Habían sonado “campanadas” y había dos en la calle hablando
de eso. Uno preguntaba: “¿A qué hora es el entierro?”. El otro decía: “A la
una”. Era una conversación de mañana, pero poco ágil. Habría veinte años de
diferencia entre los dialogantes. El más joven de los dos sobrepasaba los
sesenta años. Se ha extrañado de aquella hora tan mala para enterrar. “Tendremos
que ir pero nos vamos a cocer. Con el calor que va ha hacer hoy”. Tanto el más
anciano como el otro hablaban con los brazos un poco despegados del cuerpo para ventilar los sobacos, como los aguiluchos en el nido cuando hay soflama.
“Yo tenía que cumplir --ha dicho el viejo--, pero con ella, con la muerta, a
los que quedan ni los conozco. Así que no sé qué hacer”.
Pasada una hora o dos he vuelto a encontrar al viejo en la
Caja Rural. Estaba ensayando una variación del tema matinal. Ese entierro tan mal
puesto. Ir o no ir, esa era la cuestión. Monologaba pensativo:
–Yo a ella si que la conocía, a la muerta, y muy bien. Era
muy amiga. De joven…lo que yo habré bailado con ella. Si voy es por ganas de
ir porque, a los del pésame, les va a dar lo mismo que vaya o no vaya.
Pausa. Mirada al suelo donde restriega el pie en la raya verde
de “espere su turno”. El habla ahora menos convencida.
–Aunque, claro, –remata
– te acuerdas y, por lo bailado, dan ganas de ir.
Había mucha miga en ese “lo bailado”. Me hubiera gustado
escuchar alguna variación más tardía del tema. Ese anciano, distraídamente, esta
mañana, en alguna tienda o en cualquier esquina, se habrá marcado tres frases
muy bien dichas que a lo mejor no encuentra uno en un par de años leyendo poesía
canonizada. Habrá que conformarse con haber asistido a los ensayos.
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