es que a las cuatro o las cinco de la mañana enciendo la luz y me siento a mi mesa de espaldas a sus ventanas oscuras y cubiertas de tela mosquitera. Con este irrelevante detalle del que son testigos las invenciones que pueden surgir son infinitas. Gustoso les cambiaría el puesto de observación. Presumo que, si pudiese contemplar desde una de sus ventanas el obstinado proceder de un hombre de mi edad inclinado sobre una mesa bajo el foco de luz como si estuviese desentrañando enrevesadas incógnitas que le impiden conciliar el sueño, podría entonces contar algo interesante que, desde aquí, ¡oh vulgar y blanca cuartilla!, ni siquiera puedo imaginar.
 
Día cuarto. Durarán poco los vecinos. Son vecinos transeúntes. Normalmente acuden sólo los fines de semana. Este Agosto se han puesto de acuerdo. Viven sin modestia, despilfarrando su presencia. Al cuarto día empiezo a ser consciente de sus manías. Ayer descubrí que les gusta que oiga la radio. La tuvieron encendida más de dos horas a un volumen que distorsionaba. Debía de molestarles escucharla en su cocina a ese volumen, pero para que la oyese yo hicieron ese sacrificio. Quizá hoy me acerque a decirles que la emisora que ponen no me gusta. Pero no. No lo haré. La timidez me vence. Si no fuese así también iría a decirles que no me gustan esas conversaciones tan afectadas que tienen. Parece que están representando su vida para ciegos. Siempre incluyen el nombre del otro en cualquiera de sus frases. “¿Jorge Alberto te parece que este pan está duro?” “¿Has comprado el agua Jorge Alberto?”. Sobre todo la mujer le calza el nombre en sus frases de tres palabras a todo el mundo. Nunca da por supuesto que el otro sabe que se está dirigiendo a él. El hombre tiene aspecto de cansado y no es extraño. Nunca he experimentado un fraseo tan plomífero y estomagante. Por ese motivo los nombres de sus hijos, nombres absolutamente normales, me producen al escucharlos una especie de mareo. He tenido que cambiar mis hábitos pero no por su culpa. Procuro no encender la luz tan temprano. Estas palabras las escribo en la cocina, mientras prolongo el desayuno. Aquí estoy más tranquilo. Me da como respeto estar sentado de espaldas a esas oscuras ventanas estando la mía iluminada. Sólo porque imagino que soy yo el que observa desde allí a un pobre cretino maniático enfrascado en farragosas especulaciones que le roban el sueño.

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