Esta noche ha
caído un gran aguacero. Lo he escuchado estando en la cama. Hay quien disfruta
mucho oyendo llover bien guarecido entre las sábanas, dando gracias por estar
doblemente protegido, bajo techo y arropado hasta los ojos. A mí me ocurre todo
lo contrario, en cuanto escucho llover he de levantarme de la cama para ver el espectáculo.
Lo he tenido por una rareza hasta que hablando con unos y con otros, (aquí,
precisamente por lo poco que llueve, se habla mucho de la lluvia), he ido
contabilizando a algunos más que pertenecen a este club. Casi todos labriegos
desequilibrados, como yo mismo. Cuando alguno de ellos me ha revelado esta
intimidad he sentido una corriente de satisfacción parecida a la que debió de
tener Robinson Crusoe al encontrarse con Viernes. No sé si esto estará
tipificado dentro de las anomalías del alma, pero desde el momento en que me entero de que sufren esta desviación me parece que los afectados son mejores personas. Más inofensivos quiero decir.
Levantarse a ver llover presenta en algunas ocasiones
motivos de crispación en la vida familiar. Todavía hay matrimonios que duermen
juntos, cosa poco recomendable, y las mujeres suelen endemoniarse con estos
inopinados levantes nocturnos. (Siento tener que decir que no conozco a ninguna
mujer que se dedique a estas prácticas --pueden tirarme por decir esto si
quieren a una piscina sin agua como hacían las mujeres de aquel anuncio
televisivo tan exquisitamente igualitario, pero si dijese otra cosa mentiría--).
Yo afortunadamente estoy liberado de estas servidumbres del
lecho conjunto y las noches lluviosas hago mis contemplaciones sin tener que
soportar ninguna crítica ni similar. Me asomo a la ventana, o al balcón o a la
puerta del patio cuantas veces quiero, y permanezco allí sin saber si ha pasado mucho o poco rato.
No es el caso de mi amigo L., que suele contar que si aquí lloviese más a menudo
a él le acabaría costando el divorcio. Tiene el dormitorio en el piso de arriba
de la casa y el cuarto de baño en el piso de abajo, por lo que, para no tener
que subir y bajar escaleras tres o cuatro veces por la noche, tiene el orinal
debajo de la cama, una solución harto juiciosa creo yo. Pero la noche que oye llover
sucumbe al impulso primigenio y desciende sin pereza al piso de abajo a
contemplar el prodigio desde la puerta de la calle, que es su oteadero
preferido. La consecuencia es que al día siguiente el hermano bacín ha
desaparecido de debajo de la cama. En ese punto del conflicto, L. siempre se
hace la misma pregunta:
–¿Cómo puede ser que mi mujer quiera medir con el mismo
rasero el ir a mear con el ir a ver llover?
Esa es la raíz del problema, que quien nunca ha montado en
barco, poco puede saber de tempestades. De eso somos muy conscientes los que
padecemos esta anomalía, que incluso para darnos a conocer hemos de ir con pies
de plomo para no ser ridiculizados. Esta clase de debilidades se prestan mucho a la burla. Aún recuerdo la manera precavida y rocambolesca en que L. y yo
conversamos de esto la primera vez. Había caído la noche anterior una manta de
agua y hablábamos del episodio con detalles un poco ridículos, y en determinado
momento él, atento a la reacción de mi cara, dijo:
–A las cuatro de la mañana estaba yo ahí como un idiota
asomado a la puerta.
Le dije que yo había estado más de dos horas mirando desde
el balcón. Me clavó los ojos y jugó su siguiente baza, sumamente arriesgada:
–Yo en calzoncillos. -Dijo.
Me reí, porque yo había estado desnudo en el balcón, aunque
no lo dije. Tal como uno se levanta así se queda, lo demás es distraerse. Estos son los afanes de esta dolencia.
Ahora, cuando me levanto de la cama a una hora intempestiva
para ver llover, hoy mismo, imagino a estos otros cuatro o cinco chalados,
agazapados en cualquier hueco, con los ojos dilatados como lechuzas,
hipnotizados por la cortina de agua y entiendo unas cuantas cosas relativas a
esta rara ocupación. Siempre he creído que mi afición a mirar tan despacio este
elemento nacía de la necesidad de encontrar unas cuantas palabras justas con
que expresarlo. Pero he comprendido que no hay que buscarle tres pies al gato. Lo
dejó claro L. el día que dijo:
–Antes, cuando fumaba y bajaba en días de estos a la calle,
creía que lo que tiraba de mí era la nicotina, ahora que he dejado el tabaco sigo haciendo lo mismo, y sin excusas, que es la manera más sana de tener vicios.
CODA: Por no desviarme del asunto del que trataba, no he contado antes el desenlace de lo que le ocurrió a L. el día de los calzoncillos. En primer lugar hay que aclarar que no se trata de ningún exhibicionismo. Vivimos en un pueblo muy atrasado y la norma es que a esas horas no haya nadie en las calles y menos un día de lluvia. L. es un hombre muy clásico que no se ha dejado intimidar por la zafia costumbre actual del pantalón cortilargo. El sol le tuesta en exceso en los sitios visibles como para darle oportunidades de que extienda sus dominios. Él es un hombre de piel blanca y visto en calzoncillos debe de ser lo más parecido a una rana puesta de pie, por tanto lo de la exhibición debe quedar descartado. Enfrente de la casa de L., calle por medio, corre el arroyo. Va encauzado en un canal de tres metros de profundidad y protegido por una barandilla. Cuando atemperó la lluvia, L. oyó el ruido del torrente y, por matar la curiosidad, se acercó a verlo. Encendió un cigarro, entonces todavía fumaba, se apoyó en la barandilla y se entretuvo mirando los bucles y contorsiones que hacía el agua brava y rojiza en el tajamar de uno de los puentecillos que lo atraviesan. Estaría así un buen rato, despreocupado, hasta que sintió la presión en su brazo derecho y a la altura del bíceps de una mano que lo asía firmemente. Dió una encogida, miró a su lado y vió a un número de la guardía civil diciendole que se tranquilizase. El coche patrulla estaba a más de cincuenta metros y el de verde había venido caminando sigiloso. Era un guardia joven con gafas pudibundas y una barbita llena de curvas y primorosamente recortada, como un circuito de fórmula uno. L. le dijo que no estaba nervioso. El guardia siguiendo el mandato del manual de psicología que había estudiado en la academía hizo caso omiso y le dijo que si le pasaba algo, que si tenía algún problema. "Aquel idiota --me dijo L. cuando me contaba lo sucedido-- debía de creerse que me iba a tirar al arroyo de cabeza". L. es un hombre templado, corajudo e irritable. Tiene una poblada mata de pelo blanco y unos ojos claros muy abiertos donde destacan las pupilas como dos aguijones. Se sacudió del brazo la mano del guardia y le dijo que últimamente si que había tenido algún problema, le habían entrado tres veces en el corral y se le habían llevado las gallinas. "Buenas noches". Le dijo luego, y se fué para su casa un poco cheposo y desgarbado, pero con los calzoncillos bien puestos. "Se ve -- me dijo, a manera de resumen-- que a estos guardias no les han enseñado nada práctico; será para que no desentonen". Amén.
CODA: Por no desviarme del asunto del que trataba, no he contado antes el desenlace de lo que le ocurrió a L. el día de los calzoncillos. En primer lugar hay que aclarar que no se trata de ningún exhibicionismo. Vivimos en un pueblo muy atrasado y la norma es que a esas horas no haya nadie en las calles y menos un día de lluvia. L. es un hombre muy clásico que no se ha dejado intimidar por la zafia costumbre actual del pantalón cortilargo. El sol le tuesta en exceso en los sitios visibles como para darle oportunidades de que extienda sus dominios. Él es un hombre de piel blanca y visto en calzoncillos debe de ser lo más parecido a una rana puesta de pie, por tanto lo de la exhibición debe quedar descartado. Enfrente de la casa de L., calle por medio, corre el arroyo. Va encauzado en un canal de tres metros de profundidad y protegido por una barandilla. Cuando atemperó la lluvia, L. oyó el ruido del torrente y, por matar la curiosidad, se acercó a verlo. Encendió un cigarro, entonces todavía fumaba, se apoyó en la barandilla y se entretuvo mirando los bucles y contorsiones que hacía el agua brava y rojiza en el tajamar de uno de los puentecillos que lo atraviesan. Estaría así un buen rato, despreocupado, hasta que sintió la presión en su brazo derecho y a la altura del bíceps de una mano que lo asía firmemente. Dió una encogida, miró a su lado y vió a un número de la guardía civil diciendole que se tranquilizase. El coche patrulla estaba a más de cincuenta metros y el de verde había venido caminando sigiloso. Era un guardia joven con gafas pudibundas y una barbita llena de curvas y primorosamente recortada, como un circuito de fórmula uno. L. le dijo que no estaba nervioso. El guardia siguiendo el mandato del manual de psicología que había estudiado en la academía hizo caso omiso y le dijo que si le pasaba algo, que si tenía algún problema. "Aquel idiota --me dijo L. cuando me contaba lo sucedido-- debía de creerse que me iba a tirar al arroyo de cabeza". L. es un hombre templado, corajudo e irritable. Tiene una poblada mata de pelo blanco y unos ojos claros muy abiertos donde destacan las pupilas como dos aguijones. Se sacudió del brazo la mano del guardia y le dijo que últimamente si que había tenido algún problema, le habían entrado tres veces en el corral y se le habían llevado las gallinas. "Buenas noches". Le dijo luego, y se fué para su casa un poco cheposo y desgarbado, pero con los calzoncillos bien puestos. "Se ve -- me dijo, a manera de resumen-- que a estos guardias no les han enseñado nada práctico; será para que no desentonen". Amén.
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