(1/ Agosto/ 2014). Patio de R./Clásica cerveza con
repiqueteo de pipas. L., este nombre difícil, comprometido, para una niña de
meses, no se duerme. Han ensayado alterarle la hora del biberón. Y no admite
tomaduras de pelo. Ninguna desviación del tema principal de su existencia: la
comida. Tomo a L. a peso, tiene unos muslos llenos de repliegues que, si se
mantuviesen así, sigo la línea argumental de su abuela, tal vez fuesen una
salvaguarda a las clásicas desviaciones de conducta que presenta el género
infantil en esto que llaman mundo civilizado, y que podría quedar reflejado en
aquella indicación que le hacían a Lisa Simpson al entrar a una tienda para
comprar un vestido: "si buscas ropa pija, cásual o hippy en este lado, el
look prostituta infantil lo encontrarás
al fondo".
La niña pasa llorando, sin lágrimas, unos berridos secos, como
órdenes precisas, de mis brazos a los de su padre. En los de su padre se calla
un momento. Aventuro que tal vez su padre ya influya algo, que a ella le guste
más, considere que es tierra de promisión, que vaya a obedecerla mejor, y esa
esperanza de obtener lo deseado la tranquilice. Pero al poco llora de nuevo. Su abuela R.,
el realismo personificado, dice que ni padre y ni madre ni el "ay-ay-ay", que
todo el consuelo le viene de la tetina del biberón. "¿O qué te crees?"
Pregunta. "Tonterías las justas". Aclara. Y, sí, L. ha mostrado por
hoy no tener más que un instinto básico, o por mejor decirlo un solo cariño
verdadero: su estómago, la comida. Cuando alcance un cierto grado de educación
logrará que no se le note tanto.
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