miércoles, 23 de marzo de 2016

Cara de estaca.

Suelo mirarme en un único espejo, el del cuarto de baño de mi casa, al que tengo relativamente domado. O puede que, como ocurre con la cara de la gente que vemos habitualmente, me haya acostumbrado a ver la imagen que aparece estampada en él, y, por tanto, sea mi ojo el domado y no el espejo. Ese espejo me enseña un rostro más o menos apto para la convivencia, sereno, más o menos apacible, y, por no malgastar el tiempo en autorretratos, típico resultado de la mezcla de rasgos mediterráneos.
Ahora mi teléfono tiene una de esas cámaras invertidas que, por puro descontrol, mis dedos, acostumbrados a la sujeción de herramientas menos sensibles, involuntariamente pulsan el botón que hace que aparezca, y yo vea por sorpresa en la pantalla, la cara que llevo puesta cuando estoy fuera del cuarto de baño. Un rostro que me aterra. No por feo o guapo, que ya pasaron los años en que fuimos tan simples, sino por su expresión animal, "de bruta criatura tirada al mundo a su cuidado". O por decirlo aún de un modo más claro, es la cara que imagino se me pondría si se me hubiese clavado una espina en el cerebro. Una especie de adusto cabreo o seriedad con un punto de iracundia. Yo, que por dentro soy tan risueño y por fuera así. ¡Qué falta de expresividad!
La propensión a la seriedad de algunas caras, la mia entre ellas, tiene como causa la desconfianza de que nuestros gestos más comunes se malinterpreten y puedan  meternos en desagradables berengenales. Entre que confundan nuestras señales y no hacer ninguna señal, se opta por lo segundo, y se llega a esta especie de seriedad que en realidad sólo es una forma de inexpresión.
Ahora que la cámara trasera del teléfono me va concienciando del rostro que me defiende del mundo, miro la seriedad en el resto de los rostros y, sin ser exhaustivo, la califico, bien con un adjetivo, cuando lo encuentro, bien con una cifra.
Hoy he tenido una experiencia extrema en lo que se refiere a esta característica gestual. He encontrado en la ferretería a C. Un hombre de mi edad al que conozco poco, aunque suficiente para saber que tiene una de esas caras petrificadas por la seriedad. Hacía bastante tiempo que no le veía, quizá un par de años, y mucho tiempo más que no lo tenía a una distancia que permitiese una evaluación fiable. Estaba allí, muy tieso, pidiéndole al empleado un taco especial para un agujero que había hecho en la pared. La pared era vieja, el agujero había quedado un poco holgado, y el taco normal giraba cuando intentaba atornillar. Flaco, las mejillas sumidas, los ojos saltones yertos, rodeados de un cerco morado…...
¿A ver cómo lo puedo explicar?
Mi cara es la de Fofó, Miliki y Fofito juntos cantando la gallina turuleta comparada con esa cara de estaca, de seco senequismo endurecido, de refugio nuclear.
Sinceramente, esa personificación de la estolidez más reconcentrada y súmmum del agarrotamiento; aquella perfección de rigor mortis tan bien asumida, ha sobrepasado mi capacidad de admiración y, debo confesarlo, creo que he sentido envidia.
Lo cual no quiere decir que toda esa perfección, a lo mejor esconde a un chistoso irrefrenable que se esta divirtiendo detrás de la tapia.

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