Se oye el lloriqueo de un niño chico en mitad de la noche.
Al principio era un gemido entrecortado que se confundía con los maullidos de
los gatos que a estas alturas de Agosto tienen sus celos y reyertas. Luego los
lloros han comenzado a expandirse de un modo continuo, tal como suenan las
zanfoñas o las gaitas, por encima de la oscuridad de los tejados. El resto de
los ruidos habituales a esta hora, el perro que da unos ladridos anémicos, o el
que gañe o medio aúlla, o los gallos estirando el gañote con el grito algo
encasquillado, en duda todavía de que vaya a amanecer, quedan ahogados por la
llantina que cae como un manto que abarcase la noche entera.
Intento averiguar de qué ventana o qué casa procede, pero la
emisión tiene la cualidad de las sirenas, que suenan cerca y lejos. A medida
que dura el llanto me va ganando la incertidumbre. Quizá no sea un simple
dolor de tripa o el nacimiento de los dientes. El silencio se va abriendo hueco
dentro de nuestro cuerpo. Contengo la respiración. Aminoro el pulso. Hasta que, aguzado el oído, se
oye en sordina la voz de una mujer diciendo “ya-ya-ya”, mientras pasea o mece a
la criatura dándole golpecitos en la espalda. La cataplasma ha resultado muy
eficaz. Es la misma voz, con la misma musiquilla, que ha aplacado tantos
injustificados primeros berrinches, seguramente también alguno nuestro, del que
si acaso algo se recuerda es ese “ya-ya-ya” llevándonos suavemente de la tempestad
al sueño.
Vuelta la calma, la noche ha recuperado sus gallos, sus
perros, algún grillo, el gorgoteo de la fuente y el ruido de pasos de los
madrugadores, siempre acompañados de toses y carraspeos. Como quien sella un
certificado, el reloj de la torre ha golpeado seis veces.
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