viernes, 26 de octubre de 2012

Oír llover.

Es muy gozoso oír llover. En cualquier momento, en cualquier lugar, a cualquier hora del día.
Ahora el mundo está lleno de ruidos. Por apartado que sea el sitio en el que te encuentres siempre se oye el rumor del incesante oleaje de la actividad humana. La lluvia se oye habitualmente con algún acompañamiento. También es bonito escuchar esa lluvia entreverada con el ajetreo del hombre, pero cuando la lluvia viene sola, sus pasitos tenues, su menudeo, su arrogancia a veces, el lento camino que va haciendo al caer sobre los diferentes objetos y diversas superficies es de una elegancia y una sutileza que sólo algunas músicas muy logradas llegan a igualar. Si yo fuese músico ningún otro elogio me agradaría más que dijesen que mi música suena como la lluvia. No soy ningún melómano pero, de lo que yo he oído, Mozart es el que mejor hace llover. El concierto para piano número 21 es pura lluvia. Sobre todo el 2º movimiento,  el Andante, minuto 14.
Curiosamente la lluvia se capta muy mal con las grabadoras, y mucho peor las tormentas. Creo que a la lluvia no la gusta que la encierren, pues siempre que uno escucha lluvia grabada se percibe un amontonamiento de sonidos que al natural suenan vivos y saltarines, disgregados y repartidos por un amplio espacio. Por tanto entre oír una lluvia enlatada o a Mozart, es preferible Mozart. En esta maravillosa interpretación, el gran Maurizio Pollini está metido hasta los tuétanos en la melodía y en algunos pasajes se le oye acompañarse con un débil canturreo que es como un diagrama del insólito lugar del que está saliendo esa música y donde probablemente lleve impresa la partitura. Canturrear, musitar una cancioncilla cuando la lluvia esta cayendo es algo prácticamente inevitable.
 
 
 

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