(20130328-12*). Jueves Santo. He estado escuchando una vez
tras otra, bueno, escuchando y viendo, el Agnus Dei de la Misa de la Coronación
de Mozart en un video en youtube. Es un milagro tener atrapados estos momentos.
Poder asistir a eso y verlo con detalle cuantas veces se quiera. He pasado más
de dos horas viendo este video asombroso. Lo habré visto diez o quince veces.
Han sido una especie de “oficios” concomitantes con la religión pero no
exactamente religiosos. Curiosamente, en el video, en el trozo de misa que allí
se ve, que tenía lugar “dalla Basílica de San Pietro in Roma”, el celebrante,
con casulla rojo y oro, nada menos que Juan Pablo II, y toda su comparsa,
ocupan un lugar marginal, difuminados y de espaldas a la cámara. Si las gentes
de Iglesia viesen este video con objetividad tendrían que reconocer que ganan
mucho estando en segundo plano. Creo que aquí eso resulta evidente. La
realización, la planificación, el lugar en que están colocadas las cámaras, me
parece muy logrado, sobre todo en relación con los dos elementos fundamentales
de este concierto: la cantante Kathleen Batlle y el director Herbert Von Karajan.
K. Battle no tiene una voz muy poderosa, las sopranos ligeras como ella, muy
ágiles en los agudos, no suelen tener mucha voz, en otras grabaciones suyas que
he visto eso se aprecia. En el video que comento, ya sea por las condiciones
acústicas de San Pietro in Roma, o por la directa intervención divina en la
toma de sonido, Batlle lleva su voz a donde quiere, y de un modo tan bien modulado, delicado,
dulce, sutil, pleno, que, cuando llega a nuestro cerebro, no deja una sola
neurona que no quede arrasada. A esto se suma la maravilla de ver la cara de
Batlle mientras canta, ver de dónde saca cada sonido, la mirada vuelta hacia
dentro, su respiración, el movimiento de los labios, y la acomodación de todos los músculos del rostro,
cómo se ayuda incluso de los ojos para cargar la nota de intención y enviarla
al lugar donde más conmueve.
Von Karajan comienza la pieza volando, un planeo rasante, los brazos y las
manos aletean a cámara lenta. Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,
miserere nobis. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten
misericordia de nosotros. Cuatro minutos de ondulaciones, de idas y venidas
apacibles, en los que Karajan, entregado, la cabeza ladeada, ha ido recogiendo los brazos
y colocando las manos delante del pecho, las mece suavemente y va musitando las
palabras que la soprano expande hasta lo alto de la famosa cúpula. Así hasta el
momento en que llega el “Dona nobis pacem”. Danos la paz. Ahí se han acabado las suavidades. Los solistas
se ponen en pie. Los “dona nobis pacem” pasan de la soprano al tenor, y luego
los cuatro van haciéndolos rodar. Karajan cierra el puño y pide un poco de
brío. Cuando entra el coro su mano izquierda se ha convertido en una garra. Tras
la primera avalancha de Dona nobis pacem hay un momento de remanso, de donde se
toma impulso para la apoteosis final. Dona nobis pacem. Karajan estrangula al
coro con sus manos artríticas. Zarandea el espacio con los brazos en alto como
si estuviese sacudiendo el tronco de un árbol. Dona nobis pacem. Es una
exigencia que se eleva a lo más alto. Karajan estira los brazos, abre una
bocaza de lagarto repitiendo con el coro el conjuro. Con las manos abiertas y
muy tensas baja los brazos repentinamente y el coro cesa. Durante tres minutos
se ha repetido la frase. Dona nobis pacem. El ucase ha debido llegar a la
estratosfera. A Von Karajan le queda en la cara una expresión furiosa y un poco
ida.
Me retrepo en la butaca. A través de la ventana veo pasar
muchas nubes por el cielo. Por momentos se oscurece. Luz crepuscular en la
habitación. Podría incluso romper a llover. Dona nobis pacem.
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